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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (14 page)

Hubo un bramido de aprobación. Ayaan recordó lo que Cicatrix le había dicho tiempo atrás: «Nuestros divertimentos nunca son sencillos.»

Al parecer se había equivocado. Éste era el tipo de entretenimiento más simple que había, y uno de los más antiguos. Una batalla a muerte. La ejecución pública convertida en deporte popular.

Least pesaba cinco veces más que ella. Era mucho más fuerte, y ella sólo podía matarlo destruyendo su cerebro. A él sólo le hacía falta romperle el cuello o arañarla con sus gigantescas y afiladas uñas hasta que se desangrara. Tampoco podía sobrevivirle, los no muertos nunca se cansaban, nunca necesitaban descansar. La buena noticia era que él era un idiota, un idiota lento.

Deseó con todas sus fuerzas seguir teniendo su AK-47.

Pero desear no convierte las cosas en realidad. Necesitaba centrarse. Frotándose las manos para reactivar la circulación, se agachó en una posición de luchador, su centro de gravedad bajo, cerca del suelo, las rodillas separadas. Se preparó para el primer ataque. Sería tan fuerte y rápido como él fuera capaz, lo sabía. No tenía el cerebro para intentar nada elaborado.

—Oh, amigos, creo que ella está de humor —anunció el espectro de verde, y todos los fanáticos se rieron. Estaba casi segura de que la mayoría de ellos no hablaba inglés, pero si tenían la fe suficiente no importaba—. Pero hay una cosa más, una cosa que ella no ha tenido en cuenta.

La multitud se abrió a sus espaldas y alguien entró lentamente en la cubierta con lo que parecía un paso dolorido. Nada sorprendente. Era un necrófago, un hombre muerto descamisado, y había sido empalado en algo enorme y afilado. Tenía un mango en un lado, un mango curvo lo bastante grande para que Least lo asiera. Era una motosierra… Una motosierra casi tan larga como la altura de Ayaan.

Least cogió la empuñadura y la extrajo con un baño de carne en descomposición y sangre coagulada. Ayaan maldijo en el nombre del Profeta. Qué perverso placer obtenían estos
liches
en desfigurar el cuerpo humano. El necrófago descamisado existía por un único fin: ser una vaina andante.

Pero Ayaan no tenía tiempo para blasfemar. Tenía que concentrarse en el arma. Las armas de mano habitualmente eran inútiles para los
liches
. No tenían las destrezas motrices para acuchillar o arremeter como era debido. Al parecer, los armeros del Zarevich habían tenido en cuenta esa posibilidad y habían encontrado un arma para Least que requería sólo una sutileza mínima. Una cuerda colgaba del extremo del mango. Least tiró de ella y la motosierra rugió con el petardeo del motor poniéndose en marcha.

—Buena suerte —dijo el espectro de verde, burlándose de ella. Luego comenzó.

Capítulo 19

La motosierra fue a por ella con un chirrido e hizo saltar chispas de la cubierta, abriendo una brillante herida plateada en la reciente pintura. Ayaan se apartó a un lado y trató de rodear a Least. Se agachó cuando la motosierra rebotó en la cubierta y subió de nuevo por los aires, luego embistió hacia delante y golpeó con ambos puños la rodilla de Least.

Nada. Lo mismo podría haberle dado un puñetazo a un bloque de gelatina. El enorme cuerpo de Least estaba recubierto de una gruesa capa de grasa que absorbía toda la energía que había puesto en su golpe.

Mientras ella digería esta información, el
lich
se preparó para otro lance. El público enloqueció cuando agitó la motosierra sobre su cabeza y la hizo bajar en un arco que no impactó en el pecho de Ayaan por centímetros. Ella retrocedió, lejos del aullante metal, aunque sintió el calor que emanaba de la hoja. Demasiado cerca, demasiado cerca para estar cómoda. Dio un salto atrás, intentó escapar. La motosierra descendió de nuevo con la luz destellando en su cadena. Ella pivotó sobre un pie e intentó pasar por debajo del ataque, y el dolor estalló y bajó por su brazo.

Ayaan cayó sobre la cubierta, cogiéndose el brazo por la parte de arriba, cerca del hombro, horrorizada. ¿Había dado en una vena, una arteria? Si el corte era demasiado profundo, si había cortado un vaso sanguíneo importante, se desangraría hasta morir en minutos.

Tenía que saberlo, tenía que valorar la gravedad de la herida, pero no tenía un momento de respiro. La quejosa hoja seguía destellando, abajo, izquierda, derecha, centro, y lo único que ella podía hacer era rodar por la cubierta.

Least atacó de nuevo, cerniéndose sobre ella, disponiéndose a matar. Ayaan luchó por ponerse en cuclillas y se agachó bajo las piernas de él. Chillando confuso, giró la motosierra a su alrededor, siguiendo el recorrido de Ayaan, pero errando al controlar su movimiento. Cuando la hoja giraba, segó la garganta de uno de los espectadores: un creyente vivo, un hombre de treinta y tantos años imberbe y con unas gruesas gafas sin montura. La sangre se esparció por la cubierta, manchándolo todo en su camino mientras él se desplomaba entre convulsiones y horribles gruñidos líquidos. Los gritos aumentaron entre el público, gritos de terror por un lado, gritos de sed de sangre por otro.

