Zombie Planet (31 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Sintió al cerebro intentando darse la vuelta en el frasco.

Hay un trecho terrible de aquí a allí. ¿De verdad esperas que haga lo mejor por toda la gente que encuentre a su paso? ¡Él mutila sus cuerpos!

—Eso es cierto. Pero ¿quién ha levantado una mezquita sin derribar casuchas para tener espacio? Si me das un buen argumento, si me das algún argumento, yo misma, y sí, a todos sus seguidores, me sacrificaría alegremente para destruirlo. Pero no lo has hecho. En cambio has decidido contaminar mi mente con sugerencias posthipnóticas. ¿Por qué debería mostrarte lealtad cuando tú intentas tomarla a la fuerza?

El cerebro estuvo callado durante un buen rato.

Te has ablandado.

Ayaan gruñó asqueada.

Por nuestros ancestros. Realmente te has creído las tonterías que suelta ese pajillero, ¿verdad? Te has convertido. Hice que nuestro Semyon mintiera por ti cuando no era necesario. Te han lavado el cerebro.

—Ten cuidado con lo que insinúas —le dijo Ayaan—. Resulta que soy especialista en poner a los muertos a descansar. No he matado nunca a un fantasma, pero estoy dispuesta a aprender.

Si fuera así de fácil.

Ayaan se alejó enfadada de él, aunque sólo fueran unos pasos. Estaba sola, sola en medio de toda aquella monstruosidad. Estaba enredada en secretos, mentiras y planes en los que no había participado. No podía permitirse dejar de lado nada.

—¿Y tú? —preguntó, mirando fijamente a Nilla—. ¿Qué papel tienes en todo esto?

La
lich
rubia se volvió para mirar el sol.

—Ya te lo he dicho. No soy nadie. Eso es lo que me hace especial.

Ayaan negó con la cabeza y se dejó caer sobre la arena. Contempló el agua mientras rompía en ondas de espuma blanca. El sol se había movido visiblemente en el cielo para cuando se dio cuenta de que había algo agitándose en las olas, algo amarillo, y rojo y negro y con un poco de plata en un extremo y palos blancos sobresaliendo por los lados.

Sus extremidades se estiraron y luego cayeron, hundiéndose en la arena. Retrocedió, el agua salía de sus orificios y grietas y huecos y ranuras. En su día había sido humano. Ahora parecía un pollo cortado en cuartos. El trozo de plata resultó ser un casco atado a su cabeza. Se le había bajado hasta cubrirle uno de los ojos; el otro estaba vacío y en carne viva, como si se lo hubieran roído. Se le habían despegado largos fragmentos de piel en el agua, a la par que la sal le había dejado los huesos que estaban a la vista bastante limpios. Era la cosa más horrible que Ayaan había visto.

—Ahora ¿qué? —preguntó ella.

El cerebro contestó.

Es uno de los soldados de a pie de Amanita. Si ha venido aquí, sólo puede significar una cosa. Ella debe de estar muerta.

Capítulo 3

De vuelta en Governors Island, los vivos se pusieron ante Dekalb, uno detrás de otro. Él se hundió más y más en la silla de jardín que le habían puesto, pero a los supervivientes no pareció importarles. Uno a uno se acercaron y les puso las manos en los hombros, y cuando se fueron respiraban mejor y sus pieles parecían limpias.

No pareció sorprender a nadie que Dekalb pudiera curarlos. Había sido magia
lich
la que había infectado sus cosechas, sus edificios, sus cuerpos. Por supuesto que la magia
lich
podía eliminar la plaga. Sarah se preguntó si también esperaban que su padre limpiara el mildéu de los edificios. ¿Querían que fuera por los campos del centro de la isla y curase cada hebra de trigo de invierno?

—Me está entrando hambre —dijo él cuando Sarah detuvo momentáneamente la cola. Se había deslizado tanto en la silla que los brazos le tocaban el suelo, como huesos para tirar. La cabeza le daba vueltas sobre el pecho—. Pero no te preocupes, calabaza, todo esto habrá acabado dentro de poco. Luego podemos ir a buscar una casa para ti.

Sarah se puso de pie y miró a los que ya habían sido curados. Estaban reunidos en un corro que reía y gastaba bromas, con las manos en las rodillas, con las bocas abiertas y humedecidas, como si estuvieran haciendo prácticas de estar sanos otra vez.

—Eh, vosotros —dijo Sarah—. ¿Me podéis echar una mano? Necesita comida. Carne, si tenéis un poco.

—No voy a desperdiciar mi tiempo cazando larvas para un puto necrófago —repuso un hombre con barba—. No después de los años que han estado cazándome a mí.

Sarah suspiró, exasperada, pero su padre la cogió de la muñeca.

—Cariño, no seas dura con ellos. Han perdido mucho. No tienen lo que nosotros tenemos ahora.

Sarah lo dejó con los muertos todavía reunidos en masa a su alrededor, pidiendo su turno con el curandero. Se dirigió a los edificios de almacenes del extremo sur de la isla, allí tendría que haber algo para él. Por el camino tocó la piedra de talco.

