—Esto va a ser un poco sucio —le advirtió Erasmus. Ella no se movió. Fuera lo que fuese lo que estaba a punto de suceder, quería estar al lado de la mujer. Era una tarea tétrica, pero Ayaan no sabía de nadie más que pudiera estar allí para sujetar la mano de la mujer muerta, al menos metafóricamente.
Erasmus degolló a la cabra con su garra. Sujetó al animal por el cuello con firmeza mientras se retorcía y ponía los ojos en blanco, y luego lo levantó para que la sangre, que caía como de un globo de agua pinchado, salpicara el pecho de la mujer quemada. Un cuarto largo de la sangre fue directamente al agujero de su corazón.
Cuando la cabra dejó de sangrar, Erasmus la depositó con delicadeza en las cenizas del suelo. Lentamente, la cabra levantó la cabeza, sus ojos eran de un color más oscuro que antes. Se puso en pie sobre patas temblorosas y comenzó a caminar por el silo en busca de carne. Se volvió para mirar a Patience. Ayaan le voló el cerebro con su energía oscura y la cabra se tumbó de nuevo, esta vez para siempre.
—¿Qué se supone que vamos a conseguir con esto exactamente? —preguntó ella.
—La traeremos de vuelta, por supuesto. —Erasmus chupó la sangre que manchaba su garra peluda—. Los viejos, los primeros, son superfuertes. Puedes volarlos en pedazos, incendiarlos…, da igual, siempre pueden volver. No es fácil, y me han dicho que es increíblemente doloroso, pero con tiempo y sangre se puede hacer. No debería de llevar más de un par de meses. Naturalmente, será necesario rehidratar sus células, y eso es un montón de tejido muy dañado que recuperar, pero…
La cara de la mujer se hinchó y se puso pálida en un abrir y cerrar de ojos. Se incorporó y jadeó para inhalar, luego gritó, dolorida y furiosa. Sus brazos se levantaron, totalmente formados a pesar de que seguían negros de hollín, y se llevó las manos a las mejillas, la frente, los ojos. Miró a Ayaan, luego a Erasmus, y por último bajó la vista hacia su propio cuerpo desnudo. Después, desapareció por completo.
Ayaan quería frotarse los ojos, quería parpadear para quitarse lo que fuera que le estaba distorsionando la vista. Pero no, era cierto. La mujer quemada había revivido y luego desaparecido.
El espectro de verde entró dando patadas en el silo.
—¡Erasmus! —gritó—. ¿Dónde está?
El
lich
peludo sólo pudo levantar el brazo para replicar. A Ayaan le hubiera gustado sonreír al verlos a ambos impotentes. Cerró los ojos y escuchó.
Allí estaba. Ruidos de rozamiento, luego el ritmo acelerado de unos golpes metálicos. Algo no era normal en esos ruidos. Era menos como algo que oía y más como algo que imaginaba, o como si lo estuviera escuchando otra persona en otro sitio, no ella. Ayaan abrió los ojos. Una escalera, justo enfrente, conducía a la parte superior del silo. Levantó la vista y divisó una escotilla oxidada cerrada en la bóveda. Suspirando, Ayaan cerró sus débiles manos en un travesaño de la escalera y se impulsó hacia arriba. Sus extremidades no muertas protestaron de inmediato. Se sentía como si estuviera resbalando, como si fuera a caer de espaldas sobre la tierra apisonada del suelo del silo, pero de todos modos se agarró al siguiente travesaño. Uno tras otro uno tras otro uno tras otro. Cada tanto se paraba, enganchaba los brazos a los travesaños y escuchaba de nuevo, pero no oyó nada más.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó el espectro de verde, asomando sólo su cabeza encapuchada al silo. Ayaan lo ignoró y siguió escalando.
