Zombie Planet (17 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

—Bueno…, y aquí estamos —dijo Cicatrix. Se detuvieron en el paseo marítimo y Ayaan levantó la cabeza para mirar.

«Mantente con vida», pensó. O recordaba haberlo pensado. El tiempo había hecho algo raro, se había vuelto en su contra.

Ante ella se erigía la carcasa de un edificio, no quedaba más que la mitad de los ladrillos, pintados de un color azul parecido al de un cielo despejado. Una cara flotaba sobre ese fondo, riendo histéricamente, en silencio total. Incluso el sonido de la respiración de Ayaan era engullido por la niebla.

Ayaan pensó en Sarah. Intentó pensar en Sarah. Trató de recordar la cara de la chica, su pelo casi rapado. La asquerosa sudadera que llevaba siempre, que pensaba que podría haber sido de su padre. Sarah.

—No habrá nada de esto —dijo Cicatrix, y agitó un dedo ante la cara de Ayaan. No recordaba qué había estado haciendo para ganarse tal reprimenda. Entonces bajó la vista y vio que estaba desnuda. La manta estaba detrás de ella, tirada sobre un tablón como un líquido que se ha derramado.

Las manos de Ayaan estaban cerca de su cara. Había reunido la fuerza suficiente para levantar los brazos, para tocarse la cara. No, un momento. Le dolía la cara. Le escocía, en ocho puntos concretos. Podía contarlos. Bajó la vista hasta sus dedos y vio trozos de piel bajo sus uñas.

¿Había… había estado intentando arrancarse la cara?

El tiempo se había vuelto en su contra. El tiempo y… el tiempo y la memoria. Entraron.

—¿Puedo tumbarme? —preguntó Ayaan. Le dolían mucho los pies—. Sólo un rato.

—Oh, sí —asintió Cicatrix. Condujo a Ayaan a una pequeña tienda de campaña de plástico montada en el interior de las ruinas del edificio. Allí había una cama…, o no una cama, sino un sitio que parecía… bueno, se parecía un poco a una cama, o a un sillón largo, un diván. Pero estaba lleno de hielo—. Espera, déjame ayudarte —dijo Cicatrix, y sujetó el brazo de Ayaan mientras ella se acostaba en la cama helada.

—El hielo se me está pegando a la espalda, a la piel —anunció Ayaan. De repente había un montón de gente en la tienda. El corazón le latía deprisa y después se saltaba un latido. Alguien le metió un tubo por la nariz; la punta resbalaba gracias al lubricante. Intentó estornudar y toser y resistirse, pero no se lo permitieron. Eran mucho más fuertes de lo que ella recordaba. Una mujer en uniforme de enfermera, con cofia y todo, se inclinó sobre ella, sumiéndola en las sombras, y le clavó una aguja hipodérmica en el cuello.

—¿Qué… qué era… qué… era… eso? —preguntó Ayaan. Le temblaban los brazos, su cuerpo se estremecía. ¿Era el hielo? ¿Estaba temblando a causa del frío? En realidad, ya no lo sentía. Estaba temblando demasiado. Estaba temblando muchísimo. Estaba temblando… tenía convulsiones—. ¿Qué me acabas de poner? —preguntó.

La boca de la mujer era una línea recta, una ranura de la que podría salir una tira de cifras.

—Cianuro —respondió ella.

La oscuridad repiqueteó sobre la vista de Ayaan como postigos cerrándose con un sonido zumbante, un pitido.

El sonido chirrió hasta convertirse en un aullido, un reverberante grito que podría haber salido de su propia garganta salvo salvo salvo

el tiempo no se había vuelto contra ella daba vueltas a una rueda giraba como una rueda

(Por un momento estuvo fuera de su cuerpo, con la mirada gacha, señalándose a sí misma. La sangre corría por tubos que le bajaban por la garganta hasta el culo. Una máquina como una gaita se hinchaba y deshinchaba y respiraba por ella. Había un hombre a su lado, un hombre blanco desnudo y muy peludo con tatuajes azules por todo el cuerpo. Tenía una cuerda en el cuello como una corbata punk, o como una cuerda de horca demasiado corta. «Ésa soy yo —dijo ella—. Me están matando», y él sonrió del modo que se sonríe a un bebé que de repente, como primeras palabras, anuncia que se ha cagado en el pañal. «Te conozco, ¿verdad?», preguntó ella.)

