Read Zombie Planet Online

Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (13 page)

Claramente Ayaan no iba a conseguir la rápida resolución que quería. Miró de reojo el coronamiento. Podía llegar en un segundo. En menos de un abrir y cerrar de ojos estaría en el agua. Ayaan no sabía nadar; todo acabaría rápidamente. Había escuchado cosas desagradables sobre morir ahogado, y no evitaría que regresara como un necrófago, pero… seguía siendo una opción mejor. Una forma más limpia de irse.

Esprintó hacia la borda. Puso un pie encima.

Entonces sintió la energía abandonando sus extremidades, sus músculos, sus huesos. Apenas podía mantener los párpados abiertos. En cualquier momento… se desplomaría… sabía que… el espectro de verde… la tenía…

—Nos gustas —dijo Cicatrix, agachándose sobre ella, sonriéndole. Ayaan había caído sobre la cubierta sin darse cuenta—. Nos parece que eres divertida.

La visión de Ayaan se cerró como un postigo negro cayendo sobre la cara de Cicatrix.

Capítulo 17

Magna ayudó a Sarah a bajar por la estrecha escalera que conducía a la tripa del FNS
Nordwind
, el submarino más avanzado de la Marina finlandesa. Ya no había mucha competición.

—Él me encontró —le dijo a Sarah, hablando sobre su marido. Era contramaestre a bordo del
Nordwind
cuando estalló la Epidemia. También fue el único superviviente del submarino—. Recalaron en el puerto y los muertos ya estaban subiendo la alambrada. Desertó cuando vio lo que estaba sucediendo. Bueno, todos desertaron. Él fue y me encontró… Yo estaba en el tejado de la sala de oficiales. Él fue y me encontró y no ha pronunciado palabra desde entonces.

Las dos mujeres se internaron en el puente del submarino. Los tres hijos de Magna, ninguno de más de diez años, se apartaron de su camino. La mayor, una niña que llevaba una gorra de capitán con rayas granates, plegó los mandos del periscopio y lo subió para bloquearlo.

—Son adorables —dijo Sarah, observando a los niños rubios estudiando los instrumentos del submarino.

—Son mis ángeles. —Magna tocó los voluminosos cabellos rizados de la más pequeña, una niña que estaba sentada ante la mesa de mandos con los pies colgando en una silla. Luego condujo a Sarah a una pequeña sala en la parte delantera del puente, una sala de reuniones para el capitán. Su marido, Linus, estaba sentado a una mesa baja allí, con un plato de bacalao seco intacto a su lado. Su cabello y su barba eran de un blanco puro y bajaban por su camisa, limpios y cuidadosamente cepillados. No levantó la vista cuando Sarah entró.

—Amor —lo llamó Magna, pero no provocó respuesta alguna—. Está así todo el tiempo. Comerá si se lo doy yo. Hará casi cualquier cosa si lo convenzo, pero se quedaría sentado aquí para siempre si lo dejara. —Magna le dedicó una pequeña sonrisa, su cara replegándose en sí misma a la vez que se rodeaba con sus propios brazos—. Catatonia, lo llaman. No tengo medicamentos para tratarlo, pero puedo buscar los nombres en mi
Manual práctico para médicos.

A Sarah le vino algo a la mente, algo en lo que no quería reflexionar detenidamente. Si el hombre llevaba catatónico doce años, y su hija mayor sólo tenía diez años como máximo… bueno. La gente se sentía sola. Sarah sabía un poco sobre las buenas formas, así que no hizo preguntas.

—Normalmente nos mantenemos en la superficie para estar al aire libre y al sol. Sólo nos sumergimos cuando viene alguien. He conseguido que nos mantuviéramos con vida cultivando mis comportamientos antisociales. Pesco por la borda la mayoría de los días, y otros días sencillamente me tumbo en la cama y reservo mis energías —le explicó Magna—. Tengo un pequeño huerto abajo, bajo algunas lámparas ultravioletas. La tripulación del submarino las utilizaba cuando iban a misiones polares, para evitar el trastorno afectivo estacional. Yo también las necesito a veces.

