Era una calavera, una calavera humana sin mandíbula inferior. Unos ojos increíblemente humanos miraban desde sus cuencas oculares. Seis patas articuladas similares a las de un cangrejo sobresalían de la parte inferior y la transportaban con pequeños y rápidos pasos de crustáceo lejos de Sarah. Ella gritó de nuevo, era esa clase de lugar, una casa del terror, y la calavera-cangrejo se alejó aún más.
Luego, bajó la vista hacia el necrófago que se estaba dando el festín. Había llegado la hora de marcharse, la hora de salir. ¿La habían enviado allí a modo de sacrificio? ¿Acaso Marisol y sus electores hacían esto con todos sus visitantes? ¿Los destinaban a comida de los monstruos residentes de la isla? Claro, tenía sentido. Enviar un aperitivo de vez en cuando a cambio de que los necrófagos dejaran a los isleños en paz. Sarah se dio media vuelta para escapar, pero se encontró a unas momias bloqueándole el acceso a las pasarelas. No se abalanzaron sobre ella, sencillamente se quedaron esperando a que ella hiciera un movimiento.
Tenía su pistola, su pequeña Makarov. Podía… podía abrirse camino, al menos acabar con algunos de sus captores si…
—Sarah —dijo el necrófago que estaba detrás de ella. Se volvió y la esperaba una sorpresa. No era un necrófago, era un
lich
. Su energía le decía eso al menos. Y el cadáver que se estaba comiendo, bueno, sus sentidos especiales le decían hacía mucho que había dejado de estar vivo. Sus ojos le dijeron lo mismo. El cuerpo sin vida, la comida, tenía la mirada consumida de alguien que había muerto años antes. El
lich
se estaba comiendo un manso, no una persona viva.
—Sarah —dijo de nuevo. Había tantas cosas tras la palabra, tantas emociones y preguntas. Ella le echó una buena ojeada al
lich
.
Ojos azules. Camisa de franela. Estaba casi segura de saber cómo hubiera olido esa camisa si se hubiese acercado a enterrar su cara en ella.
Dio un paso adelante. Él tenía los brazos abiertos de par en par y ella se lanzó a su abrazo. Presionó su cara directamente contra la camisa.
—Papi —dijo ella, y de nuevo tenía ocho años y estaba llorando.
Llamaron otra vez. Ella miró fijamente la puerta.
—Entra de una vez. Ni que pudiera dejarte fuera.
No hubo respuesta.
Ayaan se tambaleó hasta la puerta y la abrió. Allí no había nadie. Sólo oscuridad y un aire ligeramente frío y salado. Había un espacio cavernoso, tal vez un almacén vacío, quizá un auditorio abandonado. Salió, sus pies malheridos se arrastraban por el hormigón sucio. Recayó sobre ella un poco de luz que entraba a través de un agujero en el techo. Dibujaba una especie de foco natural en el suelo. Podía ver las motas de polvo girando en espirales en el haz de luz solar. Casi iluminaba, pero no del todo, un rifle de asalto AK-47 que colgaba del techo de una cuerda. Ayaan arrastró los pies hacia el arma. Tocó la culata de madera de cerezo. No era su propio AK, lo habría reconocido por el dibujo de la madera, los arañazos en el metal que se habían vuelto tan familiares para ella como los lunares y las imperfecciones de su propia piel. Sin embargo… era un Kalashnikov y sabía que sería un arma fiable y efectiva. La descolgó de un tirón, rompiendo la cuerda, y examinó la recámara, después sacó el cargador. Estaba entero. Con unos dedos que sentía inusualmente torpes sacó una de las balas del cargador y la estudió, estuvo a punto de caérsele cuando se la acercó a los ojos. Casi esperaba que las balas estuvieran vacías o adulteradas, pero no lo estaban. Simplemente un cartucho estándar de 7,62x39 milímetros. Puso el cargador en su sitio con un golpe de la palma de la mano, movió la palanca de selección de fuego a tiro y levantó el seguro con un ruido metálico.
Algo se movió en las esquinas de la vasta habitación. No una sola cosa. Colocó el arma en posición de disparo, preparada para apuntar tan pronto como el objetivo se mostrara. No lo hizo. Lenta y deliberadamente dio un paso hacia a la habitación, que seguía con la puerta abierta.
La luz parpadeó cuando una sombra cruzó la puerta, cerrándola a su paso. Una sombra que se movía más rápido que cualquier ser humano que ella hubiera visto. Sabía qué significaba. Un necrófago acelerado, probablemente un escuadrón de ellos. Lo que quería decir que el espectro de verde tenía que estar cerca para espolearlos.
—Quizá me digas tu nombre ahora que tenemos tanto en común —dijo ella, tratando de hacerlo salir.
Sin embargo, no fue el espectro de verde quien contestó. Era otro de los tenientes del Zarevich. El que se había acostumbrado a llamar (aunque sólo fuera en su cabeza) «la maravilla sin labios».
—Es una prueba —le dijo él, su voz rebotaba en el techo, amplificada electrónicamente y reproducida en muchas direcciones a la vez. Podía estar en cualquier parte.
