—No me importa si me cree o no.
Malina me miró con dureza y sus ojos se volvieron de hielo.
—Me parece que hay ciertos problemas de confianza entre nosotros que deberíamos resolver.
—¿De verdad lo cree? Dígame que su aquelarre no está conspirando con Aenghus Óg contra mí.
—Mi aquelarre no está conspirando con Aenghus Óg contra usted.
—Ahora haga que resulte creíble.
—Eso parece imposible. Sin embargo, tiene en su poder un documento con la sangre de Radomila, lo cual significa que confía en usted, por lo menos. También tenía entendido que usted y Radomila se habían hecho favores mutuos en el pasado y que mantenían una relación cordial.
—Sí, así era. Pero todo eso fue antes de que miembros de su aquelarre se acostasen con mi enemigo mortal.
—En fin, no sé cómo aplacar sus sospechas —dijo, y echó la silla hacia atrás—. Así que ya me voy.
—Gracias por controlar a Emily, de verdad que se lo agradezco mucho. Y me ha gustado mucho conocerla.
—Que tenga buen día —me contestó.
No daba la impresión de que a ella le hubiera gustado demasiado conocerme. Sacudió su magnífica melena al salir, tan delicada, tan majestuosa, tan polaca y, sí, tan embrujadora.
Es algo así como Mary Poppins justo antes de entregarse al lado oscuro de la Fuerza, comentó Oberón. Seguía detrás del mostrador, pero le echó un buen vistazo cuando ya salía. ¡Abandona el mal, Malina! ¡Sé que aún hay bien en ti! ¡El emperador no te lo ha arrebatado del todo!
Está claro que tengo que renovar las películas que ves mientras estoy en el trabajo.
A partir de ahora me gustaría más ir contigo a trabajar. Es muy divertido verte fingir que eres un tipo corriente.
En ese mismo instante, la puerta se abrió sola y Morrigan entró volando, entre graznidos ensordecedores. Todos mis clientes se quedaron estupefactos, una vez más. Suspiré.
Cuando ya se habían ido todos menos Perry, le dije que podía marcharse a comer.
—Pero entonces ¿vas a ocuparte de ese pajarraco enorme tú solo? —me preguntó, sin despegar la mirada del cuervo—. ¿Con ese pico afilado como un cuchillo y esos ojos encendidos con todos los fuegos del infierno?
—Sí, no te preocupes —contesté sin darle importancia—. Tú tomate un descanso sin preocuparte más.
—Vale, si estás tan seguro… Pues nos vemos luego.
Se acercó a la puerta dando un rodeo, sin dejar de mirar al pájaro ni un solo momento, y se deslizó a la calle. Yo también me acerqué a la puerta, la cerré con llave y volví el cartel para que se leyera «cerrado».
—Muy bien, Morrigan, ¿qué te trae por aquí?
Adoptó forma humana y, por suerte, se acordó de cubrirse con una capa negra. A pesar de la transformación física, seguía furiosa: los ojos le refulgían con un brillo rojo espeluznante.
—Brigid viene de camino para verte. Llegará de un momento a otro.
Pegué un salto y maldije en diecisiete lenguas diferentes.
—Eso mismo digo yo —continuó Morrigan—. No sé cuáles son sus intenciones. Le conté que me había llevado a Bres y cómo había muerto, tal como me sugeriste, y ella se limitó a escucharme. Cuando terminé de hablar, me dio las gracias y me dijo que vendría a verte. Después me pidió que le dejara privacidad, así que desconozco sus verdaderos sentimientos. Esta mañana ha cruzado el desierto en este plano. Va sola.
—Menuda noticia. ¿Y si decide matarme?
—Eso supondría una dura prueba para nuestro trato —repuso Morrigan con una sonrisa de suficiencia.
—¡Morrigan!
—Tranquilo, tenemos un trato. Pero ten la amabilidad de fingir que estás muerto si es que decide matarte.
—¿Y si lo que hace es prenderme fuego y quedarse mirando cómo ardo?
—Pues te va a doler. Grita todo lo que quieras, pero para en un momento dado para que te dé por muerto. Te ayudaré en cuanto se vaya.
