Zombie Planet (21 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Extraño. Y Ayaan le había enseñado a no ignorar nunca lo extraño. Se rascó un súbito picor en la axila izquierda y valoró qué hacer a continuación.

Avanzó hacia el edificio 109, el antiguo centro de bienvenida de la isla, donde se suponía que dormiría esa noche, con un ojo puesto en el agua. Parte de ella esperaba que un ejército de necrófagos saliera de la bahía. Cuando el enfermizo y pequeño hijo de Marisol, Jackie, la agarró por detrás, ella se llevó la mano a la pistola automáticamente. Se detuvo a tiempo, porque tenía el entrenamiento adecuado sobre a quién disparar y a quién no.

—¿Qué pasa? —dijo ella, y le revolvió el pelo a Jackie. Le llevó un segundo darse cuenta de que algo no iba bien. El niño tosió y una nube de esporas negras salió de su garganta. Su piel tenía un aspecto irregular e incluso borroso en algunos sitios. Lo cogió por la barbilla, tratando de descubrir si se estaba ahogando, y se le llenó la mano de un polvo con olor a humedad.

El picor de su axila empeoró muchísimo de repente.

Capítulo 10

—Aléjate del borde —dijo Marisol sin bajar en ningún momento los prismáticos.

Sarah dio unos pasos hacia atrás, lejos de los ladrillos rotos de la azotea del edificio de seis pisos donde estaban los dormitorios. No era el lugar más seguro de la isla, pero tenía la mejor vista de la esquelética ciudad al otro lado del canal. El edificio había sido en su día de oficinas, pero ahora estaba a punto de derrumbarse. La gruesa capa de mildéu blanco, como nieve derramada por el lado del edificio, estaba haciendo estragos, se comía los ladrillos de las fachadas, disolvía químicamente el mortero que había entre ellos.

—No puedo reconocer la mitad de los edificios desde aquí. ¿Habías visto algo así? No, nadie lo ha visto. El Battery se ha puesto verde otra vez. Los muertos se comieron todo lo que tenía vida, pero ahora… Dios, mira esos matorrales, deben de tener cinco metros de altura. —Marisol giró sobre sus talones y ajustó el enfoque.

No sólo Battery Park, comprobó Sarah, sino toda la parte baja de Manhattan se había transformado de la noche a la mañana en un bosque tropical centenario. Los árboles llenaban las anchas calles, sus raíces habían volcado las suaves formas de los coches abandonados y oxidados. Las paredes de los edificios estaban verdes de moho u oscuras por los crecimientos fúngicos. Flores de docenas de colores diferentes asomaban por las ventanas rotas y las enredaderas colgaban de los balcones.

Detrás de ellas, acurrucado en una silla plegable de jardín, el pequeño Jackie soltó otra bocanada de esporas. La azotea era peligrosa, pero Marisol no permitiría que estuviera fuera de su vista. Bajó los prismáticos y miró a su hijo un momento, quizá valorando su estado. No estaba mejorando en absoluto.

La mitad de Governors Island se quejaba de dificultades respiratorias. Una mujer, una abuela de cuarenta años, había muerto durante la noche. Aquellos que no estaban tosiendo porquerías ensangrentadas se quejaban de irritaciones en la piel, extrañas erupciones, o de uñas, pelo y dientes decolorados.

Dieciséis personas, cerca de una quinta parte de los habitantes de la isla, estaban postradas en cama. No había expectativa de que la mitad de ellos sobreviviera un día más. Era como si el mundo natural, la flora, se hubiera rebelado contra ellos. Como si quisiera matarlos.

El moho se propagaba por los muelles y dársenas de madera de Governors Island, moho verde y viscoso, algas que crecían más rápido y más fuertes de lo que tenían derecho a hacerlo. Setas que emergían por todo Nolan Park. Venenosas y feas, exudaban horribles nubes de asfixiantes esporas cuando se las pisaba. Incluso el césped, las finas briznas que crecían entre las baldosas de Fort Jay se habían vuelto gordas y toscas, como si estuvieran intentando coger los tobillos de los supervivientes, deseando que tropezaran, tirarlos al suelo. Ocultas en las zonas con más sombra de la isla nacían belladonas, y la hiedra venenosa se expandía por los huertos cuidadosamente atendidos.

