—Esperaremos a que el oficial Benton se marche —repuse—. Después haces las llamadas pertinentes y llevamos los cuerpos al parque. Hasta que no esté todo resuelto y el jardín de mi casa pueda pasar un registro sin camuflajes, no disfrutarás de la cosecha que tanto te gusta.
—De acuerdo. De todos modos, ahora mismo estoy lleno. Tengo que ponerme en marcha para que me entre hambre. —Sacó un móvil del bolsillo del pecho de su traje, o más bien debería decir mi traje, y utilizó una tecla de llamada directa para hablar con un tal Antoine—. Tengo cena para todos en Mitchell Park en un momento. Traed el camión… Sí, hay más que suficiente para todos, créeme. Nos vemos allí.
Vaya. Tenía necrófagos en los botones de llamada directa. Eso sí que mola.
Buf. Puaj. Aj.
Me desperté en el jardín de atrás, con los músculos agarrotados por haber pasado la noche en el suelo y todo el cuerpo picándome por la hierba. Oberón estaba acurrucado a mis pies, con la cabeza apoyada en la espinilla. Intenté levantarme sin despertarlo, para que pudiera seguir descansando.
Había tenido que pasar la noche al raso para acelerar mi recuperación, sobre todo después de entregar las tres copas de sangre a Leif. Necesitaba el contacto con la tierra y el poder que me daba. ¿Merecía la pena levantarme todo entumecido a la mañana siguiente? Sin duda.
Me senté y me palpé el abdomen: un poco dolorido, pero no dolor de verdad. La herida ya me había cicatrizado, la costra se había caído y la piel era otra vez rosada y lisa. El hombro estaba como siempre y la espalda bien recta, aunque la sentía un poco agarrotada. Sonreí. Después de 2.100 años, la magia seguía pareciéndome algo increíble.
Oberón levantó la cabeza cuando me puse de pie y se lo tomó como la señal para levantarse también y estirarse.
Buenos días, Atticus.
Buenos días. ¿Quieres que te rasque la barriga? Aprovecha mientras te lo ofrezca.
¡Vale!
Sin perder un segundo, se tumbó junto a mí y levantó las patas delanteras para que me fuera más fácil. Me agaché y lo rasqué con energía unos minutos, mientras la cola me golpeaba la pierna con fuerza.
—¿Qué te gustaría desayunar hoy?
Salchicha.
—Siempre contestas lo mismo.
Porque siempre están buenas.
—No me quedan salchichas. ¿Qué tal unas chuletas de cerdo?
No sé. ¿Gengis Kan comía chuletas de cerdo?
—Bueno, dudo que comiera chuletas, porque es una forma bastante moderna de cortar la carne. Lo más probable es que comiera rebanadas de una pata entera o de alguna pieza que hubieran estado asando todo el día en una hoguera.
Entonces, ¿puedo tomar la carne como él?
—No tengo un cerdo entero para asarlo ni el tiempo necesario para hacerlo bien. ¿No puedes contentarte con unas chuletas e imaginar que así comía Kan la carne?
Vale. Pero después podemos conquistar Siberia o algo así.
—Otro día, Oberón. —Me reí—. Tengo un contrato que cumplir con las brujas. Y seguro que aparecerá alguien que me amenazará o intentará matarme. Y hemos de asegurarnos de que la viuda está bien. Anoche nos fuimos con muchas prisas. —Me incorporé y me sacudí las hierbecillas de los pantalones cortos—. Vamos adentro a preparar el desayuno.
Vale, pero a mí me parece que tendríamos que empezar hoy mismo a reclutar una horda y que fueran reuniéndose en la estepa mongola. Podemos unirnos a ellos en primavera y emprender entonces el camino hacia la gloria.
—¿Vamos a reclutar una horda? —le pregunté mientras entrábamos.
Fragarach seguía donde la había dejado la noche anterior, en la mesa de la cocina.
No sé. Aquí el druida eres tú, no yo. Pero creo que deberías ir consiguiéndome unas cuantas caniches francesas, de esas que encuentras en los clasificados del periódico. Espera, voy a buscarlo.
—No, no, no salgas. Todavía estás oculto, ¿ya no te acuerdas? Voy yo a buscarlo.
De todos modos, quería salir a ver cómo estaban las cosas bajo la luz del día. Deshice los hechizos de camuflaje del jardín para evaluar los restos de la carnicería de la noche anterior. Había unos cuantos charcos sanguinolentos que habíamos pasado por alto, sobre todo en la parte oriental, y saqué la manguera para intentar limpiarlos. La mayoría se disolvió en la tierra bajo la presión del chorro de agua, pero en algunas partes la hierba se quedó manchada de un tono rosado poco saludable. Ahí tenía un problema que no podía solucionar con un sencillo hechizo de camuflaje, porque lo único que había alrededor de la hierba rosa era más hierba rosa. Tendría que inventar alguna excusa si alguien preguntaba. ¿Que la enorme jarra animada de Kool-Aid había venido a morir a mi jardín, por ejemplo?
