De vuelta en el hospital, el hombre tatuado sonrió y le ofreció la mano, y el chico se levantó de su cama, los cables, los tubos y las agujas caían de su cuerpo como las hojas caen de un árbol en otoño. Se sentía como si estuviera flotando, como si lo hubiera levantado la gloria pura.
—Mírate, muchacho, eres más de lo que eras. Te has convertido en un noble, ¿o no? Ahora perteneces a la realeza, una de las tres criaturas en este mundo a las que les queda poder o fuerza. Eres el Príncipe de los Muertos, ¿o no?
En ruso la palabra era «zarevich».
—Entonces me enseñó cómo controlar e instruir a los muertos. Me enseñó cuáles eran mis poderes, y cuáles eran los suyos. Y por qué tenemos poderes en primer lugar. Para barrer a los humanos de la faz de la Tierra, dijo él. Comenzó a explicarme quién autorizaba tal plan, y por qué debía ser así. Y después se marchó.
El benefactor había desaparecido a media frase, a media instrucción. El Zarevich debía ponerse en marcha y matar a todo ser humano vivo que pudiera encontrar, eso era todo lo que sabía. El benefactor nunca le había explicado qué se suponía que conseguiría con esto. Sin advertencia alguna, sin acabar su formación, el hombre tatuado había desaparecido sin más.
—Sólo más adelante, mucho más adelante, lo supe. Fue comido, sí, devorado por uno como yo. Uno como Nilla, tú también. Uno que se llamaba Gary.
Ayaan descruzó las piernas. Cruzó los brazos sobre el pecho.
—Sí, sí —dijo el chico. Todos los ojos de la habitación se volvieron hacia ella—. Ahora lo sabes. Por qué no te odio, para empezar. Por qué buscaba a nuestro amigo el fantasma. —Señaló el cerebro en el frasco. Ayaan no miró—. Ése es él, lo he buscado durante doce años para averiguar el resto de órdenes. Ponte en marcha y mata... ¿y luego qué? Ahora cambia de discurso, por supuesto. Ahora me dice que su misión sagrada ha sido cancelada. No sé qué hacer. —El chico sonrió—. Es una broma, claro. Sé exactamente qué hacer. Debo curarme. Tengo que hacerme entero de nuevo.
Ayaan frunció el ceño. Inspeccionó la habitación y se fijó en Nilla, cuyo rostro era la máscara de la más absoluta atención.
—Ahora debéis ver esto. No es bonito, y lo lamento, pero debéis hacerlo. Yo seguí creciendo, ¿entendéis?, incluso después de que el coche me atropellara. Mi pequeño cuerpo siguió creciendo, pero tumbado en una cama no podía crecer como era debido. Estuve postrado siete años hasta que estalló la Epidemia e inició el proceso de curación en mí. Durante siete años crecí mal.
El chico desapareció sin un simple parpadeo de luz. El trono, que en su día había sido un coche en la atracción de mad-o-rama, se dio la vuelta en un círculo de suelo giratorio. Dentro se podía ver a Cicatrix, con sus extremidades entrelazadas a las del Zarevich, el verdadero Zarevich. Cicatrix no llevaba más que unas bragas. El Zarevich estaba chupando un corte en su muslo, chupando su sangre.
Sin embargo, no fue el vampirismo lo que hizo a Ayaan y a Nilla revolverse en sus asientos. Fue el chico. Tenía el cráneo en forma de berenjena, mucho más ancho por la coronilla que en la barbilla. Sólo tenía un mechón de pelo descentrado en lo alto de la cabeza. Su cara estaba deformada, estirada en una alargada parodia de un rostro humano. Un ojo estaba permanente cerrado por una capa de piel, el otro sobresalía tanto de su cabeza que parecía que fuera a caerse. Su boca tenía tres o cuatro dientes creciendo en ángulos al azar; cuando se apartó del muslo de Cicatrix, de su labio inferior, que no cerraba bien del todo, babeó una mezcla de sangre y saliva.
