Osman no lograba contactar con nadie por radio. Cogió un megáfono de uno de los armarios del remolcador y le pasó el timón. Con las manos temblorosas, ella mantuvo el rumbo, con los motores al mínimo, hasta que apenas iban al ralentí.
—¡Hola, amigos! —gritó Osman a través del megáfono—. ¿No te acuerdas de mí? Pensaba que una cara tan atractiva se te quedaría grabada. ¿Dónde está mi Marisol? La última vez que la vi tenía una bola de jugar a bolos bajo la camisa. ¿Dónde está Kreutzer, ese viejo capullo?
Bajó el megáfono y se encogió de hombros.
—Si eso no los convence de que somos amigos, entonces es que estaban destinados a dispararnos de todos modos —le dijo a Sarah. Recuperó el timón de sus manos y dirigió el remolcador a una de las gradas de los ferris. El remolcador era más bajo que los ferris por un amplio margen. Dentro de la grada estaban rodeados por altas paredes de plástico para absorber impactos. No podían ver la isla en absoluto. Si alguien quería matarlos, sería como disparar a un pez en una bañera.
Cuando rebotaron contra una pared para detenerse, Osman corrió a la proa para echar un cabo al muelle. Unas manos invisibles lo cogieron, lo ataron y lo aseguraron. Apareció una escalera por el borde y descendió hasta golpear la cubierta del remolcador. Osman subió primero, desarmado. Sarah lo siguió con su Makarov en el bolsillo, cargada y amartillada. Cuando Osman se marchó de Governors Island la última vez, fue despedido como un héroe, y los habitantes de la isla lo saludaban desde la orilla mientras se hacía a la mar. Ahora regresaba casi de forma anónima, y podía ser víctima de un ataque tan pronto como desembarcara. Cualquier cosa podía haber sucedido en el intervalo. Podría haber llegado cualquiera, asesinar a los supervivientes originales y haberse apoderado de la isla para ellos. Vivían en esa clase de mundo. Y así había sido durante los últimos doce años.
En lo alto de la escalera, cinco hombres con rifles de asalto los esperaban. Sólo uno de ellos tenía el arma preparada y los apuntaba, pero era más que suficiente. Los condujeron sin mediar palabra hasta uno de los edificios que estaba frente a la costa, una estructura baja y modernista de hormigón y cristal, que en algunos casos había sido cubierto con tablones de madera. La guardia de honor los llevó a una habitación en penumbra cuya única iluminación era la luz del sol que entraba a través de las elevadas ventanas. Una mujer con un niño a su lado estaba al fondo de la habitación. Ella tenía una pistola en la mano. El niño, que podía tener doce años u ocho, era un niño escuálido y la iluminación era pésima.
La mujer dio un paso adelante hasta una zona en la que daba el sol. Era hermosa, asombrosamente hermosa, con sólo una leve pista del paso del tiempo en el rostro. Su piel de color caramelo era perfecta y su cabello, recogido en una explosiva coleta, brillaba bajo la media luz. Llevaba una ancha banda cruzada sobre un jersey negro tejido a mano. Ponía «alcaldesa» con cristales de bisutería y lentejuelas.
Debería haber sido una estrella de cine. Casi lo había sido, si Sarah recordaba bien la historia de Marisol. Cuando estalló la Epidemia, había tenido cierto éxito en películas de bajo presupuesto, y ya había habido cierto revuelo a su alrededor, comentarios en voz baja sobre una carrera más importante en ciernes. Sin embargo, ya no había películas, ni fiestas de Hollywood ni yates privados ni multimillonarios griegos con anillos de compromiso de diamantes de diez quilates. Había tenido que adaptarse.
