Zombie Planet (23 page)

Read Zombie Planet Online

Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

—Yo… yo digo —dijo Sarah, y tosió de nuevo, tosió y tosió, una larga y asmática serie de tosidos que le produjeron una flema oscura—. Yo digo…

Un deslumbrante fogonazo de luz cayó en picado sobre la acera y golpeó la cara del necrófago con un puño vendado. La mandíbula del hombre muerto se hizo pedazos y su cerebro seco salió volando de su cabeza destrozada. El cuerpo del necrófago se derrumbó y Sarah se vio libre. La cara pintada de Ptolemy se volvió para mirarla.

—Gracias —dijo ella, levantado su Makarov de la acera partida por las raíces. La momia no la siguió y Sarah se dio cuenta de que quería más. Quería una orden—. Salgamos de aquí —exclamó, y luego echó a correr con el demonio de mantillo justo detrás.

Capítulo 13

Al principio, Ayaan creyó que el gigantesco todoterreno sólo era uno más de los ejemplos del estilo del Zarevich, pero rápidamente comprobó que había un método en su locura. Las carreteras que salían de Asbury Park habían sido maravillas de la ingeniería en su día, una red de autopistas inmaculadamente asfaltadas que conectaban todo Norteamérica.

Doce años más tarde eran campos de escombros. Los puentes y los pasos elevados se habían derrumbado, las zanjas se abrían como grietas en la tierra y luego se ensanchaban para convertirse en enormes fisuras en el hormigón, profundos agujeros de los cuales salían varillas de hierro oxidadas que podían cortar un neumático en tiras. Cada lámina de agua podía ser un charco o un profundo agujero en la tierra tan grande como para tragárselos. El barro y la mugre se desperdigaban por la carretera, cortándola en algunos puntos, cubriéndola por completo en otros. La vida natural emergía de cualquier pozo o depresión del terreno. Por todas partes había grietas abiertas por las raíces de los árboles, formando ángulos imposibles sobre la carretera.

—¿Cómo es posible esto? —preguntó Ayaan mientras pasaban al lado de otro grupo de árboles jóvenes—. Todo esto estaba urbanizado cuando estuve aquí. Eran ciudades y complejos residenciales. Había aparcamientos por todas partes. Luego llegaron los muertos y devoraron todo lo que fuera orgánico —dijo mientras contemplaba por la ventanilla lo que un observador compasivo habría llamado la selva.

—Es la misma energía que nos mueve a nosotros —le explicó Erasmus, encogiéndose de hombros—. La energía que nos anima también alienta a las cosas verdes a crecer.

—Han pasado sólo doce años y el mundo ya se está curando —reflexionó Ayaan. A pesar de su estado de ánimo no podía evitar sentirse un poco animada por ello.

Erasmus mantuvo el todoterreno a una velocidad constante de diez kilómetros por hora y se detenía cada vez que se presentaba un obstáculo. No obstante, Ayaan saltaba en su asiento como si fuera una muñeca en una maleta vacía. Se sujetó a una gruesa asa que había en el salpicadero y trató de evitar que su cabeza golpeara la ventanilla cada vez que el coche daba un bote sobre los escombros.

El todoterreno podría haber abandonado la carretera sin dificultad, pero las condiciones allí fuera eran mucho peores. Mirando por la ventanilla, Ayaan se sorprendió al ver que Nueva Jersey, un lugar del que la leyenda decía que había sido todo plantas de productos químicos tóxicos y fábricas abandonadas, era aparentemente un lugar donde crecían árboles nuevos sin fin. Cada tanto se abrían claros entre los árboles, pero no vio ciudades, sólo subestaciones eléctricas quemadas y laberínticos complejos residenciales tan enrevesados como el sistema digestivo humano. Era difícil dar con una casa que siguiera intacta. Los tejados se habían venido abajo o sus paredes habían devenido en desorganizadas pilas de ladrillos. Atravesaron vastas áreas en las que el fuego había causado estragos y las cenizas azotaban el viento con la misma densidad que la nieve. En otras zonas a Ayaan le dio la impresión de que un terremoto masivo había intentado absorber las ciudades del extrarradio hasta las mismas entrañas de la tierra. Una línea de falla recorría un vecindario de Trenton, una extensa e inclinada planicie de tierra al final de la cual se habían acumulado cristal, ladrillos y acero en una masa homogénea, una piscina de agua estancada con afilados bordes.

