La calavera parecida al insecto que se movía como un crustáceo subió por la pared que estaba tras su padre, apareciendo en su campo visual, pero ella cerró los ojos sin más y regresó al lugar en el que eran una familia, una familia otra vez, y los muros entre ellos se movieron y se recolocaron para hacer caminos y sendas que les permitieron llegar el uno al otro.
Había alguien más en ese laberinto, alguien que ninguno de los dos podía ver, y naturalmente se trataba de Helen. Su madre, su esposa. Helen, quien había aparecido, quien tal vez seguía encerrada en un baño en Nairobi, golpeándose contra la puerta, intentando salir para encontrar algo de comer. Era un tipo de fantasma tenue, una presencia distante incluso en el recuerdo, sin embargo, y era bastante fácil ignorarla mientras agitaba sus cadenas.
Había recuperado a su padre. Tras doce años. No estaban en la clase de mundo en el que eso sucedía. Estaba tan contenta. Tanto.
—Sarah —jadeó él, su voz era como el crujido del papel carcomido por el moho—. Se suponía que no debías verme así. Nunca. —Su cuerpo tembló contra el de ella. Él estaba intentando apartarla. Ella lo dejó irse, le permitió escapar de su abrazo como un trapo andrajoso que cae—. Éste es mi nido de araña. Se suponía que no me verías así de débil. —Apartó la mirada y parpadeó durante un segundo, el mismo tiempo que le lleva al sol esconderse tras una nube. Ella vio adonde miraba y negó con la cabeza. Su vergüenza lo había hecho mirar al manso muerto sobre la plataforma. Del que se estaba alimentando cuando ella entró.
—He aguantado tanto tiempo. Sólo tenía hambre… Creía que podría hacerlo.
La calavera se movió detrás de él, pero él la ignoró. Le clavó la mirada. Ella podía oír la palabra de su mente, con tanta claridad como si se comunicara telepáticamente con él, a pesar de que no era así. La palabra era «caníbal», y hacía que Sarah negara con la cabeza.
—Ya estaba muerto y…
—No es tanto que me lo haya comido como que lo he exprimido —convino él, un poco demasiado rápido. Dekalb levantó una mano con un crujido y se la puso sobre la mejilla, como si tratara de ocultar que se había sonrojado. El color de su cara, que era el de una acera de hormigón blanco tras una tormenta de verano, no cambió—. Se puede… se puede tomar sólo su oscuridad. Puedes absorber su energía y ellos se caen. Vi a Gary hacerlo. Una vez exprimió la de una multitud entera a la vez. Yo siempre lo hago de uno en uno. A veces tengo la impresión de que lo desean. Esa paz… —Negó con la cabeza y ella vio que su cuello era tan delgado como un segmento de tubería—. Te devuelve la fuerza, pero no reduce el hambre. Nada lo hace. Tengo tanta hambre, calabaza, tú no lo puedes saber.
Siguió observando el cadáver. Ella quería decirle que no pasaba nada, que no le importaba. Recordó al
lich
en Chipre y cómo Osman había necesitado más que palabras. Tenía que demostrárselo. Agarró el cadáver por los tobillos con todas sus fuerzas y tiró de él, lo lanzó por el borde de la plataforma. Cayó por el conducto a oscuras con una serie de prolongados golpes e impactos. Dekalb movió la mano para cubrirse la boca. Se había vuelto tan débil, tan delgado desde la última vez que ella lo había visto. Tan consumido. Pero no todo era la muerte, no era sólo la no muerte lo que le hacía estar tan pálido y desmejorado. Oyó el sonido de unos pasos cortos a su espalda y giró sobre sus talones.
La calavera-insecto con los ojos azules levantó la vista hacia ella desde la plataforma. Se elevó en el aire, levantándose unas pulgadas del suelo, y cayó de nuevo. Quería que le prestara atención.