En lo alto, una delgada veta de metal, de unas cuatro pulgadas de ancho, recorría la base de la bóveda. La escotilla que había visto desde abajo estaba justo en lo alto de la escalera, montada sobre esa fina repisa. Ayaan cogió el mango que abría la escotilla y tiró con fuerza, utilizando todo su peso. Con un horrible rugido que sonó como si todo el silo fuera a colapsar a su alrededor, la escotilla se abrió, chirriando, y se coló un chorro de resplandeciente luz en el interior de la bóveda metálica.
La mujer rubia apareció allí como si hubiera salido de la luz. Estaba precariamente agarrada a la fina repisa, su piel pálida reflejaba la luz del sol, su pelo brillaba en un halo irregular alrededor de su rostro. Tenía la marca de un mordisco en el hombro, el único signo de violencia en ella, y un tatuaje negro de un sol radiante en la barriga. No obstante, su brillante silueta se duplicaba por el aura, un aullante vacío de energía oscura más vibrante y a la vez más tenue que ningún otro que Ayaan hubiera visto nunca.
—¿Eres un
lich
bueno o un
lich
malo? —preguntó la aparición, y Ayaan sólo fue capaz de ponerse de cuclillas en la escotilla del silo con la boca abierta, preguntándose qué estaba sucediendo. La mujer se inclinó hacia delante y cogió las manos de Ayaan.
—¿Quién eres? —preguntó finalmente Ayaan.
—¿Quién no soy? —contestó la mujer rubia con una sonrisa triste—. En su día me llamé Julie, pero no recuerdo mucho de ella. Ahora me llamo a mí misma Nilla. —Se encogió de hombros—. Me han llamado cosas peores.
Ayaan decidió dejar de lado esa línea de interrogatorio.
—¿Qué te sucedió?
Nilla apartó la mirada un momento, como si estuviera intentando hacer memoria.
—Me quemaron hasta matarme… Supongo que no funcionó. —Se encogió de hombros de nuevo. Ayaan pensó que algo no le funcionaba, algo psicológico. Aunque supuso que el hecho de que un mago se hubiera comido su corazón y la hubieran quemado viva le daba motivos para tener un cierto bagaje psicológico.
—Me dirigía a Nueva York, quería ver a Mael. Estábamos preparando el gran plan. Me paraba donde podía, en cualquier sitio que la gente me aceptara, vivos o muertos. Los ayudaba, si podía, si sentía que se lo merecían. —Abrió los ojos de par en par—. Nunca fui muy buena juzgando personalidades. Un montón de gente intentó matarme, estaba acostumbrada. Aunque nadie había intentando devorarme antes. ¿Sabes lo que es ver cómo te extirpan el corazón? Por suerte, estando muerta, no importa. A fin de cuentas no necesitaba mi corazón. Lo mismo podría haberme sacado el apéndice.
Desde el suelo del silo Erasmus les gritó:
—Señorita, no queremos hacerle daño —insistió él—. Queremos honrarla.
—Él cree que eso es cierto —le dijo Nilla a Ayaan—. Supongo que deberíamos bajar.
—Espera —la detuvo Ayaan, y cogió a la mujer del hombro—. Tengo muchas preguntas más.
Nilla sonrió de nuevo, esa triste, incluso demoledora, sonrisa.
—Nunca he sido muy buena con las preguntas. Primero debes tener unas cuantas buenas respuestas antes de ser buena con las preguntas. —Bajó la vista hasta su mano y luego la puso boca arriba. Tenía una pequeña gota plateada. Por su aspecto podría haber sido una joya en el pasado, pero el fuego la había fundido.
—Coge esto —dijo Nilla con un suave susurro—. Solía llevarlo en la nariz.
Ayaan casi lo dejó caer.
—Así no —la regañó Nilla. Se tocó la aleta de la nariz y le mostró a Ayaan donde estaba perforada—. Era un pendiente. Sarah lo querrá.