—Osman —dijo ella, su cara fundiéndose en una expresión de alegría al reconocer al piloto—. Oh, Dios mío, eres tú, joder, eres tú. Dios, hay un montón de malos recuerdos para revivirlos a la vez. —Corrió hacia él y le llenó la cara de besos—. Mira, mira. Quiero que conozcas a Jackie —dijo ella, y llamó al niño con la mano. La felicidad descomponía los rasgos de la mujer, hacía que le aparecieran arrugas en la frente y alrededor de la boca. Prácticamente estaba dando saltitos—. Mierda, Dios. ¿Qué tal te ha ido? ¿Qué haces ahora? ¿Quién es tu amiga? ¿Es tu hija? —preguntó Marisol.
Osman se echó a reír.
—No, no. Ésta es Sarah. La hija de Dekalb.
—Dekalb —murmuró Marisol—. La hija de Dekalb. —Las emociones desaparecieron de su rostro.
El silencio entró en la habitación como una ráfaga de aire frío.
—Ah, hola —la saludó Marisol.
—Había flan en estas pequeñas tazas de plástico. Quitabas el papel de aluminio de encima y el flan estaba dentro ya hecho —dijo uno de los isleños. Era un hombre de cuarenta y tantos años con el pelo gris y arrugas alrededor de los ojos. Representó la acción de retirar una tapa de aluminio, con los dedos índice y pulgar muy juntos, y en su cara floreció una luz que no procedía de la hoguera—. Siempre había una gota de flan en la tapa, ésa era la mejor parte, en cualquier caso era la que mejor sabía.
Una mujer más joven que llevaba un jersey deformado removió el fuego con una larga rama. No había mucha leña en Governors Island, pero había una gran cantidad a sólo cuatrocientos metros, en Brooklyn. Un barco iba cada día para recoger grandes haces de ramas y troncos de los árboles que ahogaban las calles de la antigua ciudad. Ir a buscar combustible a la ciudad había sido una peligrosa ocupación en su día, le contaron los supervivientes a Sarah, pero en los últimos meses era raro incluso divisar un necrófago, y más aún ser atacado por uno. Nueva York estaba prácticamente desierto.
—Luego se tiraba la taza sin más, ¿verdad? Más o menos me acuerdo de eso —dijo la mujer. Clavó la vista en la hoguera—. No tenías que lavarla.
—Sí —le confirmó el hombre de pelo gris, asintiendo alegremente—. Tenían café sobre el que podías echar agua hirviendo directamente y estaba listo. Tenían un zumo de naranja que venía congelado en un cilindro y sólo tenías que dejar que se deshiciera dentro de un poco de agua y te lo podías beber.
Uno de los niños, una niña muy flaca que a lo mejor tenía catorce años, se echó a reír con ganas.
—¿Por qué congelarlo en primer lugar si luego ibas a dejar que se deshiciera?
El hombre sonrió y se echó a reír, pero sin el abandono de la niña.
—Claro.
—¿Adónde se fueron? —preguntó Sarah. Atrajo un montón de miradas vacías—. ¿Adónde fueron los necrófagos?
El hombre se encogió de hombros.
—Al oeste, a Jersey supongo. No es que migraran ni nada por el estilo. Sencillamente empezaron a marcharse, uno a uno, quizá en busca de comida. Cruzaron los puentes. El George Washington todavía está en pie.
Sarah se rodeó con los brazos. La noche había resultado más fresca de lo que ella esperaba y su sudadera con capucha, tan ideal para las noches en el desierto, no la protegía de la humedad de la isla.
—Pero ¿por qué al oeste, por qué se fueron a Nueva Jersey?
—Bueno —dijo el hombre—, si se hubieran ido al este, se habrían quedado atrapados en el LIE.
Eso provocó más que unas cuantas risotadas de los supervivientes de más edad. Sarah no tenía ni idea de qué significaba, o que era un LIE. Se puso en pie y observó el fuego un segundo. No quería abandonar su calor, pero los supervivientes reunidos, sentados en círculo alrededor de las llamas, la confundían más que otra cosa. De lo único que querían hablar era de lo que habían perdido, de lo que el mundo había sido. Para Sarah, que no conocía otra cosa que el Apocalipsis, ese tipo de conversación sólo era saliva malgastada.