—Es Gary, ¿verdad? —preguntó ella. Era un presentimiento. No concebía qué otra persona podía ser. Los dos estaban tan unidos en la historia, al menos en la versión de Ayaan: Dekalb y Gary, el bien y el mal enzarzados en una batalla épica, y Dekalb sólo pudo ganar esa batalla sacrificando su propia vida. Naturalmente, en la historia Dekalb no regresaba como un
lich
y Gary era un enorme y mortífero monstruo que quedaba reducido a cenizas. Esta criatura, esta calavera humana, no se parecía a nada que hubiera visto antes y eso la preocupaba. Sabía que Ayaan habría formulado un millón de preguntas. Nunca se ignoraba nada que fuera nuevo o inusual, ésa era una de sus reglas. Por mucho que Sarah ansiara hablar con su padre, sabía que debía aclarar el misterio primero. Sarah le dio la vuelta a la calavera reptante con una bota y vio las extremidades articuladas que tenía debajo, ocultas como las patas de un cangrejo. Las patas pedaleaban sin control y ella apartó la bota asqueada, preguntándose si debería patear esa cosa maligna y lanzarla a la oscuridad del conducto de ventilación. Se revolvió hasta ponerse sobre sus pequeñas patas articuladas y se alejó de ella a toda velocidad. Ella miró de nuevo a su padre.
Él asintió.
—Ya no es humano. Ni siquiera tiene la apariencia de un humano. Lo he matado tantas veces… Creo que ha estado muerto tantas veces que ha olvidado cómo es un cuerpo humano. Se está curando, y está creciendo de maneras que no puedo prever. No parece capaz de morir sin más. Lo he intentado todo, incluso he hecho que las momias lo despedazaran con una almádena. Al día siguiente se había rehecho del mismo modo que solíamos pegar los jarrones rotos con pegamento de contacto. Me encerré aquí y me aparté del mundo porque tenía que vigilarlo. Para asegurarme de que no se escapaba. —Entonces miró al insecto-calavera como si hubiera cambiado de color—. No, no creo que eso sea apropiado —dijo él, y Sarah arrugó la frente hasta que volvió a mirarla a la cara—. Él y yo podemos comunicarnos, más o menos. Quiere hablar contigo, él… Gary, no me obligues a aplastarte de nuevo, o tal vez podríamos hervirte en una olla… No. Jamás. Nunca te acercarás a ella, ¿me oyes? ¡Jamás!
—Me gustaría oír qué tiene que decir —le dijo Sarah a Dekalb.
—Oh, bueno —asintió el
lich
con las manos en la garganta—. Aunque tendré que traducir. No tiene pulmones ni cuerdas vocales ni lengua, nada, y…
Ella lo interrumpió a media frase.
—Conozco un truco —apuntó, pensando en la piedra de talco de su bolsillo. A menudo había especulado cómo la unía a Ptolemy—. Sólo necesito algo suyo, algo cercano a él. Algo como una joya que llevara siempre, un anillo de boda o una camisa preferida o…
Una de las momias, silenciosa e invisible hasta ese momento, se adelantó deslizándose y levantó la calavera del suelo. Con un golpe seco arrancó uno de los dientes de la mandíbula superior de Gary y luego tiró el resto sobre la plataforma. La momia le entregó el enorme diente amarillo, con sus terminaciones nerviosas y se retiró a la sombras.
Sarah se mordió el labio.
—No sé si esto funcionara —dijo ella. Cerró el puño alrededor del diente y frunció el ceño.
Eso ha sido jodidamente doloroso, capullo
, dijo Gary, utilizando la propia voz interior de Sarah. Él no estaba hablando con ella, pero aun así podía oírlo. Las palabras explotaron en su mente e hicieron que sus oídos zumbaran para solidarizarse.
Vuelve aquí y te arrancaré el maldito capullo de un mordisco. ¿O lo pusieron en uno de esos putos jarrones?
Ella apretó los ojos y trató de reducir su propio volumen mental.