—¿Te sumerges siempre que pasa alguien? —preguntó Sarah—. ¿Sucede a menudo?

Magna asintió distraídamente.

—Hay un número sorprendentemente elevado de personas como yo. Personas que han cedido la tierra firme a los muertos. La mayoría de ellos no están tan bien equipados como yo. Un montón de ellos son personalidades de tipología
borderline
, ¿entiendes? Piratas.

—Pero has salido a la superficie por nosotros.

Magna sonrió, una sonrisa tan irónica y compleja que parecía que fruncía el ceño.

—Sólo porque da la casualidad que eres amiga de un amigo. Lo saqué del mar hace una semana. No es la primera vez que pesco a un muerto flotante. Nunca había capturado uno que pudiera hablar. Me contó cosas. Cosas reconfortantes. Hoy en día saco mis fuerzas de donde puedo. Ven, ¿me ayudas con esto? —Le entregó a Sarah una silla de jardín plegable—. Te dejaré hablar con él aquí abajo, pero el olor… Estoy segura de que lo entiendes. Debe de haber estado a la deriva semanas antes de que lo encontrara. No sé cómo es cuando está en casa, pero ahora mismo suelta un tufo terrible.

Las mujeres subieron de nuevo a cubierta, donde colocaron las dos sillas de jardín bajo una sombrilla. Magna sacó una jarra de agua fría (el submarino tenía su propia planta desalinizadora, le explicó orgullosa) y un solo vaso. Al invitado de Sarah no le haría falta. Después Magna desató y desenvolvió la masa cubierta de lona de la parte posterior de la cubierta. Arrugando la frente y con el rostro tenso, arrastró el bulto y lo tiró sin ceremonia alguna sobre la segunda silla de jardín.

—Si me necesitas, grita —le dijo Magna a Sarah—. Estaré abajo viendo la cuarta temporada de
Prime Suspect
en DVD. La he visto tantas veces que se ha borrado la carátula del disco, pero nunca me canso de Helen Mirren.

Había palabras en esa frase que Sarah nunca había oído.

Por último, Magna puso la pistola al lado de la jarra de agua fría y dejó a Sarah a solas con Jack. En cualquier caso, con lo que quedaba de su cuerpo prestado. Los peces se habían cebado con él, dejando poco que pareciera humano. Tenía torso y la mayor parte de los brazos. Una cabeza que parecía un pollo hervido con un poco de pelo revuelto en la coronilla. No tenía ojos, nariz ni labios.

—Tienes un aspecto infernal —dijo ella.

—En Finlandia llaman
Tuonela
al infierno, o al menos solían hacerlo. Supuestamente no era tan malo. Era una ciudad bajo la superficie de la tierra a la que se iba a dormir para siempre. Cuando llegabas todavía estabas bastante activo y había una fiesta de bienvenida, luego te daban una enorme jarra de cerveza. Estaba llena de ranas y gusanos, pero te dejaba grogui, y cuando te la acababas te encontraban un bonito y blando trozo de tierra en el que tumbarte. Suena mejor de cómo ha salido en realidad, ¿eh?

—Supongo —dijo Sarah. Era difícil mirarlo. Había visto muchísimos cadáveres en su día, pero éste estaba fatal. Apestaba a salmuera podrida y a piel achicharrada por el sol.

—No tengo mucha elección de cuerpos —explicó él— y necesitaba hablar contigo. Es urgente, Sarah. Hay cosas que debes saber. Cosas que tienes que saber antes de seguir adelante.

Ella se mordió el labio y asintió.

—Sé que rescatar a Ayaan no va a ser fácil. Pero me he comprometido con la causa y tengo a Osman conmigo. Ptolemy quiere venganza, puedo arreglarme con eso… —Hizo una pausa—. Ayaan está muerta. Eso es lo que has venido a decirme —conjeturó ella, el aire se heló en sus pulmones—. Quiero decir, que tú lo sabrías, de alguna manera.