Ayaan abrió la boca para hablar, pero Nilla ya estaba bajando por la escalera. Esta vez permaneció visible. Abajo, Erasmus esperaba con una manta tejida a mano que probablemente había encontrado en la granja. Nilla se envolvió en ella agradecida. Cuando el espectro de verde le hizo una reverencia, ella le devolvió el gesto.
—Nuestro señor espera —dijo el
lich
de la túnica verde—. Él es el...
—Lo sé todo sobre vuestro Zarevich y lo que quiere. Mael Mag Och y yo hablamos de él a menudo. Vamos a hacer realidad sus sueños, ¿os parece?
Ayaan encabezó el camino de vuelta al todoterreno. Mientras Erasmus bailoteaba alrededor de su nueva amiga, parloteando como un cachorro contento, ella sonreía y reía y parecía verdaderamente emocionada por lo que les aguardaba. Sólo cuando vio los cadáveres sin manos ni labios pareció fruncir el ceño, y aun así fue un breve instante. Ayaan supuso que fue la única que se dio cuenta.
Sarah se inclinó hacia delante y vomitó todo lo que tenía en las entrañas. Las manos que tenía bajo las axilas la mantenían perfectamente firme mientras su cuerpo se destruía a sí mismo sin cesar; sus pulmones y su estómago expulsaban sus contenidos sobre un bordillo de adoquines. Observó el conglomerado que había entre las piezas del pavimento, las observó con una intensidad que no podría haber invocado en condiciones normales, hasta que aparecieron destellos en su vista. Con una tos bronca, abrió su organismo y vomitó más porquería.
La mucosidad que rodaba por su cara y las lágrimas en sus ojos estaban llenas de puntos negros. Le latía la nariz y le chorreaba un tufo podrido, un olor asqueroso y terroso.
Había más, más porquería extraña en las partes huecas de su interior, pero carecía de la fuerza para mantenerse en pie. Se dejó caer sobre los brazos que la levantaron llevándola hacia la luz. Alguien le limpió la cara con un trapo áspero y otra persona le echó agua por la frente y los ojos.
—Venga, calabaza, sólo un poco más —dijo su padre, y Sarah volvió la cara a un lado, hacia los dedos huesudos—. Sólo abre la boca, sólo un poco más.
No hubiera podido hacerlo sola. Algo más se movió lentamente en su interior, algo frío, y empujó. Un denso lodo de una asquerosidad negra y amarilla salió de entre sus labios. Luego se durmió.
Ptolemy hacía guardia, agazapado en lo alto de un muro de ladrillos. Cuando ella se despertó, una luz de color vino tiñó sus vendas y se reflejó en su cara pintada. Al volverse para mirarla, vio manchas blancas en la máscara mortuoria. También se le había caído parte de la tela, probablemente devorada por los hongos. Parecía más pequeño, como si hubiera perdido peso. Se preguntó qué aspecto tendría debajo de las vendas.
De repente se acordó de su brazo, la fractura abierta, el sangriento destrozo que tenía por brazo derecho. Lo levantó y lo examinó. Tenía oscuros moratones alrededor del codo y le subió un pinchazo de dolor hasta el hombro cuando intentó cerrar la mano. Pero la piel estaba intacta y podía doblar el brazo sin dificultad.
Esa herida tendría que haberla matado. Cualquiera de sus heridas tendría que haberla matado, incluso la que se hizo cuando se cayó y se abrió la barbilla. Cuando la Epidemia estalló, cuando los cuerpos de los muertos atestaban las calles de las ciudades y los países de la Tierra, todos los microbios y virus habían multiplicado espectacularmente su población. El mundo estaba lleno de minúsculas cosas terriblemente infecciosas que sólo esperaban a que te hicieras un rasguño. Había vivido la mayor parte de su vida con un miedo mortal a las picaduras de abeja, pinchazos de espinas o cualquier otra cosa que pudiera traspasar su piel; cualquiera de ellas podría haber supuesto la muerte. Ahora la habían hecho trizas y la habían recompuesto. Pero allí estaba. No se sentía de maravilla, ni de lejos, pero estaba segura de que no iba a morir.