No podían ver gran parte de su cuerpo, que estaba oculto tras la sinuosa figura de Cicatrix. No obstante, Ayaan se percató de que sus brazos eran de medidas diferentes y que sólo uno acababa en una mano: el otro era una masa parecida a un calamar de dedos fundidos creciendo en ángulos anormales. Su pecho se había hundido en un lado y su pelvis parecía unirse a los huesos incorrectos.
—No puede ingerir sólidos —dijo Cicatrix, rompiendo el silencio que había ocupado la habitación como algo denso, como si el aire hubiera sido sustituido por cristal compacto—. Su cuerpo ya no funciona. Así que sólo puede beber sangre. Mi sangre. Yo como todo el azúcar y los dulces que quiero y él me los quita, así permanezco delgada. Es un buen acuerdo.
Ella soltó una risotada y el monstruo del trono sonrió. Su lengua se retorció dentro de su boca formando palabras. Su voz estaba cambiada, pero era reconocible como la misma voz que había contado la historia.
—Ahora voy a la Fuente. Todas las piezas están su sitio. Pronto, ya no tendré este cuerpo. ¡Pronto volveré a ser un chico de verdad!
Las manos de Ayaan estaban aferrándose al aire antes de que se percatara de qué estaba haciendo. Estaba atrayendo energía hacia sí, reuniendo poder para una descarga mortal que los destruiría a los dos y probablemente también haría trizas el trono. Podía hacerlo, nada se lo impedía.
Sin embargo, no había sido su propia decisión reunir esa energía. Tal vez, se dijo a sí misma, su subconsciente estaba tan asqueado por la visión del Zarevich que sólo quería destruirlo, acabar con su sufrimiento y el de todo el mundo.
O quizá Semyon Iurevich le había puesto esa idea en la cabeza.
¿Acaso importa?
—Las palabras resonaron en su cráneo como el aire frío que emana del paso de un tren de carga.
Éste era el trato. Desde el principio, ésta era la forma en la que jugábamos la partida. Has hecho un actuación maravillosa, muchacha. Lo has hecho tan bien que incluso yo he empezado a creérmelo. Sinceramente, había comenzado a creer que te habías puesto de su lado.
Ella no se dio la vuelta para mirar el cerebro en el frasco. En cambio, miró a Semyon Iurevich. Sus ojos siguieron los de ella.
Destrúyelo. Hazlo ahora.
Podía haber sido cualquiera de los dos.
—No —dijo ella en voz alta, y cruzó las manos sobre su regazo.
Todo el mundo la estaba mirando. Lo encontró relativamente molesto.
—¿Por qué has dicho que «no»? —preguntó el Zarevich. Su voz sonaba como una cascada de melocotones podridos cayendo de una caja oxidada. Cicatrix tenía una expresión de profunda preocupación en la cara. ¿Lo comprendía? ¿Se había dado cuenta de que todo aquello era una trampa?
La voz del cerebro sin cuerpo protestaba furiosa y maldecía dentro de la cabeza de Ayaan, pero ella se negó a moverse.
Cómo te atreves, ¡te he dado una orden! Harás lo que te diga, y lo harás ahora, muchacha, porque hay muchísimas más repercusiones de las que crees. Yo...
Luego nada. La voz había desaparecido de su cabeza.
«¿Tú harás qué?», preguntó ella para sus adentros. No hubo respuesta. La voz había desaparecido tal y como había llegado, sin advertencia. Se volvió y miró al cerebro. Naturalmente, no se movió. Su energía no había cambiado. ¿Por qué se había parado a media frase?
Antes de que pudiera comenzar a planteárselo, la derribaron del asiento. Semyon Iurevich se había abalanzado sobre ella con un estilete en la mano, gruñendo sediento de muerte. Ella rodó por el suelo y se levantó en una posición de cuclillas, con las piernas rígidas, sólo para darse cuenta de que no estaba intentando matarla a ella. Iba a por el Zarevich.
