—Éste… ¿Éste es el trabajo que me ha ofrecido el Zarevich? —preguntó Ayaan.
El hombrelobo contestó en inglés, su voz ahogada y distorsionada por el pelaje del interior de la boca.
—Esto no es más que la parte fácil. Más tarde tendrás que llenar el depósito. Hola, no nos han presentado como es debido. —Él le ofreció una mano, un peludo apéndice que acababa en cinco garras de doce centímetros afiladas como cuchillas. No parecían uñas en absoluto, eran más bien como las garras de un pájaro, cónicas y ligeramente curvas.
Ayaan dedujo un segundo demasiado tarde que le estaba ofreciendo la mano para que se la estrechase. Le tendió la mano cuando él retiraba la suya y las garras se deslizaron sobre su palma. La piel se rajó como un trozo de seda. Al menos no hubo sangre, sólo sangre seca en polvo.
Él parecía avergonzado, pero era difícil de asegurar. Aunque se hubiera sonrojado, una densa mata de pelo le cubría la cara y convertía su boca en una oscura abertura. No obstante, sus ojos eran sorprendentemente suaves y amables.
—Yo no tengo ningún «poder». Pero mi cuerpo hace esta cosa rara. No respira, no suda, ni hace nada de lo que haría un ser vivo, pero sigue produciendo queratina; ésa es la proteína que hace, bueno, pelo y uñas. Tengo que esquilarme de pies a cabeza cada dos días o mi pelo crecería tanto que tropezaría con él. —Puso las manos sobre el volante, haciendo un gesto muy evidente de que no tenía intención de hacerle daño, eso era lo que le decía—. Mi nombre es Erasmus, por cierto.
Ella le sonrió.
—Ayaan.
—Claro, claro, lo sé todo sobre ti. Soy alemán, si no lo notas por el acento. —Cualquier acento que el hombrelobo tuviera procedería de la masa de pelo de su boca, pensó Ayaan, pero lo dejó seguir hablando. Era evidente que necesitaba contar su historia—. Lo creas o no, el Zarevich no me creó. Quiero que lo sepas, para que comprendas. Yo estaba en Leipzig cuando el mundo se acabó. Allí fue grave. Las autoridades locales ya se habían enterado de lo que había pasado en Nueva York y París. La mayoría huyeron cuando los primeros necrófagos empezaron a merodear por la ciudad. Yo me refugié en un hospital, con la esperanza de sobrevivir a la Epidemia, pero naturalmente no dejaron de venir. Me moría de hambre por miedo a abandonar mi pequeña sala cerrada con llave, observando las sombras que se movían al otro lado de las cortinas, sabiendo que podrían entrar si lo intentaban con ganas.
Cerró los ojos y su cara se convirtió en un rectángulo de pelo.
—Cuando llega el final, cuando tu cuerpo se está rindiendo de hambre, lo notas. Duele. Me tomé todos los medicamentos con los que estaba encerrado, me tomé cualquier cosa que pudiera colocarme. En los últimos días descubrí que si respiraba oxígeno puro, me emborrachaba. —Se rió—. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Sencillamente me quedé dormido un día y cuando me desperté estaba envuelto en un capullo de pelo. Apenas podía moverme.
El estómago de Ayaan rugió. No le gustaba esa conversación sobre morir de hambre…, sólo le producía más hambre.
—Llegué caminando hasta Rusia. No tenía ni idea de dónde estaba, no tenía ni idea de por qué había sucedido nada de todo esto. Entonces se me acercaron unos agentes del Zarevich. Yo… me comí a uno de ellos, siento decirlo. Fue un error inocente. Los otros me aseguraron que no pasaba nada. Me dijeron lo que era, un
lich
, y me dijeron que cuando me comía a un ser humano liberaba su alma. No más horror, no más apocalipsis para el hombre. Hicieron que sonara como si le hubiera hecho un favor. No quiero que pienses que soy un idiota. No me creo la mitad de lo que el Zarevich dice sobre las almas y la vida después de la muerte. Pero tiene algo de verdad que ofrecer. Si alguien puede reconstruir lo que teníamos antes, si alguien puede acabar con todo el sufrimiento, ése es nuestro chico. ¿Te das cuenta? No somos
freaks
religiosos con el cerebro lavado. Necesito que lo sepas.
Ayaan asintió de forma exagerada.
—Oh, por supuesto. Sin duda —asintió ella. Estaba pensando que cuando el Zarevich había querido demostrarle su control remoto, el que podía incendiarle la cabeza, el que controlaba los mandos era el hombrelobo.
Dio otro respingo cuando oyó unos pesados pasos en el techo de la cabina. Tenía que ser el espectro de verde, decidió, enviando una señal con su cetro de fémures.
Erasmus puso en marcha el motor y el todoterreno cobró vida. Él miraba la carretera la siguiente vez que habló, sin conseguir entablar contacto visual.
—De todas formas —murmuró él—, gracias por escuchar.
—De nada —respondió ella.