Una enfermera entró en la tienda y lo atravesó, como si él fuera un fantasma.

(
Sí,
le dijo el hombre sin abrir la boca. Su visión desapareció y en su lugar vio un cerebro en un bote de cristal.
Estaré en contacto,
le dijo él, y entonces ella volvió a su cuerpo, a oscuras, con ese ruido).

Entonces:

el ruido paró

todo

paró.

Ella abrió los ojos con un grito.

Ayaan se sentó en la cama, desnuda bajo las sábanas de seda. Estaba en un pequeño dormitorio con una chimenea. Una alegre llamita danzaba en una esquina de su campo visual. Sentía la cabeza como si se la hubieran abierto y se la hubieran llenado de chatarra. Se tocó la cara y sintió una fría máscara de goma.

No estaba respirando. Inhaló una profunda bocanada de aire y notó como salía fuera de ella de nuevo. Se tocó la muñeca con dos dedos y no se pudo encontrar el pulso. Encontró una vena negra bajo su piel marrón que se había tornado grisácea. Era tan dura como un trozo de cable. La sangre dentro de esa vena no estaba yendo a ninguna parte.

Ella chilló y chilló, gritó y maldijo y no le dolió la garganta. Lloró, con grandes y fuertes arcadas, pero no brotaron las lágrimas.

Le subió una nausea y salió de un salto de la cama, buscando desesperada algo en donde vomitar. No encontró nada, así que se llevó las manos a la boca y aguantó, aguantó hasta que la necesidad de vomitar se fue. La dejó sintiéndose agotada, acabada y dolorida.

Y luego hambrienta. Realmente picaría algo, se dijo a sí misma. Le haría falta mantener sus reservas de energía para lo que venía luego.

¿Qué venía luego? No podía recordarlo.

Se puso en pie otra vez. Miró en derredor en la habitación. Había un descolorido recorte de periódico pegado en una pared, una fotografía de un edificio al lado de un paseo marítimo, con las ventanas rotas, la pintura saltada o completamente desaparecida. Un lugar que había muerto antes de que el mundo se acabara. Una pequeña lámpara en una esquina había sido cubierta con un pañuelo rojo.

Encontró un armario y, dentro, un único conjunto de ropa. Un mono de cuero negro con un montón de tiras. Un par de botas de cuero que le llegaban hasta la mitad de los gemelos. Una chaqueta de cuero negro pintada por todas partes con aerosol blanco de un motivo de calaveras sonrientes. Se puso las prendas con dedos torpes que notaba el doble de gordos de lo que parecían. La ropa le quedaba a la perfección.

En el fondo del armario halló un fragmento de un espejo roto. Lo cogió y contempló su imagen. Tenía casi el mismo aspecto, aunque enferma. Pero algo llamó su atención y requirió un examen pormenorizado. Tenía un tatuaje en el cuello y en la nuca que daba la vuelta, una inscripción en brillante tinta plateada de caracteres rusos en cursiva. Como un collar de castigo que nunca podría quitarse. Había visto ese tipo de escritura antes, pensó. Lo había visto escrito en un bote de cristal con un cerebro dentro.

No hables
, pensó. Salvo que no era su propio pensamiento. Alguien había hablado dentro de su cabeza. La voz de él era un rebuzno y sonaba demasiado alta. Empeoraba su dolor de cabeza.
No reacciones. Te digan lo que te digan, asiente y sonríe
.

Se oyó un golpe en la puerta de la habitación.