—Sí —respondió Jack. Parecía como si se estuviera derritiendo—. Están todos aquí abajo conmigo. Todos los muertos. Si estuviera muerta, yo podría encontrarla, y no puedo.

—Oh. —Algo en su interior se diluyó y se fue. Había sido… una especie de alivio, y ahora había desaparecido. Comprendió que cuando oyó que Jack quería hablar su subconsciente asumió que iba a decirle que había hecho todo lo que había podido, que había sido muy valiente, pero que todo había acabado. Ella hubiera recibido de buen grado aquella noticia, incluso aunque supusiera que Ayaan estaba muerta. Pero no había acabado, todavía no. Sarah apartó la mirada y cambió de tema—. Así que es cierto todo ese rollo religioso. ¿Hay vida después de la muerte?

—Podría decirse que sí. De la misma manera que se puede decir que un libro continúa incluso después de acabar de leerlo y haberlo dejado en la estantería. Las palabras siguen allí.

—Es… interesante —dijo ella.

—Jodidamente fascinante. Ahora cállate y escúchame. No quiero quedarme en este cuerpo más de lo necesario.

Él perdió la mirada en las olas y exhaló un largo suspiro.

—El único consuelo de estar muerto, el único consuelo posible, es que oyes cosas. A los muertos les encanta cotillear, igual que a los vivos. Es lo único que pueden hacer. Si eres selectivo con quien escuchas, puedes enterarte de algo útil, a veces. Da la casualidad de que conozco a alguien que trabaja para nuestro enemigo. El Zarevich, me han dicho, está planeando algo grande. Lleva años trabajando en ello, tal vez desde el principio. Me da la sensación de que es la obra de su no vida. Ha estado ocupado con el tema, reuniendo cosas que necesita.

—¿Cosas? —preguntó Sarah.

—Personas, sobre todo. Personas como Ayaan o todas esas momias. Necesita al menos una persona más, alguien muy especial, y no se detendrá ante nada para encontrarla, o al menos una réplica parecida. Ha estado haciendo
liches
a un ritmo salvaje, matando a la mayoría porque no tenían poderes o no tenían los poderes adecuados. También ha estado reuniendo piezas viejas de maquinaria, y documentos que los soviéticos abandonaron. El año pasado sacó cinco toneladas de documentos de una cueva en Siberia. Fuera lo que fuese lo que encontró allí el caso es que le hizo pensar que tenía que ir a Egipto. Le dijo qué hacer con las momias. Debe de haberle sugerido qué hacer a continuación también, porque ahora avanza deprisa, con un propósito. Se dirige al oeste. Hacia la Fuente. ¿Comprendes adónde nos lleva esto?

—Creo que sí —dijo ella, aunque en realidad no lo entendía.

—Significa que una vez que tenga a esta última persona que necesita, estará preparado para actuar. Significa que ahora las apuestas han subido. Quieres salvar a Ayaan, bien, y si Ptolemy quiere venganza, bueno, que así sea. Pero has de saber que el bastardo del Ruso tiene sus propios planes, y te puedo garantizar que no son buenos. Ayaan es parte de su jugada de algún modo, así que no la cederá fácilmente. Vas a necesitar ayuda. Hazte con un par de bombas atómicas si puedes, forma un ejército si es necesario…

—No sé cómo…

—Entonces aprende. Te di tu don por un motivo. Úsalo ya. Tienes cosas que averiguar. Tienes que descubrir un montón entre ahora y el fin de esto.

—¿Descubrir cosas?

—Sí. Y algunas de ellas te harán llorar. Yo lo haría encantado por ti. Pero sólo soy una conciencia sin cuerpo a la deriva en el vacío. Deduzco que te va a tocar hacer todos los preparativos. ¿Comprendes?

—Sí. —Esta vez creía que había entendido. Le había tocado la china. Sarah se sirvió un vaso de agua. Se le había secado muchísimo la boca.

—Vale. Así que intentaré averiguar más, darte una idea más precisa de a qué te enfrentas a medida que nos acerquemos. De momento voy a dejar marchar este cuerpo. Una vez haya salido ya sabes qué hacer.