El barco tocó un muro de contención roto con un golpe seco, un sonido parecido a un golpe sobre un tambor muy profundo. Fue a la deriva unos cuantos metros, el costado rozaba contra los bloques que quedaban del muro, y luego se deslizó sobre arena o grava que sisearon bajo el casco, y luego se paró, varado en la arena. Sarah sacó un remo del agua y observó la punta de Manhattan. Se quedó allí sentada, con el remo todavía en las manos, y observó el lugar donde el muro se había derrumbado, donde el barro se deslizaba en el agua, formando una rampa perfecta al espacio abierto de Battery Park.
Podría haber pensado que ésa era la ciudad que había matado a su padre, o que era el lugar que casi había acabado con Ayaan, pero no lo hizo. No pensó en nadie. Observó el suelo, la rampa, como si todavía se estuviera moviendo, como si pudiera verlo hundirse en el mar. Le costaba respirar. Un fogonazo de dolor, muy agudo pero muy breve, recorrió los músculos de la parte baja de su espalda.
Eso era sólo miedo, lo sabía. Estaba tan asustada que dolía.
En un segundo saldría del barco y pondría un pie en tierra, y entonces tendría que enfrentarse a su miedo. Allí podría haber necrófagos, fanáticos…, incluso
liches
, pero tampoco estaba pensando en ellos. Estaba pensando en lo que significaría pisar esa cuesta embarrada. Estaba pensando en lo que significaría entrar en territorio prohibido, como diría Jack. En un segundo lo haría. En un segundo.
—Oh, guau —exclamó, lo cual era bastante estúpido pero era lo único en lo que podía pensar. Vigilando el bamboleo del barco, consciente de las armas que llevaba a la espalda, Sarah se puso de pie y plantó un pie en el barro. Se hundió un par de centímetros, pero después le brindó suficiente apoyo para poner el otro pie. Al instante empezó a deslizarse, le resbalaban los pies. Se tiró al suelo, hundió los dedos en la tierra blanda y afianzó el pie izquierdo sobre una prominente piedra. Gateó y maldijo y se agarró a lo que pudo y subió a tirones hasta Battery Park antes de poder pensar en qué estaba haciendo. Y de repente, estaba allí.
Había entrado en Manhattan, sola.
Las que en su día fueron las verdes praderas de Battery Park estaban cubiertas de un crecimiento gris. Setas, enormes orejas de Judas del tamaño de un caballo tumbado forraban el parque en apretadas filas, se derramaban sobre los paseos de cemento. Estaban desperdigadas como hipnotizantes vainas alienígenas, como los cuerpos adormilados de los animales en hibernación. Estaba segura de que nunca crecían así de grandes en la naturaleza. Podía ver sus pliegues, las tiernas venas húmedas que mantenían escondidas del sol. El aire estaba amarillo de sus esporas, una descarga vaporosa continua que se esparcía sobre el agua y barría Governors Island con el incansable viento.
Le dio una patada a una. Gran error. Su carne rolliza y húmeda se partió en tiras que se enredaron en su zapato. Las esporas estallaron a su alrededor como humo marrón y tuvo que taparse firmemente los ojos, la boca y la nariz para no morir asfixiada. Cuando al fin se dispersó la nube y vio la seta rehaciéndose tan rápido que ocurrió delante de sus ojos, los filamentos entrechocando, pegándose uno a otro, liberó su pie de un tirón con una sensación de verdadero asco.
Lo cual era una estupidez. Quién sabía qué verdadero peligro había en la ciudad, y ella estaba perdiendo la razón por una seta. Sarah sacó su Makarov, pero dejó el seguro puesto. Avanzó hacia la mansión, una construcción de ladrillos y columnas que ahora estaban recubiertas de una gruesa capa de moho amarillo. Su antigüedad y decrepitud la molestaban por alguna razón y la dejó atrás rápidamente.
Pasada la mansión, los rascacielos de Manhattan comenzaban casi de inmediato, alzándose en el aire como árboles imposibles, o montañas, o pirámides de líneas rectas quizá; ella había visto la Gran Pirámide de verdad. Era el punto de referencia más próximo que tenía, pero valía de poco. Los lados planos de los edificios le parecían incorrectos, el metal y el cristal de las construcciones sólo suavizado por un desmedido crecimiento de musgo y moho. Las ventanas seguían atrayendo su vista. Ayaan le había enseñado a mirar las aberturas, ventanas y puertas, cualquier lugar donde el enemigo pudiera esconderse. Pero había cientos de ventanas que vigilar, ¡miles! Claramente la guerrilla urbana requería una perspectiva diferente de la que ella había conocido hasta entonces.
Recordó una cosa que todavía tenía sentido: «Mantente en las sombras.» Manteniendo la cabeza agachada se refugió a la sombra de una enorme torre y corrió por la acera hacia un cruce. Árboles que alcanzaban cuatro y cinco pisos de altura cerraban el paso de las calles. Sarah se deslizó entre los apretados troncos y se agachó para pensar bien, para planificar su próximo movimiento.
Un necrófago salió de una entrada cercana y olisqueó el aire.