Capítulo 5

A la luz de una lámpara de aceite, Marisol examinó un puñado de palitos amarillos.

—Trigo de invierno —explicó ella, pero eso no significaba nada para Sarah. La alcaldesa de Governors Island dejó los palitos sobre la mesa y se examinó los dedos. Un fino y suave polvo negro los cubría y se resistía a irse fácilmente. Marisol se olió los dedos y arrugó la frente—. Un hongo de alguna clase. Esto es nuevo para nosotros, y no me gusta.

En la esquina de la habitación, Osman estaba sentado con una mano en la cabeza. En la otra sujetaba una botella con un líquido lechoso. A juzgar por la forma en que seguía parpadeando a cámara lenta y balanceándose hacia delante hasta casi caerse de la silla, Sarah decidió que debía de estar borracho. Miró a Marisol.

La alcaldesa se encogió de hombros.

—Han sido años, me ha dicho. Déjalo que lo pruebe. Por la mañana se sentirá como una mierda y maldecirá a Dios y luego volverá a la normalidad. De todos modos, no hacemos suficiente licor como para que se convierta en un alcohólico. —Frunció el ceño—. Después de todas las cosas que hemos visto, todos nosotros, creo que nos merecemos emborracharnos una y otra vez. No me importaría beber algo, la verdad. A ti —dijo ella, y señaló el trigo contaminado que había sobre la mesa— esto puede parecerte bastante banal. Para mí es un recordatorio. Los primeros inviernos aquí fueron… duros. Originalmente éramos doscientos. Ahora, incluso con los refugiados que hemos adoptado y un par de nacimientos, estamos en setenta y nueve.

Sarah no sabía cómo interpretarlo. Sonaba mal, cierto, pero nada comparado con lo que había ocurrido en África. Allí, en su día, hubo los supervivientes equivalentes a la población de toda una nación. Somalia había mantenido a un millón de sus habitantes con vida durante el primer año. Ahora ya no existía Somalia. El pequeño grupo de Ayaan era todo lo que quedaba.

—Sé que has visto a los mansos en el jardín. Sé lo que debes pensar de nosotros. Pero no lo habríamos logrado sin ayuda. —Marisol sonrió y alargó una mano hacia ella. Al ver que Sarah no se inmutaba, Marisol tomó la barbilla de la joven y le sonrió—. Conoces algunas de las historias, naturalmente. Sabes lo de Gary.

Sarah asintió. No hacía falta decir más. Lo que Gary le había hecho a Marisol, y cómo lo destruyeron finalmente, era parte de la mitología de Governors Island. Era parte de la mitología de la Epidemia.

—Hay cosas que tengo que contarte, cosas duras. Pero por desgracia soy una cobarde con muy poco carácter. Así que, en cambio, voy a enseñártelo y tendrás que lidiar con ello como puedas. Después puedes odiarme. Me parecerá bien.

A Sarah se le cayó el alma a los pies. Tenía algo que descubrir: algo que la haría llorar. Iba a ser esto, estaba segura. Pero no dijo nada ni protestó de ningún modo. La alcaldesa sólo hizo una pausa para hablar con su hijo, el pequeño Jackie, y decirle que se quedara con Osman y esperara a que ella regresara.

—Cuando te he visto, te he odiado un poco —dijo Marisol—. No es justo que Dekalb tenga una hija tan sana y hermosa. Mi pequeño es lo que solemos llamar «enfermizo». —Gruñó suavemente de dolor, pero no del tipo físico—. Tiene problemas genéticos, un soplo cardiaco, los signos tempranos de escoliosis y quizá incluso lupus. ¿Sabes qué es todo eso? A duras penas podemos diagnosticarlo, y no hay tratamiento, ya no.

—¿Se pondrá bien? —preguntó Sarah, asustada por el niño. La mayoría de los niños enfermizos de África morían en sus primeros años.