El plan de la voz había fallado: su asesina programada se había negado a matar en el momento preciso. Así que había optado por un plan de contingencia. Sacrificaría su propia vida para asesinar al Zarevich. Por desgracia, había un problema en este razonamiento. Como todos los
liches
, como todas las cosas no muertas, sus destrezas motrices eran bastante malas.
El arma que empuñaba era poco más que una barra de metal aguzada. Una de las armas más rudimentarias imaginables. Probablemente tenía la intención de clavarla en el ojo del Zarevich, pero su mano cedió y la hundió en el cuello de Cicatrix. De la herida empezó a manar brillante sangre roja, que salpicó la bata de Semyon Iurevich y se acumuló en el regazo deforme del Zarevich. El
lich
hipnotizador intentó sacar el pincho para un segundo ataque, pero el espectro de verde fue hasta el centro de la habitación, extendió una mano y el asesino en potencia se convirtió en una masa sin voluntad.
Las luces destellaron: Erasmus las había encendido. Los rincones oscuros del mad-o-rama fueron apuñalados por focos que dejaron a la vista cada mota de polvo y cada capa de vieja pintura negra.
—Que me traigan —exclamó Cicatrix con voz alta y crispada por el
shock
—, que me traigan el equipo de emergencia. ¡Se me prometió que yo viviría para siempre! —Sonaba como un gato maullando mientras su sangre corría por el suelo. Erasmus arrastró el cuerpo inmóvil de Semyon Iurevich mientras Ayaan bajaba a Cicatrix del trono. Intentó presionar sobre la herida, pero el pincho había arrancado la mitad de la yugular de Cicatrix. No importaba que el Zarevich ya se hubiera bebido la cantidad suficiente de su sangre para dejarla anémica y débil como un gatito.
—Es una buena vida, quiero más —suplicó la mujer de las cicatrices, pero no había nada que Ayaan pudiera hacer. Evidentemente le habían prometido la vida eterna como
lich
. En cambio, en unos minutos moriría y despertaría como una necrófaga.
Ayaan levantó la vista hasta el Zarevich, que literalmente sacaba espuma por la boca de la excitación.
—¿Qué quieres que haga? —le preguntó.
El único ojo se volvió hacia ella, pero el Príncipe de los Muertos no dijo nada.
—Maldito seas —dijo Ayaan. Cicatrix había perdido la conciencia y apenas respiraba—. No hay tiempo para convertirla en un
lich
, aunque yo creo que debe hacerse. Pero puedo evitar que vuelva.
El Zarevich se chupó el labio inferior y se estremeció en su trono. ¿Era un gesto afirmativo, se encogía de hombros o era un espasmo involuntario?
Ayaan frunció el ceño y acumuló poder en sus manos. Se inclinó hacia delante y cerró los ojos de Cicatrix. De un modo muy perverso, la mujer viva había sido su amiga más cercana en el campamento de
liches
. Besó la cabeza afeitada y dijo una pequeña oración por la salvación de Cicatrix, suplicándole a Alá que viera más allá de la decadencia de la mujer y su confraternización con monstruos.
Después Ayaan levantó las manos y descargó la energía sobre la cabeza de Cicatrix hasta que la piel, los músculos y el tejido graso se fundieron y la calavera se puso amarilla. Siguió hasta que el hueso se chamuscó y el vapor salió por las cuencas oculares de Cicatrix.
Durante un buen rato, mientras se cernía sobre la mujer muerta, Ayaan sólo podía pensar en Dekalb. Al final de su vida ella le había ofrecido este mismo servicio. Él lo había rechazado, y Ayaan sencillamente se había marchado. Siempre lo había lamentado, dejar a un héroe de esa talla convertirse en otro vagabundo descerebrado que caminara arrastrando los pies. Quizá esta ocasión compensaba un poco su fallo anterior.