La peor parte era que todavía no había acabado. Todavía seguía. Desde el amanecer, el mildéu ácido que amenazaba el edificio de los dormitorios se había propagado a tres torres más de ladrillo. Quién sabía qué seguiría en pie cuando cayera la noche.

Marisol jugueteó con la correa de vinilo de sus prismáticos.

—La gente me hace preguntas que no puedo responder. No comprenden esto, Sarah. No saben por qué está pasando. Necesitan un motivo, cualquiera. Quizá han pecado ante Dios. O quizá no es más que la madre naturaleza recuperando lo que le pertenece. Aunque ese tipo de sensiblerías no tendrá acogida durante mucho tiempo. Querrán un chivo expiatorio. Alguien a quien echar la culpa.

Sarah asintió distraída. Estaba tan confusa como los demás, y podía reconocerse a sí misma que sería agradable echarle la culpa de este horror a alguien. Odiar a un chivo expiatorio la ayudaría a tragarse su miedo.

—Evidentemente —continuó Marisol—, diré que es culpa tuya.

Sarah dejó de asentir.

—¿Qué? —exclamó.

—Bueno, piénsalo. No eres de aquí. No quiero condenar a uno de los míos a algo parecido a un sacrificio pagano. Prefiero de lejos colgar a una casi desconocida. Además, es cierto, ¿no? Tú has traído esto aquí. Tú estabas persiguiendo al imbécil del Zarevich y en el proceso has delatado nuestra localización. ¿Te suena familiar?

—No, no —protestó ella—, hemos sido realmente cuidadosos, hemos mantenido la distancia…

Marisol se encogió de hombros.

—Vale. Quizá el hecho de que no ha pasado nada parecido en doce años, y que luego, de repente, apareces tú y un día más tarde estamos asolados por plantas malignas, vale, quizá, sólo quizá, sea una coincidencia. —Levantó las manos al cielo—. Pero no cambia nada.

La mente de Sarah volaba. Si los supervivientes de Governors Island creían eso, si creían de veras que ella era la causa del ataque biológico…, no esperarían para lincharla. La harían pedazos con sus propias manos.

Buscó algo, cualquier cosa, con que defenderse.

—Sí —dijo—, bueno, adelante, inténtalo. Adelante.

—Vale.

—Y luego… luego, cuando vayan a… a quemarme en una hoguera, lo que sea, cuando todos estén mirándome, entonces les explicaré exactamente quién te enseñó a convertir necrófagos en mansos.

A Marisol le tembló el labio. Podía ser la antesala de una sonrisa.

—Viniendo de la hija de un
lich
, sería difícil de creer.

Sarah palideció. Estaba luchando por su vida.

—No si les cuento qué consiguió Gary a cambio. No cuando les cuente cómo te utilizó como un juguete sexual vivo.

Sin embargo, Marisol no se arredró.

—Eso sonaría mal. Pero la cuestión sería que tendría que explicar un montón de cosas al día siguiente, pero tú seguirías muerta.

Maldita sea. Tenía razón, Sarah tenía que admitirlo.

Desesperada, completamente incapaz de pensar con claridad, Sarah sacó la Makarov del bolsillo de su sudadera y estiró el brazo hacia Marisol, sólo para encontrarse mirando el cañón de un revólver 357.

—Ayaan te enseñó cosas sobre las armas, ¿verdad? Eres bastante buena —le dijo Marisol. Respiraba con cierta dificultad. Sarah estaba casi jadeando—. A mí me enseñó Jack.

Lentamente, con una precaución basada en la reinante paranoia, ambas mujeres bajaron sus armas. No habían quitado los seguros, no había habido peligro real, pero Sarah sabía que había estado a un segundo de la muerte.

