A pesar de que no era más que media tarde, la oscuridad se cerraba sobre ellos como la niebla. Intentaron seguir la carretera, pero el bosque tenía sus propios caminos que ofrecer. Uno de ellos conducía a un amplio claro y el espectro de verde se apresuró hacia allí, clavando su cetro de fémures en el suelo para ayudarse en el resbaladizo camino cubierto de musgo.
Ayaan lo siguió y emergió en un lugar bien iluminado donde los matorrales crecían sin control, pero donde los árboles habían sido talados. Montañas de hojas muertas rodeaban el claro, unas cuantas todavía ondeaban en las ramas caídas. Ayaan había crecido en un territorio desértico, pero incluso ella estaba segura de que los árboles no formaban aquellos claros de forma natural.
Después estaba el macho cabrío. Tendido en medio del claro sobre una pequeña elevación del terreno. Estaba muriendo, su pelaje estaba salpicado de trozos de hojas putrefactas, la mirada lechosa y perdida, con las enormes pupilas dilatadas incluso bajo el reluciente sol. Había pateado su plato de agua y Ayaan podía contar sus costillas, que sobresalían en el costado. Sólo los cuernos, que salían de su cabeza formando una gruesa y retorcida «V», parecían sanos.
—Alguien me ha dejado un tentempié —anunció alegre el espectro de verde. La propia Ayaan sentía la energía del macho cabrío, que se apagaba, pero seguía siendo dorada y de lo más irresistible. No obstante, adelantó una mano para detener al espectro de verde.
—¿Por qué ningún necrófago que haya pasado por aquí ha exterminado a este animal tiempo atrás? —preguntó.
—Quizá no había ninguno en las proximidades. —Bajó la vista hasta el brazo de ella como si se lo fuera a arrancar sin dudarlo para conseguir el macho cabrío.
—Ya no, ahora ya no hay. —Con la otra mano Ayaan señaló una montaña de huesos blanqueados, huesos humanos mezclados con la hojarasca en el perímetro del claro. Luego señaló una depresión poco profunda enfrente del montículo donde estaba la cabra. La vegetación talada se alejaba del hundimiento siguiendo un patrón circular. Había un cráter parecido a menos de cuatro metros de donde estaban.
—¿Nunca has visto un campo de minas? —preguntó ella.
—Ridículo —dijo crispado el espectro de verde. Detrás de ellos llegó Erasmus con una piedra de buen tamaño en su peluda garra. Antes de que Ayaan pudiera detenerlo, lanzó la piedra en medio del claro. El metal salió disparado del suelo como una mala hierba y luego un fogonazo de luz empujó el costado de Ayaan y estuvo a punto de derribarla. El barro caliente y los trozos del macho cabrío despedazado se esparcieron por su ropa de cuero.
—No esperaba una explosión tan grande —dijo Erasmus, escupiendo barro y piedrecitas. A los tres los había alcanzado la metralla, que había echado a perder su ropa. De haber estado un poco más cerca sus cerebros estarían desperdigados por los árboles.
—Eso —dijo Ayaan, metiendo el dedo en un agujero de su chaqueta de cuero estampada con calaveras— era Bouncing Betty. Un resorte para hacer saltar por los aires la mina antes de estallar. Propaga la metralla en un área mucho más amplia e incrementa radicalmente el radio de alcance.
—¿Lo habías visto antes? —preguntó el espectro de verde.
—Algunas amigas mías sí. De cerca. —Ayaan echó un vistazo a través del humo que invadía el claro—. Minas. Hay formas mejores de mantener alejados a los extraños, pero pocas que hagan tanto ruido. Quien fuera que puso estas minas estaba escuchando. Ahora sabrán que vamos, si es que no lo sabían antes. Deberíamos volver.
—No podemos abortar la misión ahora. El Zarevich le ha dado mucha importancia a nuestra misión —replicó el espectro de verde.
—Entonces tenemos que movernos más deprisa. Encontrar a nuestros enemigos antes de que lo hagan ellos. Probablemente ése es el camino más rápido —dijo ella, señalando una continuación del camino en el extremo más alejado—. Es muy posible que esté plagado de bombas trampa a cada paso.
—Pues lo rodeamos. —El espectro de verde le dio la espalda al campo de minas y se encaminó de nuevo hacia la oscuridad del bosque. Llevaba una pequeña brújula y, aunque no tenían mapa, al menos podía saber si iban en la dirección correcta. Erasmus iba en cabeza, sus letales garras eran tan efectivas para despejar la maleza como diez machetes pequeños. Ayaan lo seguía y a ella la seguía el espectro de verde. Los necrófagos sin manos iban a la zaga, eran tan silenciosos que Ayaan seguía olvidándose de que estaban allí.
Llevaban en marcha media hora larga, dirigiéndose al oeste y al sur cuando podían, cuando Erasmus se paró en seco y la cara de Ayaan chocó contra su espalda peluda.
—Espera —dijo él—. Hay algo… Hay un poco de energía por aquí.