—¿Se está comportando? —preguntó ella. Había dejado a Ptolemy a cargo de Gary. La calavera-cangrejo no había hecho un movimiento amenazante desde que la paralizó, pero no había vivido hasta la madura edad de veinte años para comportarse como una estúpida cerca de los muertos.

él tranquilo dentro habla en acertijos y acertijos se sienta habla en tranquilo
, le dijo la momia.

Sarah lo dejó estar. Cruzó el fresco y umbrío interior de Liggett Hall, que dividía la isla en dos, y emergió en los verdes campos que había al otro lado. El extremo sur de la isla se parecía a lo que había sido antes de la Epidemia, una extensa base de la Guardia Costera. Tres muelles daban a Buttermilk Channel, sus nombres procedían del alfabeto naval: Lima, Tango, Yankee. Los antiguos campos de béisbol habían sido convertidos en cultivos, pero las canastas de baloncesto todavía estaban en medio de los pastos verdes, escorándose un poco bajo el sol y el viento.

Para llegar a los almacenes, Sarah tenía que pasar por la más rara de las estructuras de la isla: las instalaciones comerciales al lado del muelle Tango. Había un hotel, una lavandería, e incluso un supermercado con las estanterías vacías desde hacía tanto tiempo que se habían combado. Las máquinas de
vending
, llenas en su día de Pepsi, ahora estaban olvidadas o destrozadas. Lo más raro de todo era la carcasa incendiada de un Burger King, algo de lo que Sarah sólo había oído hablar en las historias que su padre le contaba antes de dormir una década atrás. Los carteles de metal chirriaban mecidos por la brisa nocturna y las viejas luces de neón permanecían muertas y frías. Las suaves y oxidadas siluetas de los coches estaban dispersas por los aparcamientos, ahora asolados de malas hierbas.

Cuando las lámparas de queroseno se encendieron en Nolan Park, en la otra mitad de la isla, le parecieron naturales, normales. En las casas con porches, una pequeña luz titilante era algo bienvenido. En el muelle Tango una llama parecía algo completamente diferente. Parecía que no era correcto en medio de todas esas bombillas rotas y sin electricidad. No era ninguna sorpresa que la gente normalmente no fuera tan lejos: los supervivientes tendían a permanecer en el lado norte excepto para trabajar en los campos de cultivo o cuando necesitaban algo de los suministros generales más allá del muelle Lima. Incluso en esos casos, enviaban a un manso a hacer el trabajo.

Por lo tanto, Sarah se sorprendió un poco cuando vio a Marisol delante del almacén principal. La alcaldesa tenía una pala en la mano y un pequeño hatillo envuelto en una tela blanca sobre el hombro. Sarah se detuvo en seco y no se movió, avergonzada por algún motivo de haber sido descubierta en un sitio tan silencioso.

Se miraron una a otra durante un rato. No fue una mirada particularmente amistosa. A fin de cuentas Marisol había amenazado a Sarah con una ejecución sumaria la última vez que habían hablado. Por su parte, el hatillo de Marisol se distinguía de inmediato desde cerca como un cuerpo humano.

—¿Has venido para ayudarme a enterrar a mi hijo? —preguntó Marisol. Su voz estaba ronca de haber llorado, pero le faltaba la carga emocional.

Sarah buscó su propia voz.

—¿No sobrevivió? —preguntó ella.

—Él no era mágico como tú. La hija de Dekalb vive y mi Jackie muere. No somos más que gente normal, ¿sabes? Él no tenía ningún poder.

Sarah hizo ademán de protestar, de decir que ella no tenía poderes, pero no era cierto. Su padre podría haber salvado al chico. Si no hubiera salido corriendo a Manhattan a curarle su brazo roto, se habría quedado en Governors Island y habría salvado a Jackie. Si él hubiera sabido que tenía aquel poder, si Sarah se lo hubiera dicho, si hubiera roto la promesa que le hizo a Gary y hubiese desvelado el secreto...

Había muchas formas de sentirse culpable, muchas excusas posibles para que Sarah extrajera un sentido moral a la muerte del chico. No dijo nada y esperó que su silencio pareciera solemnidad.

Las dos entraron en el campo de trigo de invierno y despejaron un estrecho espacio para la tumba. Los isleños enterraban a sus muertos en los campos por una mera cuestión práctica. Los cadáveres devolvían ciertos nutrientes a la tierra. Si los cadáveres estaban a suficiente profundidad, los riesgos para la salud eran mínimos.

Marisol cavó y Sarah sacó y trasladó la tierra del agujero. Era un trabajo horrible y agotador, y ninguna había llevado agua ni comida. La sudadera de Sarah se convirtió en un harapo sucio casi al instante. Se le metió la tierra en los ojos, en la nariz. Le cubrió los labios y se le pegó al pelo. No se quejó ni una vez.

Al principio creyó que sólo estaba siendo amable. Que estaba ayudando a Marisol porque ella se lo había pedido. Supuso que era lo correcto y que ella era una buena persona. Incluso pensó que eso la pondría en buenos términos con Marisol, cuya ayuda probablemente necesitaría en el futuro: se estaba ganando su reconocimiento con su propio sudor. Pero tras la primera hora, cuando comenzaron a arderle los brazos y tenía calambres en las manos y su espalda se convirtió en una barra soldada de calor y dolor por agacharse, después de todo eso, dejó de pensar en sí misma.