—Hacemos lo que tenemos que hacer para seguir adelante —declaró Marisol—. Tú lo sabes. Así que no te atrevas a juzgarme.

—Matarme no resolverá tu problema —replicó Sarah.

—No. Pero evitará que mi gente se rebele y empeore mucho más las cosas. ¿Se te ocurre una idea mejor?

Sarah tragó la saliva que tenía en la boca y volvió la cabeza para mirar las torres de Manhattan. Parecían una fortaleza inviolable como las de los cuentos infantiles.

—Quizá —dijo ella—, quizá vaya hasta allí y averigüe qué está provocando esto. Y tal vez pueda pararlo.

Marisol resopló.

—Sí, y quizá puedes volar. Venga.

—Merece la pena intentarlo —insistió Sarah. Sinceramente, ella no lo creía. Tan sólo creía que podía ser una vía de escape—. Mira, puedes echarme a los leones y tal vez eso te dé tiempo de evacuar. O puedo ir allí y quizá pueda conseguir algo de verdad.

Marisol la miró fijamente, dos rayos emergían de sus ojos clavando a Sarah en donde estaba, examinándola, estudiándola. Sarah se revolvía como un espécimen de laboratorio bajo las lámparas de calor. Entonces sucedió algo extraño. Marisol parpadeó. Pareció perder un par de centímetros de altura y los tensos músculos de sus hombros y sus brazos flaquearon.

—De acuerdo —dijo ella.

Sarah movió la cabeza con extrañeza, sin alcanzar a comprender.

—¿En serio? —Pensó que tal vez Gary se había apoderado del cuerpo de Marisol, o que el Zarevich podía controlar el cuerpo de la alcaldesa a distancia, pero no, no había ninguna energía oscura en los alrededores. Sarah se habría dado cuenta si había algún tipo de magia en marcha. Comprendió que Marisol sólo estaba desesperada. Necesitaba ayuda con urgencia.

—Sí. Te daré un barco y las armas que quieras. Irás sola. Haz lo que puedas, luego vuelve. Sé que no intentarás escapar.

—Por supuesto —respondió Sarah, queriendo decir: «por supuesto que escaparé, tan rápido como puedan llevarme las piernas». Pero no dijo eso.

—Lo sé —afirmó Marisol—. Porque si lo haces, no volverás a ver a tu padre nunca más. Sacaré a tu padre de la torre y lo convertiré en mi ejemplo.

La esperanza dio un vuelco dentro de Sarah como un líquido frío empapándole los pies.

Acaba de arrinconarse a sí misma.

Capítulo 11

No durmió más. Nunca volvería a dormir. Cuando anocheció, a Ayaan comenzaron a dolerle y a secársele los ojos. Se los frotó hasta que se le empezó a saltar la piel. Después de eso se obligó a no frotarse.

Uno a uno los fanáticos se fueron a las camas, hamacas y colchones viejos asediados por el polvo y los insectos. Desaparecieron en el interior de las tiendas a oscuras y los hoteles asaltados, estirando los brazos, bostezando.

Salió la luna y encontró a Ayaan todavía esperando, esperando a que llegara el sueño y sabiendo que nunca lo haría. Algo más la encontró también. El
lich
sin labios. Semyon Iurevich, quien todo lo veía, quien todo lo sabía. Se ciñó el albornoz sobre el pijama a rayas una talla demasiado grande para su delgado cuerpo.

—Ven —le dijo, y la guió lejos de la hoguera en medio de la avenida Ocean. Lejos de la luz y de los escasos fanáticos de guardia que todavía estaban parcialmente despiertos.

Ella observaba la espalda del
lich
mientras éste se alejaba de ella, la tenue extensión de tela sobre sus hombros como un faro atrayéndola a la parrilla de calles a oscuras. Vio como sus pies se arrastraban, desganados pero sin parar, estudió la complicada ingeniería de sus tobillos secos, los bultos y las puntas y los trozos de hueso, y los tendones estirados encima. Cuando se dio media vuelta para mirarla, su cara era una máscara funeraria, la piel estaba demasiado tensa sobre el hueso rígido. Sus ojos parecían enormes en sus cuencas.