Finalmente se puso en pie y se colocó bien el pelo. Se sentía exhausta. Tenía hambre y se preguntó si quedaría alguna de las cabras de Pensilvania. Le subió una oleada de bilis por la garganta; acababa de hervirle los sesos a una amiga, había convertido los ojos de Cicatrix en natillas líquidas. No debería estar pensando en comida ni de lejos. Pero era una cosa muerta y sabía que el hambre nunca pararía.
—Por aquí —dijo el Zarevich. Ayaan levantó la vista, sorprendida, esperando verse rodeada de necrófagos sin manos. Sin embargo, el
lich
ruso se dirigía al espectro de verde, que cogió los tobillos rosados de Cicatrix con sus manos esqueléticas. Se la llevó a rastras de la habitación sin más ceremonia.
Ayaan se volvió para mirar cara a cara a la momia que sujetaba el cerebro, luego a Nilla, que sólo parecía triste. Miró de nuevo al Zarevich.
—Los llevaré a un sitio seguro —anunció ella—. Podría haber otro ataque. Mi recomendación es encontrar otro escondite para ti.
Resultó que al final el Zarevich sí era capaz de asentir.
Ayaan condujo su pequeña procesión fuera del mad-o-rama hacia el paseo marítimo, los tablones plateados de madera reverberaban como tambores bajo sus botas. Antes de que hubieran dado cien pasos, el cerebro le habló de nuevo.
Cojones
—blasfemó—.
Te puedo asegurar que no tendrás una oportunidad como ésa otra vez. ¡Podríamos haberlo matado! ¡Masacrarlo en la silla! De ahora en adelante estará a la espera de un ataque. Tomará precauciones, quizá se esconda donde nadie pueda encontrarlo. Y es todo por tu culpa.
Ayaan miró a Nilla. La
lich
rubia se apartó el pelo de los ojos con una mano, pero la brisa marina seguía empujando sus rizos sobre su frente.
El cerebro petardeó en el cerebro de Ayaan.
No te preocupes por ella, ella y yo somos viejos amigos del pasado. Puedes hablar libremente. Ahora dime, muchacha, ¿te falta el valor? Cuando llega el momento crucial, ¿pierdes la serenidad? ¿Dime en qué putos demonios estabas pensando?
Ayaan se dirigió al cerebro directamente, inclinándose sobre las manos de la momia para acercarse más.
—Estaba pensando que no confío en ti.
¡Ja! ¿No confías en mí?
—Tampoco confío en el Zarevich, si es eso lo que piensas. Él me convirtió en un monstruo y nunca lo perdonaré. Pero ¿qué importancia tienen mis sentimientos en todo esto? Él es el único que puede reconstruir este triste mundo desolado. Él es el único que tiene el poder.
La fuerza nunca debe estar concentrada en las manos de un solo hombre. Siempre debe estar templada por la sabiduría de aquellos que lo precedieron.
Sonaba como si recitara las sagradas escrituras. Ayaan lo ignoró.
—Me dijiste que tenía que ser destruido, que tenía un plan maligno definitivo en mente. Ahora el gran secreto ha sido revelado: ¡sólo quiere curar su cuerpo maltrecho! ¿Debo matar a un hombre lisiado porque desea estar completo?
El poder de la Fuente puede hacer cualquier cosa. Puede reconstruir su cuerpo, cierto, pero sumado a su nivel de control no quedaría mucho que no pudiera hacer. Podría acabar con todas las formas de vida de este planeta, muchacha, si quisiera. Provocar destrucción gratuita, vencer a todos los que lo precedieron. Podría gobernar el mundo a golpe de fuego.
—Necesita tener poder en sus manos si ha de hacer algo valioso —dijo Ayaan con el ceño fruncido. ¿Por qué no podía hacer que el cerebro lo entendiera? La humanidad necesitaba un líder. Necesitaba un líder que pudiera hacer milagros.