No funcionó.
Así que tú eres Sarah, ¿eh? Eres más flaca de lo que esperaba. También creía que serías blanca, como tu viejo. No me malinterpretes, no soy un racista. Te daría un mordisco con ganas si tuviera una mandíbula propia
.
Ella lo sentía sonreír en su cabeza, su lengua lamiendo su materia gris, los pliegues de su cerebro. Estuvo a punto de soltar el diente. Luego se dio cuenta de que no podía, de que la zumbante y punzante energía del diente había paralizado su mano. No podía soltarlo. Intentó abrir la boca para hablar y se dio cuenta de que no podía hacer eso tampoco.
La puerta abierta la llamaba. Ella luchó contra su atracción; no estaba preparada para entrar.
No estaba preparada para matar de nuevo, tan pronto.
La
baraka
tiraba de las venas calcificadas de Ayaan. Le había salvado la vida y ahora quería su remuneración. El poder se movía en su interior, le quemaba las entrañas. Necesitaba repostar. Necesitaba carne. Sabía exactamente lo que quería. También sabía que nunca podría satisfacerlo, jamás, no importaba cuanta carne comiera. No importaba cuanta carne humana viva.
La nausea hinchaba su estómago, llenándolo de piedras calientes. Cayó sobre una rodilla y escupió sobre el paseo de madera. Cuando se limpió la boca y levantó la vista, el hombre desnudo estaba allí. El de los tatuajes azules y la horca alrededor del cuello.
—Sé cuál es tu próximo movimiento, muchacha —le dijo.
—Entonces vas un paso por delante de mí —le replicó Ayaan. Bajó la otra rodilla, se arrodilló y tocó la madera desgastada con la frente. Estaba mirando al mar, tan cerca de estar orientada a la Meca como podía esperar. Comenzó a rezar en silencio. Se detuvo a media
du’a
.
—Tú —le dijo al hombre. Levantó la cabeza—. Tú debes saber algo sobre el mal. ¿Ahora soy un monstruo? ¿Si pronuncio el nombre de Dios, me golpeará?
El fantasma cerró los ojos y una mirada de dichoso alivio se apoderó de su rostro.
—¡Al fin! —suspiró—, una de ellos que cree. —Lo cual no respondía a su pregunta. Cuando lo miró el tiempo suficiente, él cambió de postura y finalmente abordó su problema, aunque le dio más una opinión que hechos probados—. ¿Eres un monstruo ahora? Oh, sí. Pero tu Dios te hizo, ¿o no, muchacha? Él te hizo como eres y lo hizo por un buen motivo, puedes estar segura. Reza cuanto quieras. Yo te esperaré aquí.
Sin embargo, el impulso la había abandonado. Se puso en pie y lo miró, lo miró de verdad. Él no estaba allí. Pero parecía de verdad, incluso sintió el calor de sus manos cuando se las había cogido, pero no había nada tras la imagen. No había energía, ni viva ni muerta.
—Sé cuál será tu próximo paso —repitió él cuando ella dejó de tocarlo—. Vas a hacer un pequeño sacrificio. Entrarás allí corriendo —dijo, señalando la puerta abierta—, atacando con tu rayo mortal, y harás preguntas más tarde. Con suerte, acabarás con el Zarevich, pero incluso si sólo terminas con el espectro de verde, bueno, será un buen día. Te masacrarán, por supuesto. Pero ¿quién se lamenta por un peón cuando su pérdida equivale a conseguir un alfil?
—Puedes leerme la mente. —Las manos de Ayaan cayeron a los lados.
Él no se molestó en asentir.
—¿Merece la pena algo bueno tan pequeño cuando se echará a perder tanto potencial? —preguntó—. Aquí hay un juego más profundo, si estás dispuesta a ser un poco paciente, muchacha, y hay mucho más que ganar de lo que piensas. De momento juega limpio. No entres allí fingiendo ser una de los suyos. Son demasiado listos para eso. Pero actúa como si te hubieras venido abajo, como un caballo salvaje domado, y tendrán tantas ganas de creérselo que no harán muchas preguntas. Luego haz exactamente lo que te dicen. Espera tu momento. Espera a la verdadera oportunidad de mejorar.