Sucedió así, sin más: ella se acababa de poner cuerpo a tierra, estaba quieta, de hecho, en el proceso de sentarse y ponerse cómoda, cuando apareció el necrófago. No tenía manos, sólo malintencionadas garras, y llevaba un casco Brodie. Tenía que ser una pieza de museo a juzgar por el óxido y el metal descascarillado de la visera. Mantenía en la sombra los ojos del necrófago, de modo que sólo podía ver sus mandíbulas manipuladas quirúrgicamente y el bulto de cartílago partido que había sido su nariz. Olisqueó de nuevo; ella se preguntó lo bueno que podía ser su sentido del olfato con aquel trozo de carne maltrecho en medio de la cara. Quizá si se quedaba totalmente quieta y en silencio él no la percibiría.
Desde una calle al oeste oyó el sonido de una sirena aérea. La explosión sonora saltó de la fachada de un edificio a otro y agitó las hojas de los árboles e hizo que los cristales de algunas ventanas temblaran. El necrófago de la nariz partida se quedó rígido y extendió sus cortos brazos hacia delante por un momento, como si fuera un boxeador preparado para protegerse de un golpe. Lentamente, sobre sus piernas rígidas, se movió hacia el sonido de la sirena. Lentamente. Éste no era uno de los superveloces que había visto en Egipto. Al menos podía contar con eso.
Una vez que desapareció el necrófago, se puso en pie y fue hasta la entrada por donde éste había aparecido. No había movimiento al otro lado. Accedió a una diminuta tienda, cuyo escaparate estaba tapado por enredaderas y setas de modo que sólo unos cuantos rayos de luz verdosa se colaban en el interior. Al fondo, una pila de cajas de cartón se había transformado con el tiempo, deformándose, abriéndose por los lados; ahora pequeños bultos grasos y redondos de vida fúngica las estaban devorando. Nada. Se dio media vuelta para abandonar la tienda y se encontró rodeada.
Debía de haber sido una emboscada. El primer necrófago debió de haberla olido después de todo, y la sirena aérea había sido una señal de refuerzos.
Demasiado asustada para chillar, levantó la pistola y empezó a disparar. Los necrófagos llenaron el amplio espacio entre los edificios, docenas de ellos moviéndose de izquierda a derecha, algunos hacia ella, otros alejándose. Estaban organizados. Controlados por una inteligencia. Uno de ellos fue a por ella, el cuerpo gris desnudo pero la cabeza cubierta con un casco de motorista de brillantes colores.
—Joder —chilló ella, a falta de tiempo para ser más creativa. Le disparó a las rodillas, pero no fue suficiente, ya lo tenía encima, su hedor se apoderó de sus sentidos, sus huesudos antebrazos se agitaban en el aire sobre ella, un conjuro de muerte. Un brazo bajó describiendo un amplio círculo y le arrancó la pistola de la mano. La muerte presionaba con fuerza sus cavidades craneales, el sabor a adrenalina le llenaba la boca.
Entonces sucedió algo extraño.
El necrófago se arrodilló sobre ella, sus pinchos estaban a pulgadas de su piel, y él se detuvo. Se quedó inmóvil, su pecho ni siquiera trataba de tomar aire. Estaba tan quieto que podría no haber sido más que una montaña de carne muy descompuesta, o tal vez el cuadro de una cosa muerta. Sarah levantó la vista y vio a los otros, los otros necrófagos. También se habían parado. La miraban, una muchedumbre de ellos la miraba sin moverse. Sarah podía oír agua corriendo en alguna parte, y oía las hojas de los árboles agitándose en la brisa, pero eso era todo. Nadie movió un músculo.
—Ellos se unen a nosotros si desear así. —La voz salió del necrófago que tenía encima. Sonaba casi como una voz humana con un ligero acento ruso. Aunque se oía un silbido debajo, como si el aire se estuviera escapando por unos pulmones perforados mientras el necrófago intentaba hablar—. Los de la isla. Tú también, únete a nosotros si quieres. Sólo muerte de lo contrario. Te libro para esto, para que tomes una decisión. Es bueno tener opciones. Serás la mensajera, lleva la buena nueva a las gentes de la isla. Lleva noticias de opciones.
—Debes de pertenecer al Zarevich —dijo Sarah, tan asustada que creyó que podría hacerse pis en los pantalones. Todavía podía hablar. Era prácticamente todo lo que podía hacer—. He oído que recluta vivos.
—No trabajo para nuestro señor —replicó el necrófago. No negó con la cabeza ni hizo gesto alguno. Sus brazos permanecieron alrededor de Sarah, preparados para arañarle la piel, pero le hablaba en un tono neutro—. Pertenezco a su señora.
Uno de los árboles de la plaza giró. No, no era un árbol. Algo enorme y que parecía una planta, aunque era vagamente humanoide en su forma, pero enorme, oscuro y cubierto de parches de moho filamentoso y setas como palos. Una montaña de compost andante. Se acercó un metro o dos y Sarah sintió un peculiar cosquilleo en los dedos de los pies, en los lugares en los que su camisa se arrugaba en su costado. Algo le hizo cosquillas en la garganta y tosió.
—No es a propósito, es sólo porque ella está cerca. Morirás en segundos si no eliges bien —le dijo el necrófago—. El contacto de nuestra señora es malo para los vivos. Entonces, ¿qué dices?