Tras seis horas de bamboleos y botes sobre la autopista fragmentada, pararon para estirar las piernas. Era sobre todo por su bien, le dijo Erasmus: todavía era una muerta reciente y por tanto propensa a los ataques del rigor mortis. Él tendría que haber visto la expresión de la cara de Ayaan cuando oyó eso. Sin duda se habría tapado rápidamente la boca con la mano.

—Todo el mundo se pudre —le dijo él con voz cansada. Después abrió la puerta y bajó a la caliente superficie negra de la carretera.

Se habían detenido en una región a medio camino entre los complejos residenciales y las granjas. La lengua de asfalto de la carretera estaba ligeramente peraltada, con una intrincada masa de plantas y señales oxidadas colgando sobre sus cabezas de postes de acero. Un cartel medio tapado decía:

BIENV………… A ………ILVANIA

POBLACIÓN 12.281.054

Más adelante había una depresión cubierta de hierba, una hondonada de tierra de un kilómetro y medio de diámetro con casas derrumbadas y erosionadas por el clima, enormes bloques de hormigón hechos migajas, carreteras secundarias que ahora sólo eran reconocibles porque tenían menos espesor de plantas que la tierra que las rodeaba. Una sutil niebla se cernía sobre la hondonada, una última capa de vapor que todavía no había evaporado el sol que estaba saliendo, protegida por pinos achaparrados.

Con el súbito movimiento de un bloque de hormigón, un pájaro se lanzó al aire describiendo una pronunciada curva en su trayectoria sobre el vacío. Erasmus levantó la vista hasta el espectro de verde que estaba sobre el techo del todoterreno, y uno de los cadáveres de la parte de atrás cobró vida. Salió corriendo por la depresión como una peonza libre de su cuerda.

Ayaan arrugó la frente e hizo algunas flexiones de rodillas, se tocó las puntas de los pies. Notaba que sus músculos comenzaban a paralizarse y agarrotarse. No esperaba que unos minutos más tarde el necrófago acelerado regresara y se arrodillara ante ella. Tenía al pájaro, el mismo pájaro que ella había visto aletear a través de la niebla tardía, empalado en el cúbito.

El pájaro todavía estaba vivo. Seguía intentando pegarse el ala al pecho, pero la punta del hueso se interponía. Su sangre se derramaba sobre el asfalto. Ayaan veía poco de todo eso. Lo que veía era su energía, su trémula energía dorada, que ya se estaba apagando. Era precioso, esa energía, esa vida. Alargó una mano y liberó al pájaro del pincho. Se lo acercó, lo llevó hacia su cuerpo.

Mordió entre sus plumas y sus pequeños huesos huecos. No era algo que hubiera pensado hacer. La sangre bajó por su garganta y ella esperaba tener arcadas y ahogarse. No fue así.

Tragando, sintió la primera oleada de la vida del pájaro latir a través de ella, explotar en su interior. Su mente se aclaró, su cuerpo se suavizó y se relajó. Se sintió tan bien que le costaba pensar en lo que estaba haciendo. Entonces levantó la vista. Había gente, gente viva, observándola.

No los había oído llegar. No había visto ninguna señal de ellos hasta que estuvieron justo detrás de ella. Eran supervivientes, supervivientes de verdad, y sabían cómo mantenerse a salvo. Debían de haberse acercado cuando el todoterreno se detuvo.

Ayaan apretó el esqueleto del pájaro contra su pecho y se dio media vuelta. Se agachó a la sombra del vehículo e intentó no mirarlos. Era difícil. Y aún era más difícil no lanzarse sobre la efímera energía del pájaro. Tan difícil que no pudo contenerse ni siquiera mientras los supervivientes la miraban.