Enterrar a Jackie no era una maniobra política o un gesto de disculpa. Era una tarea espantosa que había de ser llevada a cabo, y allí estaba ella cuando llegó el momento. Era una obligación más en una lista de cosas que se habían de hacer.

Cuando el hoyo fue lo bastante profundo, Marisol dejó la pala a un lado. Sarah estiró los brazos y cogió el diminuto cuerpo del chico. Jackie no pesaba casi nada, pero no parecía un cadáver en manos de Sarah. Ella sabía cómo era abrazar a un esqueleto como su padre o a una momia, pero Jackie era diferente.

Su carne estaba fría, pero todavía era suave y flexible. La serpenteante sábana no tapaba su cabeza del todo y le ofreció una vista no deseada. Vio el agujero en medio de la frente.

Sarah sabía para qué era el agujero. En Somalia, durante sus primeros años bajo la tutela de Ayaan, cuando todavía era demasiado pequeña para llevar un arma, a Sarah le habían dado la tarea de higienizar a los muertos. Tenía un pequeño martillo y un cincel para esa tarea, y había aprendido a hacerlo deprisa: los muertos no tardaban mucho en volver, en absoluto. Cuando un soldado caía, se le presentaban los últimos respetos y se lo enviaba a descansar para siempre.

No podía imaginar cómo sería hacerlo con tu propia sangre y carne. Tu único hijo. ¿No querrías, a pesar de toda la sensatez de lo contrario, volver a verlo moverse, ver cómo se abren sus ojos? ¿Acaso no frenaría tu mano eso aunque fuera un momento?

Pero, naturalmente, Marisol era fuerte. Sarah se había dado cuenta en cuanto puso un pie en la isla y observó el crudo futuro al que se enfrentaban los supervivientes. Marisol era fuerte y capaz de tomar decisiones difíciles. Sarah le entregó a la mujer su hijo y observó como lo depositaba cuidadosamente en la tierra plagada de gusanos. Luego Sarah se agachó para ayudar a Marisol a salir de la tumba. Juntas, echaron la tierra sobre el chico, ocultándolo para siempre de la vista.

Marisol no dijo ninguna oración ni hizo una elegía del chico. Su evidente dolor, escrito en las manchas de barro de su cara, era más que elocuente. Sarah se quedó y la observó y se preguntó por qué ella no sentía tanto lo de Ayaan. Quizá era porque todavía no era real para ella. Tras media de hora de estar sentada llorando su pérdida, Marisol se volvió y la miró.

—¿Qué quieres? —preguntó ella.

Sarah comprendió lo que le estaba preguntando. ¿Por qué había ido a Governors Island, y que costaría que se fuera?

—No te voy a engañar. Estoy haciendo un peligroso viaje y no está saliendo nada bueno de él. Originalmente era una misión de rescate. Ahora busco venganza.

Marisol sonrió, una sonrisa silenciosa y forzada.

—Jack me instruyó sobre la venganza. Decía que era la única forma de suicidio aceptada por la Iglesia.

Sarah se encogió de hombros.

—Vale, tal vez «venganza» no es la palabra adecuada. Solíamos llamarlo «higienización». La mujer que me crió está muerta. No muerta. Mi última obligación para con ella es ponerle una bala en la cabeza. —Ella bajó la vista hasta la reciente tumba. Ésa había sido la última obligación de Marisol para con su hijo. Era lo mismo. Quería decírselo, pero sabía que las palabras profanarían la muerte de Jackie—. Necesito armas, y necesito soldados. No obstante, lo que ahora mismo necesito es un poco de carne para alimentar a mi padre.

Su padre, ¿acaso no sería su obligación higienizarlo a él también?

No. Sarah no volvería a pensar en eso nunca más. Ayaan le había dicho centenares de veces qué quería que se hiciera si alguna vez se convertía en un muerto viviente. Le había dejado instrucciones concretas. Ayaan quería ser higienizada. Su padre parecía desear seguir adelante.

Se negó a explorar más a fondo ese pensamiento.

Marisol la ayudó a encontrar lo que necesitaba en las tiendas principales. Una bolsa grande de cortezas de cerdo que garantizaba que su contenido no se estropearía en siglos. Lo llevaron al norte, a la mitad de la isla donde ya estaban haciendo una hoguera, donde las luces se estaban encendiendo en las casas y el sonido de alegres violines y guitarras acústicas flotaba en el aire como si la música se hubiera enredado en las ramas de los árboles. Encontraron a Dekalb desplomado sobre las rodillas, todavía sentado en su silla de jardín, mientras que a su alrededor los vivos se disponían a preparar la cena comunitaria. El
lich
cogió las cortezas de cerdo de las manos de su hija e intentó abrir la bolsa, pero carecía de fuerza. Sarah lo hizo por él. Mientras le entregaba la bolsa a su padre, miró a Marisol y ésta le devolvió la mirada. Era mucho más cómodo el silencio que reinaba entre ellas de lo que era antes.

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