—Es una prueba —repitió—. Es muy justo. Habilidades especiales, algunos los llaman poderes, sólo salen bajo mucho estrés. ¿Qué mayor estrés que vida o muerte, verdad? A veces el
lich
no tiene poder, nada especial, y entonces debe ser ejecutado. Si tiene poderes, entonces puede sobrevivir a la prueba.
—¿Y obligarme a hacer esto a oscuras es parte de la justicia…? —preguntó Ayaan, pero antes de que pudiera acabar la frase algo le golpeó el brazo con la fuerza suficiente para que le escociera. Se cogió la muñeca y notó que ahí se le había desgarrado la piel.
Era evidente que la prueba había comenzado. Viviría o moriría según sus propias acciones. Si iba a vivir, tenía que disparar, y para disparar necesitaba ver. Pensó en el don de Sarah, en su capacidad para ver las energías de la vida y la muerte. Ayaan tendría esa habilidad ahora: estaba muerta. Todos los muertos tienen una vista especial. Así era como cazaban. Podía sentir a los necrófagos acelerados zumbando a su alrededor, los oía moviéndose en la oscuridad, pero se obligó a sí misma a tranquilizarse, a cerrar los ojos, a… a sentir.
Sí. Estaba allí, sólo tenía que mirar. No tenía nada que ver con sus ojos, aunque su cerebro formaba imágenes de lo que recibía. Su piel recogía casi toda la información, las áreas sensibles de su cuerpo reaccionaban horrorizadas a la presencia de cosas no muertas.
Y allí estaban. Ella comprendía, tal vez por primera vez, qué eran realmente los necrófagos. Carcasas vacías. Cáscaras. Receptáculos con forma de persona. La energía que fluía en su interior, que los llenaba, era la única cosa que los mantenía en pie. Dentro no tenían mente ni alma. Bajó la vista hacia su propio cuerpo, a su carne envuelta en la piel de otra bestia muerta, y supo que era uno de ellos. Su inteligencia, su personalidad, solamente flotaban alrededor de su cadáver.
Uno de los necrófagos se abalanzó sobre ella, moviéndose despacio y deprisa, agachado casi hasta estar paralelo al suelo. Sus huesos afilados destellaron hacia ella, pero ahora podía verlos, humeantes y púrpuras de la energía vital robada. Ella se agachó y pivotó, evitando por los pelos quedar empalada en sus brazos cortados. Tuvo el tiempo justo para preguntarse si era uno de los necrófagos manipulados en el barco mientras ella observaba.
Se pegó al suelo y se alejó rodando mientras él derrapaba a su lado, deslizándose sobre el suelo resbaladizo.
Ahora podía verlos, sólo eran tres, su energía martilleaba las paredes, pero su visión especial no era como ver de verdad. Tenía poca profundidad, no podía determinar las distancias. Sabía que fuera era de día y el sol brillaba, lo sabía por el agujero en el techo.
Ayaan esperó al siguiente ataque, un necrófago que fue a por ella agitando los brazos y lanzando patadas. Se puso a cuatro patas y se apartó de él, luego corrió hasta la pared más próxima. Notó madera vieja y seca, seguramente aglomerado colocado sobre una ventana rota. No había tiempo para buscar una puerta.
Con el brazo doblado, con todo su peso tras él, Ayaan golpeó la madera temiendo dislocarse el hombro. En cambio cedió como una tela de araña y se desparramó bajo la luz del día, que era tan clara que le quemaba los ojos.
Las pupilas muertas no se contraían tan rápido como las vivas, decidió Ayaan. Sus ojos latieron de dolor cuando se agachó y echó a correr; sus botas chocaron con los tablones de una pasarela, sus músculos ardían mientras trataba de alejarse. Lo máximo que podía hacer era una especie de tambaleo de borracho, un poco mejor que caminar rígida.
Cuando finalmente sus ojos comenzaron a ajustarse a la luz blanca que destellaba en el océano, levantó el Kalashnikov en posición de disparo y miró por la ventana que había roto. Aparecerían por allí, se figuró ella. Tenía que dar por sentado que no tendrían más necrófagos acechándola fuera.
Un necrófago con casco de bombero apareció por la ventana. La parte inferior de su cara había sido tallada para proveerlo de una boca más grande, un mordisco más grande. Su piel era del color leonado de un predador en una tierra polvorienta.
Ayaan no perdió un segundo. Apuntó y disparó una rápida ráfaga de tres proyectiles exactamente en la parte expuesta de su frente.
Al menos deberían haber ido a parar allí. En cambio, no le dio a ninguno de los tres. Horrorizada, Ayaan bajó la vista a su arma. ¿Había sido modificada de algún modo?, ¿habían limado la mirilla?, ¿la habían desalineado?
No. Era ella.
El necrófago saltó por la ventana y se dirigió a ella como un cohete. Disparó de nuevo y vio cómo explotaba la sangre seca de su codo. Ni siquiera lo ralentizó.