Aparte de eso, no quedaba ni rastro de la desaparición de nueve criaturas gigantescas. Recogí el periódico del camino y volví a casa, donde me esperaba Oberón. Todavía no había dejado de menear la cola.
¿Alguna caniche francesa en venta?, me preguntó esperanzado.
—Todavía no me ha dado tiempo a mirar —le contesté riéndome.
Hablamos sobre temas logísticos y sobre las provisiones que necesitaríamos para invadir Siberia, mientras hacía un café para los dos y un plato personalizado para cada uno: una sartén entera de chuletas hechas con mantequilla para Oberón y una tortilla de queso y cebollinos para mí. También tosté una rebanada de pan integral y unté mantequilla y mermelada de mora.
Disfruté de aquella paz hogareña: los sonidos del desayuno preparándose, las palomas arrullándose en el patio trasero y una conversación tonta y sin apenas sentido. La capacidad de Oberón de distraerme de las preocupaciones diarias era una de las cosas por las que lo adoraba. Pero, cuando me senté a la mesa con el desayuno y abrí el periódico, las preocupaciones volvieron de golpe.
Seguían con la historia de la muerte del guarda. El titular era «La muerte del guarda fue obra de un perro», y después añadían: «La policía investiga varias pistas.» La comida que pensaba saborear se convirtió en una sustancia que me llevaba a la boca con movimientos mecánicos, mientras leía:
Phoenix. Los resultados del laboratorio revelan que la muerte del guarda forestal de Phoenix, Alberto Flores, fue causada por un canino, y no por una herida de arma blanca como se creía en un principio.
El doctor Erick Mellon, juez de instrucción del condado de Maricopa, descubrió que las heridas en la garganta de Flores presentaban un desgarro típico de las lesiones producidas con dientes. Las pruebas de ADN realizadas en las muestras recogidas en la herida detectaron la presencia de saliva canina.
Dicha prueba, junto con los numerosos pelos de perro encontrados debajo de las uñas de Flores, así como «otras pruebas» —según palabras del detective de Phoenix Carlos Jiménez— han llevado a la policía a pensar que la víctima sufrió el ataque de un perro grande, seguramente un lebrel irlandés.
—Qué rápido han conseguido los resultados del laboratorio —dije en voz alta, y Oberón me preguntó de qué estaba hablando. Le señalé el periódico—. Están detrás de ti, amigo. Saben que un perro mató al guarda. No tengo ni idea de cómo descubrieron que fue un lebrel irlandés. Por lo que yo sé, no hay una prueba que distinga las razas. Te apuesto lo que sea a que la policía está recibiendo alguna ayuda.
Oberón atiesó las orejas y giró la cabeza hacia la puerta de la entrada.
Van a llamar a la puerta.
No ladres, le contesté mentalmente. No hagas ningún ruido ni nada que pueda delatar tu presencia. Voy a volver a ponerte el camuflaje.
Justo entonces resonaron cuatro golpes que hicieron temblar toda la casa. Terminé el hechizo del camuflaje rápido y luego me dirigí a la puerta haciendo mucho ruido. Me detuve para mirar por la cerradura y vi a dos hombres con camisa y corbata. Activé mi descodificador feérico, pero no me descubrió nada nuevo. Eran humanos: o policías o evangelizadores. Como era domingo por la mañana y todos los evangelizadores estarían camino de la iglesia, imaginé que serían policías.
Abrí la puerta y salí al instante, para cogerlos por sorpresa y obligarlos a retroceder un paso. Cerré la puerta a mi espalda y les sonreí con aire de victoria.
—Buenos días, caballeros. ¿En qué puedo ayudarlos?
Tenía las manos abiertas a los costados y me esforzaba cuanto podía por parecer agradable e inofensivo. Además, me moví un poco hacia la izquierda para que no miraran hacia la hierba rosada.
El policía de mi derecha llevaba una camisa azul con una corbata de rayas azul marino y blancas. Tenía una chaqueta que seguro que necesitaba para tapar la pistola y no para protegerse del frío, aunque me dio la impresión de que él habría preferido ir paseándose por ahí con el revólver a la vista. Era de origen latino, de treinta y tantos, y lucía un poco de papada.
Al de la izquierda le había tocado el papel de chulo y malo. Iba a lo Michael Madsen, con gafas de sol polarizadas y estaba apoyado en la barandilla del porche con los brazos cruzados. Me imaginé que no hablaría demasiado. Era mucho más joven que el otro y vestía una camisa blanca y una corbata negra estrecha, sin chaqueta, como si acabara de salir de una película de Tarantino. Me miraba con mala cara porque había salido al porche antes de que les diera tiempo a preguntarme si podían entrar, y eso los habría dejado sin uno de sus métodos básicos para que me pusiera a la defensiva. Si logran que tengas que jugar a ser el anfitrión, aprovechan para echar un vistazo mientras haces los honores.
Fue el latino quien me respondió, tal como esperaba:
—¿Es usted el señor Atticus O’Sullivan?
—El mismo.
—Soy el agente Carlos Jiménez, de la policía de Phoenix. Mi compañero es el agente Darren Fagles, de la policía de Tempe. ¿Podríamos entrar para hablar con usted?