«Supervivientes» tal vez era exagerar demasiado. Sus prendas se habían desteñido y roto por el paso del tiempo y no las habían sustituido. Tenían muy poco pelo. Su piel había perdido color y se veía irritada y roja. Los ojos eran aberturas legañosas en medio de sus caras y les faltaban dientes. Pero su energía era dorada y brillante.

Uno de ellos era evidentemente el líder: llevaba una camiseta, un polo verde con el borde deshilachado. Tenía una pieza de metal afilada en la mano, tal vez era un trozo de una señal rota. Estaba delante de una mujer que sujetaba a un pequeño bebé contra sus pechos. No debía de llegar al metro y medio de altura. ¿Cuántos años tenía cuando estalló la Epidemia? Ella misma debía de ser una niña. De vez en cuando sacudía un poco al bebé, lo mecía vigorosamente. El bebé no emitía sonido alguno.

El del polo cogió a un chico esquelético y lo empujó hacia delante. Sus ojos no se apartaron del asfalto en ningún momento. El chico dio unos cuantos pasos hacia Erasmus y luego se detuvo, con la cabeza gacha. Dijo algo en inglés, pero con un acento tan fuerte que Ayaan no lo entendió. Algo de lo que dijo sonaba como «
sack-erf-eyes
». ¿Saco de ojos? Hasta a Ayaan se le revolvió el estómago.

No. Él había querido decir otra cosa. Sacrificio. Estaba ofreciendo su propia carne a cambio de la seguridad de su familia. Ayaan sintió una débil pero caliente quemadura de reconocimiento, de simpatía, en el pecho.

—Mira a estos perdedores —le dijo el espectro de verde en un ruso sorprendentemente malo—. Aferrarse tanto a la vida. Se ocultan, ¿sabes? Se esconden en sitios terribles, la naturaleza tóxica es tan mala que ni siquiera los necrófagos entran. —Cambió al inglés como si su lengua se hubiera cansado—. No se dan cuenta todavía, pero éste es el mejor día de sus vidas.

Erasmus puso una garra sobre el hombro del chico entregado para el sacrificio y levantó la otra en un dramático gesto. Les dio un majestuoso discurso en un inglés lento y con una pronunciación marcada sobre todo lo que el Zarevich haría por ellos. Comida. Agua limpia. Cuidados médicos básicos.

Aun a su pesar, Ayaan se dio cuenta de que estaba diciendo la verdad, igual que lo había hecho el espectro de verde. Esta gente enferma y hambrienta se agarraban a la vida a duras penas con las uñas. Sus vidas estaban regidas por el miedo y la muerte constantes. Vivían literalmente como animales. Ayaan sabía cómo era ser refugiado, habiéndolo sido ella misma, antes y después de la Epidemia. Sabía del hambre, la guerra y la pestilencia. Parecía que Norteamérica estaba aprendiendo del manual de África. Si esta minúscula tribu se unía al Zarevich serían esclavos, pero de todas formas su vida mejoraría radicalmente. Se acordaba de los prisioneros turcos que había visto en Chipre, los que observaban cómo se ahogaba uno de los suyos y luego volvía de entre los muertos. Pensó en Dekalb, su viejo amigo, al que perdió tanto tiempo atrás, que había hecho un pacto horrible parecido. Él había entregado a su única hija a una tribu de anárquicas mujeres guerreras. En aquel momento debió de parecer terrible, pero había funcionado para Sarah.

El Zarevich era un monstruo, un demonio salido del infierno. Pero si él era el único que podía salvar a gente como ésta, si era el único que podía ayudarlos…

Dejaron a la tribu esperando en el arcén. Los
liches
volvieron al todoterreno y reemprendieron su camino, con la promesa de que otro camión pasaría por allí pronto.

Por la luna trasera, Ayaan observó a la pequeña familia disminuir de tamaño. No vio esperanza en sus ojos entrecerrados. Sus cabezas estaban agachadas. No hablaron entre ellos de las maravillas que les esperaban.