—No dejaré que se me escape, no cuando él es todo lo que me queda… de viejos amigos. —Entonces Marisol se quedó callada. Llevó a Sarah al lado del agua, por un parapeto de hormigón rematado con una barandilla de acero que se había caído en algunas partes. Cuando vio adonde se dirigían, Sarah notó cómo se le aceleraba el corazón.

Marisol la guió por un estrecho paso elevado a la torre octogonal de ventilación que estaba en el extremo norte de la isla. Se erigía ante ellas en la oscuridad como un robot gigante sacado de un libro de ciencia ficción, era un atronador y enorme complejo de ventiladores que giraban sin fin y rejillas de ventilación que se abrían y cerraban siguiendo un patrón voluntariamente azaroso. Estaba coronado por una estructura de vigas vistas, las estrellas se veían a través de los oxidados huecos del metal.

Sortearon un sencillo laberinto de contenedores y llegaron a tres tramos de escaleras de metal que daban a la entrada de la torre.

—Este sitio no era nada de particular en el pasado —le contó Marisol a Sarah—. No es más que un conducto de ventilación, una tubería metida en el suelo para suministrar aire al túnel Brooklyn Battery.

—¿Hay un túnel debajo del agua? —preguntó Sarah. Como siempre, las maravillas de la ingeniería del siglo XXI la fascinaban, a pesar de que sus mayores las encontraran triviales y corrientes—. ¿Cómo lo construyeron sin que se metiera el agua?

Marisol negó con la cabeza. No lo sabía, o no se molestó en responder. Cogió un enorme manojo de llaves de su cinturón y abrió la puerta de la torre. Luego se apartó a un lado. Quedó patente que Sarah debía entrar sola.

Una lucecita iluminaba las entrañas de la torre, una tenue luz eléctrica que procedía de cientos de débiles bombillas, algunas puestas sobre cajas en las paredes, otras colgando de cables que cruzaban el vasto espacio abierto. Sarah se encontró en una galería, un estrecho pasadizo que rodeaba el borde de un pozo abierto. Miró abajo y comprobó que la mayor parte de la torre no era más que un hueco, un conducto de ventilación con un enorme ventilador en el fondo. Sus aspas rotaban con una lentitud geológica, y aun así generaba un fuerte viento que subió hasta su cara y le quitó la capucha.

¿Después qué? Cuando dejó de mirar la oscuridad que había bajo el enorme ventilador no tenía ni idea de qué hacer. ¿Se suponía que debía bajar por el conducto, o subir la escalera de la torre hacia las pasarelas que había en lo alto? Se volvió para mirar hacia la entrada y se encontró con una momia de pie justo delante de ella.

Chilló, naturalmente, pero se calló enseguida. Ésta era mucho más vieja que Ptolemy, amarilleada por la antigüedad y mucho menos ornamentada. Sus andrajosas vendas colgaban como la bandera de una nación olvidada. Obviamente estaba allí para guiarla. Se puso en movimiento tan pronto como Sarah se calmó, alejándose a paso ligero. Ella seguía su energía oscura; en la penumbra era mucho más sencillo seguirla así.

Subieron por una larga escalera cerrada por fríos arcos de metal hasta que llegaron a una plataforma que debía de estar unos cuatro metros por encima de la puerta. Las pasarelas se alejaban de ellos en tres direcciones. Cogieron la del medio y atravesaron el centro del conducto hacia otra plataforma idéntica que estaba en el extremo más alejado de la torre. El viento que ascendía desde el conducto hacía vibrar la estrecha pasarela y obligó a Sarah a agarrarse a la barandilla, pero la momia recorrió el peligroso camino como un funambulista, sin vacilación alguna.

Los aguardaba una estrambótica y horrible escena en la plataforma más alejada. Allí había un necrófago en cuclillas devorando un cadáver, mientras que otra cosa, una cosa diminuta, como un perro, o… no, no se parecía a un perro en absoluto, en realidad. Al principio no podía distinguir qué era, pero luego…

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