¡Ja! Me pedía que entrásemos de todas maneras. Pero no vas a tener tanta suerte, amigo mío.
—Es que hace una mañana tan buena, hablemos aquí fuera. ¿Qué los trae hasta mi puerta?
Jiménez frunció el entrecejo.
—Señor O’Sullivan, de verdad sería mejor que hablásemos en privado.
—Aquí tenemos toda la privacidad del mundo. —Le sonreí—. A no ser que tengan pensado gritar. No irán a gritarme, ¿verdad?
—No —contestó el agente.
—¡Perfecto! Entonces, ¿qué los trae por aquí?
El agente Jiménez tuvo que resignarse y por fin fue al grano.
—¿Tiene usted un lebrel irlandés, señor O’Sullivan?
—No.
—En el registro de animales dicen que tiene una licencia donde consta el nombre de Oberón.
—Eso es cierto. Buen trabajo, señor.
—Entonces sí que tiene un lebrel irlandés.
—No. Se escapó la semana pasada. No tengo ni idea de dónde está.
—Entonces, ¿dónde está?
—¿No acabo de decirle que no tengo ni idea?
El agente Jiménez suspiró y sacó una libretita y un bolígrafo.
—¿Qué día exacto escapó?
—El domingo pasado. Va a hacer una semana, como le he dicho. Cuando volví a casa después del trabajo, ya no estaba.
—¿A qué hora volvió?
—A las cinco y cuarto de la tarde. —Había llegado el momento de hacerme el ciudadano perplejo—. Pero ¿por qué me preguntan sobre mi perro?
Jiménez no prestó atención a mi pregunta y me hizo otra por su parte:
—¿A qué hora fue a trabajar ese día?
—A las nueve y media.
—¿Y dónde trabaja usted?
—En la librería El Tercer Ojo, en la avenida Ash, al sur de la universidad.
—¿Dónde estuvo el viernes por la noche?
—Estuve aquí, en casa.
—¿Estaba con alguien?
—No veo por qué podría importarles eso.
—Pues nos importa, señor O’Sullivan.
—Entiendo. ¿Me van a decir de una vez de qué va todo esto?
—Estamos investigando un asesinato cometido el viernes por la noche en Papago Park.
Me puse serio y lo miré con los ojos entrecerrados.
—¿Soy sospechoso? Yo no lo hice.
—¿Tiene coartada?
—No estuve en Papago Park el viernes por la noche. ¿No se supone que lo cierran por la noche?
—¿Quién lo vio el viernes por la noche?
—Nadie. Estuve solo en casa, leyendo.
—¿Con su perro?
—No, sin mi perro. Se escapó el domingo pasado, ¿ya no se acuerda? Lo anotó en su libretita.
—¿Le importaría que comprobásemos que su perro no está en casa?
—¿Qué quiere decir?
—Nos gustaría echar un vistazo por el jardín y en su casa para asegurarnos de que el perro no está.
—Lo siento, pero hoy no recibo visitas. Mucho menos de personas que dan por hecho que estoy mintiendo.
—Podemos volver con una orden, señor O’Sullivan —dijo el agente Fagles, la primera vez que hablaba.
Me volví para mirarlo con dureza.
—Soy perfectamente consciente, agente. Si no les importa perder el tiempo, adelante. Mi perro no está aquí ni lo estará si vuelven otro día. De todos modos, ¿para qué quieren a mi perro? ¿Por qué han venido hasta aquí?
—No podemos revelar detalles de la investigación —contestó Jiménez.
—Parece que es grave. El coronel Mustard en el parque con el lebrel, ¿no? Me cuesta creer que ya hayan visitado a todos los dueños de lebreles del valle. Si ha sido mi vecino de enfrente quien les ha informado que todavía tengo un lebrel, me temo que no es lo que suele llamarse un testigo fiable. Anoche recibió una citación del agente Benton, de la policía de Tempe, por hacer una llamada falsa al 911.
Los dos policías se miraron entre sí y tuve la certeza de que volvía a tratarse del señor Semerdjian. Iba a tener que pedirle a Oberón que le dejase un regalito en la puerta. Tendría que hacerlo sin quitarse el hechizo de camuflaje, así que si el señor Semerdjian estaba mirando —y lo más probable era que estuviera mirando— tendría ante sus ojos la prueba física e irrefutable de que a veces la vida nos cubre de mierda, sin más explicaciones.
—¿Ha buscado a su perro en los refugios de animales, señor O’Sullivan? —quiso saber Jiménez.
Fagles volvió a clavar su mirada en mí desde detrás de las gafas de sol.
—Todavía no.
—¿Acaso no está preocupado?
—Claro que sí. Tengo todas las licencias y Oberón lleva un collar con mi número de teléfono. Espero que me llame de un momento a otro.
Se quedaron mirándome con rostro imperturbable para dejarme bien claro que no aceptarían ningún tipo de sarcasmo. Les devolví la mirada para que supieran que no me intimidaban. La pelota está sobre vuestro tejado, pequeños.