—Sólo queda un poco más —le dijo Erasmus, con un aspecto extrañamente desanimado. ¿Acaso no lo emocionaba la perspectiva de salvar almas?—. Uno de ellos tenía una información para nosotros —le dijo el hombrelobo—. Definitivamente estamos en el camino correcto.

Ayaan frunció el ceño.

—Esa gente… No les hemos mentido, ¿verdad? Alguien vendrá a buscarlos, ¿no?

—Sí —dijo Erasmus, masticando la palabra—. Regresaremos. Pero… algunas personas han llegado tan lejos que no se las puede reclutar. Están demasiado débiles o demasiado enfermos para ser de utilidad. No sé si les pasará a éstos, esa decisión no depende de mí.

Sus ojos decían que lo sabía, que estaba seguro.

—Entonces, ¿qué?

—Se los utiliza para otra cosa.

No añadió nada más. La ignoró cuando ella le exigió una respuesta. Pero Ayaan sabía que sólo había dos posibilidades. Se convertirían en nuevos soldados sin manos del Zarevich, o serían comida.

En el retrovisor, el chico ofrecido en sacrificio seguía exactamente donde estaba, esperando, esperando lo que fuera que sucedería a continuación.

Capítulo 14

Al abandonar la autopista en pos de una carretera mucho más rural redujeron drásticamente la velocidad hasta que apenas se arrastraban, mucho más lentamente de lo que un ser humano podía caminar. Se detuvieron delante de una señal casi ilegible a causa de los troncos de árboles delgados como muñecas.

E
STÁ ENTRANDO EN EL
B
OSQUE
E
STATAL
R
OCKROTH

Ayaan no sabía cómo esperaban que uno diferenciara este nuevo bosque de la jungla que dejaban atrás.

Unos cuantos kilómetros más adelante, llegaron a un lugar en el que los árboles crecían tan cerca de la carretera que el espectro de verde tuvo que bajar del techo e ir en la cabina con ellos. Olía a algo podrido y húmedo. Oyeron las ramas de los árboles martilleando el techo del todoterreno durante un rato y avanzaron en silencio. Finalmente llegaron a un sitio tan estrecho que el vehículo no pasaba. El espectro de verde y Erasmus bajaron de la furgoneta y empezaron a empujar. Los necrófagos sin manos de la parte de atrás se pusieron en tropel a su espalda, con los ojos muy cerrados, humedeciéndose los labios secos con la lengua como si acabaran de despertarse, a pesar de que ella sabía que estaban muertos, muertos de verdad momentos antes. Ayaan les gritó que esperaran un segundo.

—¿Qué es esto, la famosa Ayaan asustada de unos cuantos árboles? —se burló entre risas el espectro de verde.

—No —le dijo ella. Señaló donde el vehículo estaba casi encajado entre los árboles—. Sólo quiero que le demos la vuelta. Si necesitamos salir deprisa más tarde, nos ahorrará tiempo.

Incluso el
lich
con cara de calavera tenía que reconocer que tenía cierta razón.

—He estado haciendo esto toda mi vida —le aclaró ella—. He sobrevivido tanto tiempo sólo porque conocía todos los trucos.

Les llevó quince minutos largos mover el todoterreno, retrocediendo y maniobrando una y otra vez en la estrecha superficie de la carretera. Cuando acabaron se internaron en el oscuro espacio que había entre los árboles y Ayaan se dio cuenta de que, de hecho, estaba un poco asustada. El umbrío bosque se cernió sobre ellos al instante, las brillantes hojas frotaban su ropa, sus cabellos, las ramas inferiores los arañaban como huesudos e inertes dedos. Las telarañas colgaban sobre el camino cada pocos metros y tenían que ser retiradas. Los insectos invadieron a Erasmus, insectos vivos que él se quitaba del pelaje y, distraído, se metía en la boca para chupar su energía dorada.

Other books

Myself and I by Earl Sewell
Heart to Heart by Lurlene McDaniel
This Is Your Life by Debbie Howells/Susie Martyn
White Tombs by Christopher Valen
Mr. Darcy Vampyre by Amanda Grange
Healing Touch by Jenna Anderson
The Cowboy Takes a Bride by Debra Clopton