Ayaan no desaprovechó la distracción. Con la cabeza gacha, arremetió contra la multitud, apartando a algunos fanáticos a un lado, saltando por encima de otros mientras ellos huían. Al fin tuvo oportunidad de comprobar el estado de su brazo y, por un momento, al retirar la sangre de la herida, sintió el estómago flotando. No era fatal, mucho más grave que un arañazo, pero la hemorragia casi se había detenido por completo por sí sola.

—¡Mía! —gritó Least y abrió un surco entre la multitud tras ella, con la motosierra en alto para evitar más accidentes. Ella mantuvo la cabeza agachada y serpenteó entre los cuerpos, sacudiéndose las manos que la agarraban, dando puñetazos, bofetadas, clavándole las uñas a cualquiera que intentara acercarse demasiado. Estaba buscando algo, cualquier cosa que pudiera utilizar como arma. Allí, en la cubierta, un fuego para cocinar. Una olla de judías hervía a fuego lento en las brasas. Sus manos protestaron cuando cogió la olla de metal caliente, pero ignoró el dolor. Least iba a por ella entre la masa, embistiendo, y ella le permitió llegar frente a su cara. Las judías salpicaron su gelatinosa papada, el agua hirviendo le inundó la nariz, la boca y los ojos. Sus manos, en un acto reflejo, fueron hacia su cara en un intento de ahuyentar el dolor. La motosierra se movía a la deriva, olvidada, la hoja subía y bajaba. Cayó sobre la cubierta con un repiqueteo metálico interminable.

En un segundo, en menos de un segundo, el
lich
se recuperaría. Él no sentía el dolor del mismo modo que una persona viva, apenas notaría las quemaduras de la cara y el pecho. Ayaan no tenía tiempo de pensar. Lo único que podría hacer era actuar.

Utilizando ambas manos recogió la motosierra, podría levantarla si colocaba su centro de gravedad justo debajo, si se impulsaba con la espalda, las rodillas y todos los músculos de los brazos, y seccionó a Least por la mitad. La motosierra se deslizó por su carne como si no fuera más que una hamburguesa. Se atascó cuando topó con la columna vertebral, pero ella empujó, apretó y gruñó hasta que el torso cayó separado del abdomen y los dos enormes y asquerosos trozos de carne golpearon la cubierta.

Entonces Least aulló de dolor de verdad, pero no más de una vez. No era capaz de tomar aire para gritar otra vez. El ruido de la motosierra resoplando y jadeando y cantando mientras cortaba el aire era el único sonido perceptible.

No sucedió nada durante un momento muy, muy largo. Lo suficientemente largo para que Ayaan pudiera oír los alterados latidos de su propio corazón. Lo suficientemente largo para apoyar el peso de la motosierra sobre su cadera.

Había ganado, supuso ella. Había vencido a Least. Él no se levantaría, no con esa herida, así que se había acabado. Se había salvado.

Una voz, su propia voz, la voz de su mente, estaba chillando: «¿Quién sigue?»

El tiempo se fragmentó en sus componentes. El cuerpo de Ayaan se movía en el espacio. Su mente daba vueltas a una velocidad muy diferente. La multitud no se inmutó.

El espectro de verde estaba a menos de tres metros, inclinado sobre sus secuaces. Tenía la vista clavada sobre Least. Ayaan no era capaz de discernir qué mitad estaba mirando.

Si pudiera acabar con él. Si pudiera matar al espectro de verde. Su cerebro contempló la posibilidad como si fuera una jugada de ajedrez. Si podía hacerse con un alfil sacrificando un peón, entonces la pérdida del peón no suponía dolor alguno. Le dispararían, pasarían por encima de ella con la quilla, la aplastarían, pero si podía acabar con el espectro de verde, eso significaría el fin de los necrófagos acelerados. No era otra cosa que su poder lo que conducía esos zumbantes y enloquecidos horrores. Además, el espectro de verde era la mano derecha del Zarevich. Su general más importante. Si. Si. Si.

Embistió hacia delante. Una mano con dedos como salchichas hinchadas se cerró alrededor de su tobillo, lo puso de nuevo en la cubierta. En medio del creciente pánico, bajó la vista. Least la tenía atrapada con todas sus fuerzas.

—Mía —gimió, como un gatito muriéndose.

La rabia latió a través de su cuerpo, podía notar su calor bombeando a través de los capilares. Levantó la motosierra con un movimiento salvaje y la bajó justo entre los ojos de Least. Su cabeza se licuó a la par que los dientes de metal se hundían en el hueso y el tejido cerebral como un cuchillo cortaría queso podrido.

Entonces la golpearon, los fanáticos, los creyentes grandes y pequeños cayeron sobre ella como una lluvia de cuerpos. Alguien le pateó y aplastó la muñeca hasta que ella soltó la motosierra. Se le hizo cada vez más difícil respirar y su visión se nubló. El tiempo se detuvo por completo.