Al sentarse tosió ruidosamente, pero sin resultado. Vio que estaba envuelta en gruesas mantas que sólo estaban un poco deshilachadas por los bordes; ¿pertenecerían a una de las casas de los alrededores? Miró en derredor y vio que estaba en una especie de patio. Las hojas muertas se acumulaban en las esquinas y había una fuente sin agua en el centro, un enorme bol de hormigón decorado con ninfas y cupidos y delfines. Sobre una tela al lado de la fuente había una espada, una soga y un trozo de cuero. Las reliquias, recordó. Las reliquias de los celtas, fueran quienes fuesen.
Ptolemy bajó de un salto de donde estaba y le ofreció la mano. Mientras se esforzaba en ponerse en pie, buscó en sus bolsillos y allí encontró la pistola, con el cargador totalmente vacío. Tocó el escarabajo de piedra de talco.
yo muerto pensé envié tú yo pensé a mi muerte
—le dijo él. Sonaba avergonzado—.
pero era estrategia era sólo estrategia.
—Vale —dijo ella—. Bueno. No vuelvas a dudar de mí. —La culpabilidad la golpeó con fuerza, pero mantuvo el rostro sereno.
Él hizo una reverencia galante. A su espalda, Gary subía por una pared con sus seis patas de hueso. Podría haber hablado con él si hubiera querido, todavía tenía su diente en el bolsillo, pero se acordó de lo que había pasado la vez anterior y no se atrevió. Su padre llegó un rato más tarde, forzado a coger el camino más largo. Apareció por una puerta que había en la casa de detrás del patio.
—Oh, cariño, tienes mucho mejor aspecto —dijo él, poniéndole una mano atrofiada en la mejilla. Sarah cerró los ojos y sonrió. Era tan bueno estar de nuevo con él, hacer que estuviera vivo. Se negó a cuestionarse ese sentimiento.
—Me has salvado, me has curado —dijo ella, sintiéndose como un bebé, sintiendo que su padre era el hombre más fuerte del mundo—. Me acerqué demasiado a la reina de los hongos. Se supone que eso es mortal.
Dekalb le pasó un brazo sobre los hombros y la condujo al interior de la casa. Los muebles de dentro, las instalaciones de las habitaciones, no tenían sentido para ella. Atravesaron la puerta principal y salieron a una calle tomada por los árboles.
—No sabía que estaba dentro de mí —dijo él—. Tu, mmm, amigo egipcio vino a buscarme. Dijo que te estabas muriendo y que yo era el único que podía detenerlo. No sabía de qué estaba hablando, pero cuando te vi tan azul y tan quieta no pude evitarlo, te cogí y te abracé y de repente empezaste a toser. Supongo que hice algo. Aunque después me dejó exhausto. Sólo quería volver a mi torre.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Sarah. De repente el miedo floreció en su interior, frío y sudoroso—. ¿Qué pasó con la que disparé, la... la
lich
a la que disparé?
Ptolemy levantó un brazo y señaló calle abajo. Sarah vio el edificio en el que se había refugiado. Un lado entero de la fachada se había derrumbado sobre la calle. En las entrañas al aire libre del edificio vio una maraña de varillas que sobresalían de un muro de contención. Una figura humana había sido empalada en media docena de ellas: obra claramente de alguien con una fuerza sobrehumana. Ella miró a Ptolemy, y la momia hizo una reverencia.
La mujer empalada no se parecía en absoluto al demonio apestado. Era baja, casi tan baja como Sarah y su piel apenas estaba manchada de hongos. Le faltaba la cabeza. Sarah miró más abajo y la vio a los pies de la mujer, chamuscada y de color gris brillante. Estaba sobre los restos de una fogata.
—La quemó durante seis horas seguidas —le explicó su padre—. Eso debería bastar. No era como Gary. Al menos estoy bastante seguro.