Ayaan lo llamó por su nombre, pero él se apresuró hacia delante, tal vez con la intención de conseguir su objetivo, quizá persiguiendo otra cosa. Ella lo siguió tan rápido como pudo sin dejar de estar alerta. Sus pies, ni de cerca tan firmes como habían sido, seguían enredándose en las raíces de los árboles y en los matorrales, y tenía un presentimiento terrible de que llegaría demasiado tarde, de que él se caería en un pozo sembrado de estacas afiladas o que empujaría un tronco en precario equilibrio que caería sobre él. Ella le gritó de nuevo, pero no recibió respuesta.
Estuvieron a punto de chocar otra vez cuando finalmente dio con él. Se había parado delante de un enorme árbol centenario, tan grande como para que el camino lo rodeara, una ingente columna de madera por la que escalaban las hormigas, envuelta en lianas colgantes, salpicado por todas partes de extremidades atrofiadas a las que les faltaba el sol pero, a pesar de todo, tan gruesas como árboles. Parecía como si Erasmus estuviera inclinándose sobre el tronco del árbol; tal vez estaba descansando un momento. Descansando sobre su cara. Ella lo rodeó con cautela. Tenía los ojos y la nariz apretados con fuerza contra un nódulo del tronco del tamaño de un plato. No se movía. Teniendo en cuenta la falta de respiración o pulso de un hombre muerto, parecía más una protuberancia peluda del árbol que un organismo separado.
El espectro de verde llegó dando tumbos entre los matorrales, haciendo el suficiente ruido para alertar a todos los enemigos del bosque.
—¿Qué le pasa? —preguntó—. ¿Qué le han hecho? Sácalo de ahí.
Ayaan no estaba segura de si deberían moverlo, pero de todas formas tiró de una de sus piernas. Hubiera dado lo mismo que tirara de una rama de hiedra, el cuerpo de Erasmus, que todavía conservaba la flexibilidad, estaba clavado en el sitio. Tiró una y otra vez. Finalmente el espectro de verde dio un paso adelante para ayudarla. Apoyó su cetro contra el árbol y tiró.
Erasmus se soltó con un aullido, un sonido que sólo un animal podía hacer. Sus piernas salieron hacia arriba y rastrilló al espectro de verde en el abdomen, abriéndole la carne y la piel. Con otro grito, se alejó de un salto y se dirigió a las profundidades del bosque, moviéndose tan rápido como sus piernas muertas podían, sin dejar otro rastro que Ayaan pudiera seguir, solamente avanzando a trompicones entre los matorrales y chocando contra las ramas de los árboles como un hombre poseído.
Ayaan tenía la sensación de que eso era exactamente en lo que se había convertido. Se dio cuenta de que la circunferencia había sido vaciada detrás del ancho nódulo. Dentro, alguien había colocado un espejo hexagonal, con un marco hecho de huesos de dedos humanos. La energía oscura emanaba del mágico objeto, y Ayaan tuvo cuidado de no mirar el cristal. En su lugar, cogió el cetro del espectro de verde y lo utilizó para machacarlo en fragmentos plateados e irregulares.
Luego se dio media vuelta y se percató de lo que el destino le ofrecía.
El espectro de verde estaba destripado en el camino. Sus intestinos secos se habían desparramado a su lado. En vano intentaba sujetarlos con las manos. Ni siquiera la miraba. Ayaan podía matarlo fácilmente, aplastarle la cabeza con su propio cetro o lanzarle una descarga de su energía oscura directamente sobre el cerebro. No llevaría más de un segundo. Los necrófagos sin manos que venían por el camino la destruirían, o quizá el Zarevich la mataría a distancia, pero eso no tenía importancia.
Se acercó al espectro de verde, con la intención de finiquitarlo, y entonces se detuvo.
Veo su corazón. ¡Su corazón negro y muerto!
Las palabras se movieron a través de su cabeza como una piedra rodando sobre su lengua. La mitad de su rostro había perdido la sensibilidad.
«Sé cautelosa con todo.»
Aquellas palabras la detuvieron en seco. Un fino hilo de saliva cayó de su labio dormido.
—Ésta es tu gran oportunidad —dijo el espectro de verde. Levantó la vista hacia ella con un amargo miedo en los ojos—. Si quieres demostrar lo que vales. Si quieres vivir.
—Sí —respondió Ayaan—. Quiero vivir. —Las palabras se precipitaron de su boca. No había pensado nada por el estilo.
—Entonces ve tras él. Persigue a ese gilipollas peludo que me acaba de destripar y averigua lo que ha pasado. ¿Sí o no?
Ayaan introdujo aire en sus pulmones, intentando aclararse la mente, pero el aire, innecesario, simplemente salió con un gemido.
—De acuerdo —asintió ella. Todo pensamiento de matar al espectro de verde había desaparecido. Ya no estaba en su cabeza. Podía sentir dónde había estado el pensamiento, pero no recordaba de qué se trataba.
Tu amigo tiene un amigo en mí
. Algo curioso que pensar, pero no la molestó mucho.