Era ella. Eran sus dedos, sentía las manos como arcilla deforme al final de sus brazos. Había una razón por la que el espectro de verde les quitaba las manos a sus soldados: valían menos como armas que los huesos afilados. Y en su caso era igual. Carecía de las destrezas motrices, del delicado control muscular que requería disparar un rifle con alguna clase de efectividad. Tiró el arma al suelo. No volvería a utilizar nunca más un AK-47, lo sabía.
Los separaban menos de diez metros, una distancia que él podía cubrir en segundos. Si iba a superar esta prueba… Pero ¿acaso quería superarla? Si dejaba que la apuñalara, que la destruyera, todo habría acabado. Había pasado toda su vida luchando contra
liches
. Sobrevivir, continuar con su existencia a cualquier coste, significaba convertirse en lo que más odiaba.
No importaba. Sabía, porque Ayaan podía mirar dentro de su propio corazón, porque dominaba esa habilidad desde muy niña, sabía que quería seguir adelante. Ya no podía seguir con vida por Sarah. Pero podía continuar luchando.
Pero ¿cómo? ¿Con las manos desnudas? Cerró los ojos e intentó pensar. Sarah hablaba a menudo de la fuerza vital, de la energía que llena todas las cosas. Ayaan siempre lo había entendido como algo similar a la
baraka
, la peligrosa santidad de los líderes de clan y los santos sufíes. No era más que una vieja superstición somalí, pero tal vez había algo de cierto en ella. Ahora, tras su muerte, no le costaba sentir la energía que la rodeaba, la fuerza vital. Un campo de energía que pasaba a través de ella, que la envolvía y animaba su carne muerta y mantenía su consciencia viva. Si iba a desarrollar poderes, si espontáneamente tenía algún tipo de habilidad mística, saldría de esa fuente, de esa energía, esa
baraka
. Todos los poderes
lich
de los que había oído hablar, toda su magia, era sencillamente la capacidad para manipular ese campo.
Bajó las manos y la tomó. Agarrarla, igual que agarraría una manta, le producía un hormigueo en la piel. Se concentró y el tiempo se ralentizó mientras reunía la energía, comprimiéndola en apretadas y calientes bolas de fuerza entre sus manos.
El necrófago que corría hacia ella pareció quedarse inmóvil en el aire mientras ella levantaba las manos, las lanzaba hacia delante y escupía la energía que había concentrado hacia él. Era simple, era una segunda naturaleza. No era algo que tuviera que aprender.
La energía lo golpeó de lleno, su puntería fue perfecta. Chisporroteó y escupió oscuridad al tocarlo. Prendió en su interior como un fuego negro. Su cara se contrajo como si estuviera concentrado… y siguió arrugándose. Antes parecía atemporal, pero cuando la energía, su energía, le atravesó la piel, adquirió la expresión de un anciano. Su piel se llenó de arrugas, como un papel, se despegó de sus huesos. Al llevársela el viento se convirtió en polvo, como el talco.
Sus huesos cayeron sobre el paseo, a escasos pasos de ella, su cráneo se hizo migajas como la cerámica vieja. Lo había envejecido hasta destruirlo, lo que quedaba de su cabeza podría haber tenido mil años.
Se quedó allí plantada, esperando a que el tiempo comenzase de nuevo. No lo hizo. No respiraba, no tenía el latido de su corazón para medir su paso. El sol no se movió en el cielo. En el almacén de ventanas tapiadas había dos necrófagos más, pero ninguno de ellos apareció para enfrentarse a ella.
Supuso que había superado la prueba.
Una puerta en un edificio cercano se abrió girando sobre unas bisagras oxidadas. Oyó una risa histérica reverberar en su cabeza, pero no tenía ni idea de a quién pertenecía. Luego el tiempo comenzó de nuevo, y ella caminó sobre sus pies hinchados hacia la puerta.
Supuestamente estaba muerto… siempre estaba muerto, en sus recuerdos, en las historias que contaban sobre él. Él estaba muerto. Jack lo había herido, Jack lo había atacado una y otra vez y lo había mordido, había comenzado la infección. Ayaan lo había desinfectado. Era la historia de su vida, de sus orígenes.
Nada de todo eso era cierto. Gracias a Dios.
Sus extremidades muertas la rodearon en una especie de débil abrazo. Lo mismo podría haber estado rodeada de un conglomerado de palos de polo y escobillas. Sarah se apretó contra él con más fuerza, contra su camisa de lana que olía a muerte y su piel, su piel seca, que crujía y colgaba contra su mejilla. El asco, e incluso el horror se diluyeron en el sentimiento, un único y puro sentimiento que cantaba en su interior. Nunca había sentido algo tan primario y concentrado en su vida, salvo quizá el miedo a morir, y eso le resultaba viejo y esto era nuevo.
En algún punto de los doce años entre sus encuentros ella lo había perdido, había doblado una esquina de su memoria y había desaparecido de la vista. Ahora había vuelto a doblar una esquina, y otra, y sus caminos habían vuelto a cruzarse en el laberinto. La edad de ella, el estado de él, nada era particularmente importante. No eran más que padre e hija, él todavía era el hombre que la había llevado a conocer a los beduinos y le había dejado acariciar sus camellos, todavía era la niña a la que le encantaba el helado de nuez y los dibujos animados en árabe de Egipto los domingos por la mañana.