Capítulo 20

Hallaron rastros del barco del Zarevich una semana después de dejar atrás Gibraltar, en medio del Atlántico. Osman se había vuelto hacia Sarah y le había preguntado qué quería hacer: ¿asaltar un barco más grande en medio del océano o esperar y ver dónde recalaba? Ella escogió tierra.

Cruzar el Atlántico estuvo a punto de matarlos en una docena de ocasiones. Las olas eran más altas que el remolcador, y cuando las tormentas cruzaban a toda velocidad sobre su proa, el agua subía y subía, amenazando con volcar el pequeño barco. Osman logró sacarlos de allí, con la destreza y la imaginación fruto del instinto de supervivencia, pero fue por poco.

Siguieron al Zarevich mucho después de agotar las existencias de comida. Ptolemy se hizo con el timón la mayor parte del tiempo después de eso. Sarah y Osman pasaban mucho tiempo durmiendo. Finalmente, volvieron a ver gaviotas. Tierra resultó a medio mundo de distancia de donde había comenzado. Un nuevo continente, un nuevo hemisferio, un lugar donde medían las distancias en millas, no en kilómetros.

Durante la mayor parte de un día fueron rezagados, manteniendo al Zarevich en el radio del radar pero fuera de la vista, justo tras la línea del horizonte. Su barco bordeaba la costa, pero avanzaba y retrocedía como si el piloto estuviera tratando de recordar dónde atracar. Fueron hacia el norte, dejando atrás una selva, una playa descontrolada y llena de maleza donde la hierba alcanzaba tres metros de alto. Dejaron atrás pueblos y ciudades muertos y complejos de vacaciones que eran como latas vacías desperdigadas sobre la arena. Aun así siguieron dirigiéndose vagamente al norte, pasando un arenal que se extendía kilómetros, interrumpido por las ruinas de casas y coronado por un enorme faro apagado. Finalmente, el barco más grande se detuvo y Osman manipuló los mandos, bloqueó el timón y detuvo el motor del remolcador. El barco del Zarevich había atracado en Asbury Park, Nueva Jersey.

—Sabes que sólo estamos a sesenta kilómetros de… —comenzó a decir Osman.

Ella le quitó el mapa.

—Sí, lo sé. —Sesenta kilómetros eran cuarenta y cinco millas hasta Nueva York. Ella sabía leer un mapa.

Nueva York era donde su padre había muerto. También había nacido allí. Se había marchado siendo un adolescente y había regresado hecho un hombre y había salvado a un montón de gente, y luego había muerto. Sarah sabía cómo tratar con los fantasmas de los demás. Sabía que tenía que mantenerse alejada de ellos, si era posible.

El remolcador se quedó anclado en el agua a un kilómetro, sobre las olas del océano, lo bastante lejos para no ser percibidos si no hacían ruido, lo suficientemente cerca para vigilar el barco del Zarevich con los viejos prismáticos de Ayaan. Esperaron a que cayera la noche. Tenían enfrente un paseo marítimo de madera de una verticalidad casi perfecta, una protuberancia lineal de la descomposición de Estados Unidos. Los edificios de la orilla, una hilera interminable de restaurantes y tiendas de recuerdos e irreconocibles montañas de ladrillos se veían maltrechos y viejos a la luz del crepúsculo, del color de las mesas de arena de algunos desiertos erosionados por recuerdos, por secretos que ella desconocía. Todas las ventanas estaban rotas, huecas, oscuras. Algunos de los edificios se habían venido abajo: rayos, lluvia, viento, quién sabía qué los había derribado. Tal vez las raíces de los árboles habían estrangulado las amplias calles, quizá durante una década el entramado de raíces de tantos árboles podía romper los cimientos de los palacios de recreo y las galerías comerciales. El hollín y los desperfectos provocados por el humo oscurecían las fachadas de la mayoría de las estructuras que seguían en pie.

En el paseo marítimo, un grupo de monstruos se apresuraron a bajar por una pasarela improvisada y se internaron en los bosques de la ciudad irreal, cosas que se caían o arrastraban, cosas sin piernas, monstruos con cuerpos derrotados por la muerte, monstruos que todavía habían de morir. Reían y cantaban himnos y salmos mientras entraban en la playa. En fila de a uno o de dos en dos se internaron en el follaje y desaparecieron de la vista.

Finalmente, anocheció. El barco del Zarevich brillaba como un pez abisal en las aguas negras, sus luces eran la única iluminación del mundo a excepción de las frías y lejanas estrellas.

Sarah se halló paralizada, incapaz de hacer nada. ¿Qué haría Ayaan en su lugar?, se preguntó. Intentaría descubrir más sobre a qué se enfrentaba. Se sentaría muy erguida y enviaría un escuadrón de reconocimiento y trataría de dormir un poco. La parte de dormir estaba fuera de cuestión, pero tal vez Sarah podía aprender una lección del resto.

—Tú puedes ver en la oscuridad, ¿verdad? —le preguntó a Ptolemy.

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