Uno de los hombres más jóvenes, un tipo grande y musculoso, se levantó de un salto cuando ella se alejó de la hoguera.
—¿Adónde vas? —le preguntó, no necesariamente de forma poco amistosa. Pero Sarah tenía definitivamente la sensación de que le habían encargado vigilarla.
—Necesito orinar —anunció ella. Los supervivientes más jóvenes se deshicieron en risitas nerviosas. Su guardia asintió expresivamente, como si ella hubiera superado una prueba.
Todo en Governors Island, reflexionó mientras se internaba entre las sombras de dos casas victorianas, parecía una prueba. Osman y Marisol se habían ido a hablar, dejándola en compañía de gente que no conocía. La habían alimentado, le habían dado la bienvenida efusivamente, la habían aplaudido y brindado a su salud. La habían invitado a sentarse alrededor de la hoguera, la habían metido en la conversación, le prestaban toda su atención cuando participaba. Pero por mucho que se esforzaran en hacer que se sintiera en casa, no dejaban de mirarla, de estudiarla. Había muchas otras mujeres negras en la isla, así que no se trataba de eso. Supuso que debía ser que en una comunidad insular como ésa cualquier recién llegado era una atracción de feria. Y, no cabía duda, cualquiera que hubiera sobrevivido los últimos doce años tenía motivos de sobra para no confiar en desconocidos.
Sin embargo, la sensación que le producían los isleños a Sarah no era tanto desconfianza como secretismo. Se comportaban como si no les preocupara demasiado lo que ella podía llegar a hacer, sino como si tuvieran un secreto que les daba miedo que ella descubriera.
No esperaba averiguarlo enseguida después de darse cuenta de que debía de ser así. No obstante, mientras ella se agachaba al lado de un porche cubierto de fragmentos de pintura blanca que saltaban de la pared, levantó la vista y casi se cayó del susto. Vio energía. Energía oscura.
Manchas de energía oscura por todas partes. No había estado atenta, pero era en esos momentos cuando mejor funcionaban sus inusuales sentidos. Uno de los muertos estaba justo delante de ella, en el campo de cultivos mixtos del centro de Nolan Park. Arando la tierra con una azada, o un rastrillo o… algo. Sarah frunció el ceño. Los muertos no cultivan.
No a menos que alguien, concretamente un
lich
, les ordene que lo hagan.
Todavía tenía su pistola. Las costumbres hospitalarias postapocalípticas permitían a los visitantes conservar sus armas en las hogueras comunitarias, sobre todo cuando, casualmente, los visitantes se olvidaban de comentar que estaban en posesión de dichas armas. La sacó de su bolsillo, deslizó el cargador en su posición y retiró el seguro. La cosa muerta no se dio cuenta de nada mientras ella se le acercaba sigilosamente.
Imposible, pero allí estaba. No en este lugar, de todos los lugares, esta última ciudadela de la humanidad en Nueva York. Pero el vello de la parte posterior de los brazos no mentía. Lo tenía tan de punta como las púas de un puercoespín. Horripilación. La señal más típica de la presencia de un no muerto.
Sarah intentó comprenderlo. Ella debía de haber traído a los muertos a Governors Island, pensó. El Zarevich debía de haberla seguido. Había condenado a toda esa gente agradable y aburrida de la hoguera. El miedo le enviaba punzadas heladas por los músculos de la espalda. Por qué razón la cosa estaba arando se le escapaba por completo, quizá estaba manipulando los cultivos de los supervivientes, tal vez con intención de envenenarlos.
Levantó la pistola y apuntó. El agricultor muerto abrió otro surco en la tierra iluminada por la luz de la luna. Su cara, su cráneo, no se movió. Sus rasgos podrían ser los de una máscara de hueso. Llevaba puesto un mono de trabajo sucio y estaba descalzo. Sarah amartilló la pistola y contuvo el aliento para disparar.