Lo que decía sonaba prudente. A ella no le gustaba, quería venganza, pero no había vivido tanto tiempo a base de ser una temeraria. Asintió.
—Está bien —comenzó a decir, con la intención de hacer más preguntas, pero él desapareció sin despedirse. Sabía que se suponía que los fantasmas eran así, pero no dejaba de ser inquietante.
Negó con la cabeza y cruzó la puerta. Entró en un espacio cavernoso y oscuro, y luego cerró los ojos cuando una brillante luz roja atacó sus ojos. Un cartel, un cartel de neón en inglés que decía loc-o-rama zumbó y cobró vida en aquel espacio en penumbra, dejándole ver sus esquinas y proyectando una luz infernal. Para entrar en loc-o-rama tenía que internarse en la boca de la cabeza de una escultura, que se completaba con unos colmillos triangulares gigantescos.
Más allá de la abertura había una serpenteante vía de tren en miniatura y montañas de maniquíes pintados de reluciente amarillo lima. Algunos parecían brujas, otros maníacos con cuchillos. Los esqueletos abundaban, así como los buitres y los murciélagos. Una tela de araña hecha de sedal colgaba del techo y le rozaba la coronilla. Loc-o-rama fue en su día una atracción de carnaval, decidió. Una atracción oscura.
En el fondo de la sala estaban los
liches
, reunidos en una oscura conferencia. El espectro de verde, la maravilla sin labios y el hombrelobo. La estaban esperando, estaba segura: su atención, su energía, se dirigía a ella. Uno de los coches de la atracción estaba al final de la vía, la parte de atrás giró hacia ella ocultando a sus ocupantes de la vista. Sin embargo, con la visión de los muertos podía ver a través de la madera y el metal. Veía dos figuras, su energía brillaba por la excitación, sus auras se entrecruzaban. Uno estaba muerto, un
lich
. El otro estaba vivo pero herido.
El estómago de Ayaan rugió. Herido… vivo… carne. El deseo intentó doblegarla, pero ella lo venció.
Cicatrix se puso en pie, separó sus extremidades del ocupante muerto del coche. La mujer llena de cicatrices casi pareció vergonzosa cuando sus ojos se encontraron con los de Ayaan. O tal vez estaba sonrojada por otros motivos. Una herida abierta en su pecho rezumaba sangre que bajaba en coágulos manchando el profundo escote de su vestido de lino blanco.
La mujer viva descendió del coche y caminó a su ritmo hacia la salida. Al pasar al lado de Ayaan alargó el brazo para tocar el brazo de la somalí.
—Es divertido —susurró—. Puede ser una buena vida, si puedes cogerle el gusto.
Sonaba a una especie de disculpa. Sin más explicaciones, se marchó por donde Ayaan había llegado.
Ayaan avanzó para encontrarse con el ocupante del coche. Era el Zarevich, estaba segura. Rodearía el coche para llegar a la parte delantera y ver qué era realmente. Entonces lo freiría con su resplandor mortal, pondría todo lo que tenía hasta que el espectro de verde fuera a por ella. Había oído al fantasma y sus advertencias, pero la tentaba dolorosamente.
No obstante, antes de que pudiera llegar al coche, el hermoso muchacho en su armadura de filigranas apareció de la nada, cortándole el paso.
—Te has acercado demasiado. Quédate aquí, ¿vale? —le ordenó, y ella sólo pudo asentir. Comprobó que no era más que una proyección, igual que las que Sarah tenía al principio. No había energía en el chico, ni oscuridad ni energía. Bien podría haber estado hueco, como una calabaza. Era igual que el fantasma de fuera.