Ella era vagamente consciente de que estaba prestando demasiada atención al
lich
. Pensó que tal vez la horrorizaba inconscientemente, no por su espantoso aspecto, sino porque sabía que dentro de poco ella sería como él, que su propio cuerpo se secaría, adelgazaría, exudaría horribles sustancias químicas. Putrefacción.

Pero también era posible que sólo la estuviera hipnotizando. Ella no conocía el alcance de sus poderes psíquicos. Sólo sabía que podía ver el interior de su corazón. Y que había mentido a su amo por ella.

—Sí, es cierto —le dijo él. Habían dejado de moverse. Estaban en el interior de una diminuta habitación con hilos de luz que se colaban a través de las celosías de madera. Ella no recordaba haber entrado en el edificio, lo cual era probablemente una mala señal. Alargó las manos para intentar, literalmente, captar dónde podría estar, pero no encontró más que telarañas—. He mentido por ti. ¿Entiendes? Es mentira lo que dije, que eres de fiar. Inofensiva. ¡Bah!

Ella lo buscó con la mirada, pero sólo podía ver sus dientes iluminados por la luz de la luna. Dientes expuestos en un rictus eterno; los labios levantados, lejos de su boca. Sus encías sobresalían de su cara, rosadas como heridas.

—Los dos sabemos que eres una asesina. ¡Los dos sabemos a quién debes matar! Él es peligroso, más de lo que nadie sabe. ¡Veo su corazón! ¡Su corazón negro y muerto!

Ayaan asintió y se humedeció los labios, comprobando que todavía estaban ahí. Tenía muy poca saliva en la boca y notaba la lengua como la de un gato cuando rozaba su piel. Su mano subió para tocarse el cuello, donde su carcelero tatuado se enrollaba a su alrededor como una alambrada.

—Sí, él tiene el control. Control sobre ti. Debes ser cautelosa, en todo. Pero juntos. Juntos mataremos. Tu amigo, el fantasma. —Una sonrisa, el ceño fruncido, eran lo mismo en su cara—. En mí tiene un amigo. Trabajaremos juntos.

Ella parpadeó.

Era de día y su mente estaba en blanco. Sucedió así de deprisa. La noche había desaparecido; había irrumpido el día. Estaba de pie en medio de una calle.

Detrás de ella una bocina emitió un prolongado y grave acorde y Ayaan dio un respingo.

Se volvió y se encontró ante un vehículo que era un cruce entre un coche de carreras y un Land Rover. Tenía cuatro enormes ruedas de caucho y una cabina en la que cabían cinco personas sin problemas. El motor estaba al aire libre, todo conductos de cromo y danzantes pistones. Su rejilla parecía un arco gótico robado de una catedral. Unas llamas multicolores decoraban la cabina. El adorno del capó era una calavera hecha en cromo y la parte de carga posterior estaba llena de cadáveres sujetos con cuerdas elásticas. Ayaan miró más a fondo. Los cuerpos desnudos de la parte de atrás habían sido tratados quirúrgicamente. No tenían manos ni labios. Su sopor, imaginó ella, sería sólo temporal, sus metabolismos habían sido ralentizados por el espectro de verde. Levantó la vista y lo vio en el techo del todoterreno, atado a una silla de jardín y encadenado a un profuso despliegue de luces antiniebla. Él le sonrió cuando la vio dar un salto, sorprendida.

La puerta del acompañante se abrió. El hombrelobo estaba sentado al volante y se deslizó sobre el asiento para tenderle una mano. Le enseñó cómo ponerse el cinturón de seguridad, regular el aire acondicionado y usar el equipo de música. Era necesario, ya que el salpicadero era tan largo que él era incapaz de llegar a esos mandos mientras estaba con el cinturón de seguridad puesto en el asiento del conductor.

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