—Por favor, no le hagas daño. No es más que un manso —dijo alguien con suavidad. Fue tan estridente como un disparo en los oídos aterrorizados de Sarah. Pivotó sobre un tobillo y vio al chico, Jackie, de pie a su derecha. Él avanzó rápidamente para salir de su ángulo ciego: debían de haberlo entrenado para acercarse a una persona armada.
Lentamente, retiró el dedo del gatillo de la Makarov y volvió a ponerle el seguro.
—¿Un manso? ¿Qué significa eso?
—Está domesticado. —Jackie se acercó ágilmente hasta el agricultor y agitó la mano delante de su cara. Sarah se mordió el labio para ahuyentar la náusea. Sabía qué se suponía que debía suceder a continuación, lo que siempre sucedía a continuación. El necrófago mordería al niño. Lo cogería y lo devoraría. Salvo que, por supuesto, no lo hizo. Ésa era la cuestión. El agricultor dejó de cavar sólo el tiempo suficiente para bajar la vista y formar una leve sonrisa mecánica. Los ojos del hombre muerto se movieron lentamente en sus cuencas.
Jackie se dio media vuelta para dirigirse a ella de nuevo.
—Es un manso. Hacen lo que les decimos que hagan, aunque a veces lleva mucho tiempo explicarles las cosas. No podríamos sobrevivir sin ellos. No somos bastantes para mantener los huertos.
Sarah entornó los ojos. Nunca había oído una cosa así.
—¿Cómo… cómo domesticas a un necrófago? —quiso saber ella—. Ellos sólo existen para una cosa.
El chico se encogió de hombros. Tenía doce años, ahora lo sabía, pero era pequeño para su edad. Sus ojos eran enormes, su pelo era más fino de lo que debería.
—Creo que es una de las ceremonias que mi madre hace en Halloween. No me dejan mirar porque se desnudan, pero de todas formas sé cosas. Sé que atan a los necrófagos en un círculo que dibujan en el suelo y luego tienen que bailar y cantar y hacer cosas. —El chico se encogió de hombros otra vez—. Ya sabes. Ciencia.
Sarah respiraba laboriosamente, insegura sobre qué hacer a continuación. Se guardó de nuevo la pistola en el bolsillo. Luego corrió hacia delante y derribó al manso. Fue como si hubiera chocado contra una almohada llena de ramitas. El agricultor se desplomó, rebotó en el suelo. No se molestó en sonreírle. Si lo golpeaba otra vez, y otra, y otra, haría lo mismo, concluyó.
«Vas a descubrir cosas —le había dicho Jack—, y algunas de ellas te harán llorar.» ¿Era a esto a lo que se refería? ¿O todavía había cosas peores en la recámara?
—Vuelve conmigo —le dijo Jackie—. Mami quiere hablar contigo. —Él le tendió su minúscula mano y Sarah la tomó.
Le dolían los pies, y la niebla envolvía el mundo de gasa. Estaba caminando sobre tablones de madera. Tenía los brazos doloridos, pero le ardían los pies. Bajó la vista y los vio: enormes, hinchados y oscuros.
Cicatrix le puso una manta sobre los hombros.
—No mires, sólo te disgustará. —La mujer rusa rodeó a Ayaan por la cintura—. Ya no queda mucho.
Ayaan asintió, ausente. No podía expresar gran cosa a modo de emoción. La niebla sobre la piel le producía una sensación agradable, era fresca y suave, como un susurro. Hasta allí llegaba. Lo recordaba todo: el compartimiento de máquinas, la correa, el Zarevich viniendo a ella. Sus oscuras sugerencias. Pero los recuerdos carecían de vida. Se estiraban y se convertían en meras visiones, algo que había visto en una película, con todo el miedo y el dolor extirpado. Le picaba el cuello, pero no podía levantar los brazos para rascarse. Además, tenía una venda alrededor del cuello. Los recordaba toqueteándola allí, la abeja arrastrando su aguijón sobre su piel. No podría haber dicho de qué iba todo aquello.