Jack se balanceó delante y atrás unas cuantas veces y dejó que su cuerpo cayera hacia delante en la cubierta. Sarah bajó la vista hasta la zona abultada de su nuca, los lugares donde la piel de su espalda había sido devorada. El cadáver levantó la cara destrozada y sus mandíbulas se cerraron de golpe. Claramente Jack se había ido. Cogió la pistola que Magna le había dejado y se puso manos a la obra.

Capítulo 18

Bamboleándose ante ella, la cara de Least parecía una enorme bolsa de piel colgada, formando pliegues, de su diminuta calavera, los globos oculares flotaban dentro, sus dientes estaban perdidos tras la ondeante cortina húmeda que era su boca. Trató de sonreír cuando ella abrió los ojos. Se parecía más a un músculo al aire libre con espasmos.

—Mía, ahora —dijo él, la voz emanaba de su interior como si fuera sirope—. Mi sangre, mi carne, mis huesos. —Alargó una mano, los dedos hinchados y desgarrados como salchichas que se han hecho demasiado en un microondas, y tocó sus pechos, los empujó, los aplastó sobre su caja torácica. No había lujuria en sus ojos. Sólo hambre.

—Sí me comes —replicó ella—, al menos no acabaré convertida en un necrófago.

Era lo más cercano a un desafío que podía decir. También era un añorado deseo.

Le habían cambiado la ropa. Ahora Ayaan llevaba una camiseta blanca sin mangas y unos pantalones atados con una cuerda. Un pijama de médico; la mayor parte del ejército del Zarevich, tanto los vivos como los muertos, llevaban lo mismo. Eran más baratos y abundaban más que los uniformes de verdad. Estaba descalza. No tenía las manos atadas, lo que le sorprendió un poco. Supuso que el espectro de verde podía volver a dormirla si intentaba escapar.

—¿Dónde está mi ropa? —preguntó ella, deduciendo que Least o bien le respondería o se la comería. En cualquier caso sería una cosa menos de la que preocuparse.

Sin embargo, fue Cicatrix quien contestó.

—La hemos hecho incinerar. Te acercaste demasiado a lady Amanita, así que se llenaron de moho.

Ayaan levantó la vista y vio a una pequeña multitud compuesta de fanáticos vivos; la mayoría de los
liches
se habían reunido para verla morir. El hombrelobo, la maravilla sin labios, el espectro de verde estaban allí. No se veía a Amanita por ninguna parte, pero el propio Zarevich estaba en el puesto de honor, directamente detrás de Least. Su piel y su cabello claros, su oscura armadura esmaltada le mantenían la mirada, la obligaban a mirar. Supuso que se trataría de otra proyección. No parecía ser de los que corren el riesgo de estar cerca de un prisionero sin amordazar, aún cuando no tenía más armas que sus manos desnudas.

—Mía —repitió Least, masticando la palabra como un caballo comiendo hierba.

—Sí, muy pronto —graznó el espectro. Parecía que apenas podía contener el entusiasmo. Agitó los brazos y todos se apartaron, abriendo un círculo en la cubierta, dejando a Ayaan y a Least en medio. A Ayaan se le cayó el alma a los pies. Sabía exactamente qué venía a continuación.

—Su alteza —dijo el espectro de verde, e hizo una reverencia en dirección al Zarevich—. Damas, caballeros, criaturas de la perdición y leales zánganos. Os ofrezco el evento que todos hemos estado esperando. Regresad conmigo a los más antiguos días de Roma, a los estremecimientos, a los derramamientos, a los asesinatos del Coliseo. A los días del gladiador, quien vivía y moría por el placer de su emperador. A los días en los que la sangre se derramaba, los cuerpos se troceaban, cuando las vidas se despilfarraban por una breve ronda de aplausos. ¡El mayor espectáculo de esta tierra! ¿Debemos intentar recuperar parte de esa gloria? ¿Debemos celebrar el ritual de la muerte una vez más? ¿Comenzamos?

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