El tobillo de Sarah topó con algo metálico y se cayó, a plomo; se raspó la piel de los codos en el asfalto; las hojas y los fragmentos de enredadera se levantaron a su alrededor en forma de humo verde.
—Estoy bien —le dijo a Ptolemy, y comenzó a ponerse en pie.
La cosa con la que había tropezado era metal, metal negro salpicado de óxido. Casi podía discernir la forma, oculta bajo toneladas de vegetación, pequeños árboles y una maraña de matorrales que se agitaban al viento. Había tropezado con un ala. El objeto metálico entero, que alcanzaba los cinco metros de envergadura, era un aeroplano, un pequeño aeroplano volcado cuya nariz estaba enterrada en el suelo.
Lo habría inspeccionado más si no hubiera oído una sirena aérea justo entonces. El sonido se colaba desde todos lados a las calles atestadas de árboles. No distinguía de dónde procedía.
—¿Qué quieren? —preguntó, como si no supiera la respuesta.
Quizá no la sabía. Cuando se metió la mano en el bolsillo en busca de la reconfortante angulosidad de su pistola, sus dedos tocaron el escarabajo de piedra de talco.
ellos celtas vinieron por reliquias las reliquias de los celtas
, le dijo Ptolemy.
Sarah se puso de pie, le dolía el tobillo pero no estaba roto, y se dirigieron a la parte alta de la ciudad de nuevo. Lejos del último lugar donde habían visto a la doncella de moho. Si tropezaba de nuevo, Ptolemy tendría que cargar con ella. A ella no le cabía duda de que él podría hacerlo, pero dañaría su imagen como líder de esa farsa.
—Se supone que debías vigilar al Zarevich —le dijo ella, jadeando un poco. Había una especie de senda natural subiendo Broadway, un trozo de asfalto despejado donde los árboles todavía no habían llegado. El asfalto plano le producía una sensación extraña bajo los pies—. Ésas fueron mis órdenes.
y eran así yo centinela hacer pero allí y yo centinela
—le dijo él—.
yo fui descubierto yo descubierto
En realidad, ayudaba un poco saber que no era perfecto.
—¿Así que viniste en mi busca, para informarme?
sí y encontrar en cambio yo encontrar sí ella
. —La momia corrió hacia delante y cogió algo de un árbol. Sarah se detuvo y se agachó, para recuperar el aliento—.
más hay más
, dijo él, pero ella necesitaba procesar esto poco a poco.
—Un segundo. ¿Así que el Zarevich no la ha enviado aquí para tomar Governors Island? La ha enviado a por, ¿qué es lo que has dicho, reliquias? ¿Qué clase de reliquias?
Ptolemy sujetaba una ardilla no muerta entre las manos. Su cola no volvería a ser frondosa nunca más y le faltaba una pata. Cuando vio a Sarah, se lanzó a por ella con sus diminutas garras. Adorable. La momia la apartó y dejó a la ardilla inconsciente. De no haberla cogido él cuando lo había hecho, probablemente habría saltado al cuello de Sarah. Le habría desgarrado la garganta. Estaba desesperada por obtener energía. Por vida.
—Gracias —dijo ella, y repitió—: ¿Qué clase de reliquias?
una espada brazalete una cuerda una espada un brazalete
Sarah suspiró. Él podía llegar a ser tremendamente literal. Levantó las piernas, intentado evitar que se le entumecieran, y miró hacia atrás. Un movimiento disperso a un par de manzanas la puso en marcha de nuevo.
—Una espada. Una cuerda. Y un brazalete —refunfuñó ella—. ¿Qué espera hacer con ellos?
hacer magia
—respondió Ptolemy, como si ella le hubiera preguntado a una soldado qué hacer con un arma—.
él fantasma hará fantasma él hará magia
Magia fantasma. Sí. Ella sabía lo útil que podía ser. Quizá debería haber conservado la ardilla. Quizá Jack podría haberla poseído y darles algunas pistas.
Le vendrían bien. Estaba corriendo ciudad arriba, lejos de la reina de las setas, pero también de su barco. Los supervivientes de Governors Island le habían asegurado que Manhattan estaba casi libre de necrófagos, que se habían ido al oeste. Pero no estaba dispuesta a confiar en eso, ya que estaba mucho más arriba de Broadway de lo que nadie de la gente de Marisol lo había estado en los últimos doce años.
Que ella supiera había algunos necrófagos en Manhattan. Cosas raras, mutiladas quirúrgicamente, que la estaban cazando como si fuera un ciervo. Y los guiaba una
lich
que podía matar a alguien sólo con acercarse.
de yo hablar más algo más yo hablar de
, dijo él desde su espalda, sin ni siquiera jadear para hablar. Bueno, naturalmente, no necesitaba respirar, y de todos modos no sabía qué efecto tendría respirar en la telepatía.
es ayaan sobre ayaan es
Eso la hizo pararse en seco. Sarah le clavó la mirada hasta que él volvió a hablar.
lich ella está muerta un lich muerta
. Las palabras hicieron que a Sarah le diera vueltas la cabeza. Muerta.
lich
. Ayaan.
lich
. Muerta.