—No sabes cuánto me tranquiliza eso. Oye —dije, acordándome de pronto—, ¿sabías que Flidais también vino a advertirme sobre lo de Aenghus Óg?
—No. —Morrigan frunció el entrecejo—. ¿Cuándo pasó por aquí?
—El mismo día que tú viniste a avisarme. Cuando llegué a casa, estaba allí esperándome.
—No sé por qué de repente podría estar interesada en tu bienestar.
—Eso mismo pensé yo. Sobre todo después de que nos metió en problemas con la policía local a mí y a mi perro.
—¿Qué tipo de problemas?
—Buscan a mi perro por asesinato. Mató a un guarda del parque que nos sorprendió cazando. Y resulta que ese guarda llevaba un pendiente con hechizos de sigilo de los Fae.
Los ojos de Morrigan se volvieron aún más rojos.
—Es evidente que en Tír na nÓg están sucediendo cosas de las que no estoy informada. No me gusta que me dejen a un lado, me da la sensación de que puedo ser el objetivo. —Resopló y sacudió la cabeza—. Tengo que investigar. Me quedaré un rato por este plano para ver qué hace Brigid, pero después iré a Tír na nÓg para obtener unas cuantas respuestas.
Su mirada se apagó de golpe y se volvió hacia la puerta.
—Ya viene —anunció Morrigan—. Será mejor que no me encuentre aquí. Me despido por ahora, Siodhachan Ó Suileabháin.
Volvió a transformarse en cuervo y aleteó hacia la puerta, que se abrió para que la diosa saliera volando. Eso me dejaba solo de nuevo con Oberón, que, desde su posición detrás del mostrador, seguramente estaba disfrutando de tanta ida y venida.
¿Sabes, Atticus? Eso de convertirse en cuervo es increíble, pero no es ni mucho menos su mejor poder divino. ¡Sabe cuándo va a llegar alguien en concreto, a tiempo para no encontrarse con ellos! ¿No estaría guay poder evitar a todos los mamones durante el resto de tu vida?
Silencio, Oberón. Brigid está a punto de llegar. Tienes que comportarte. Quédate ahí detrás y no salgas a no ser que te dé permiso explícito. Nos puede freír como una loncha de beicon sin ni siquiera despeinarse.
Casi no había terminado de decir la frase, cuando una bola de fuego atravesó la puerta de la tienda, hizo estallar el cristal y fundió las campanillas que colgaban del techo. Se extinguió delante de mí y apareció ante mis ojos una diosa alta, majestuosa, cubierta de pies a cabeza por una armadura. Allí estaba Brigid, diosa de la poesía, del fuego y la forja.
—Viejo druida —resonó su voz, musical y aterradora—. Debemos hablar sobre la muerte de mi marido.
Brigid era como una visión. No creo que nunca en la historia haya habido una viuda más atractiva que ella. A pesar de que la armadura la tapaba por completo y lo único que de verdad se veía eran los ojos y la boca, la verdad era que volví a sentirme como un adolescente caliente. Apenas podía controlar las ganas de tontear con ella; pero, dado que yo era el causante de su viudez, tal vez fuera poco sensato cruzar esa línea.
Me aclaré la garganta y me humedecí los labios, nervioso.
—¿Sólo quieres hablar sobre su muerte? ¿Nada de incineraciones sumarias o algo por el estilo?
—Primero hablaremos —contestó con gravedad—. Lo que suceda después dependerá de lo que digas. Cuéntame cómo murió.
Se lo conté todo. Uno no se atreve ni a pensar en mentir a Brigid. Sólo pasé por alto cómo había visto que Bres sacaba la espada —tenía la esperanza de que no se fijara en mi collar ni en todo el poder que acumulaba—, pero aparte de eso no le dije ninguna mentira.
—Morrigan me contó la misma historia.
—Fue en defensa propia, Brigid.
—Soy consciente de eso. —Su gesto se suavizó un poco—. Y en realidad, druida, tengo que darte las gracias. Me has ahorrado una obligación muy molesta.
¿Qué? Brigid acababa de decir que tenía que darme las gracias. Aquélla era una confesión considerable y no me la esperaba para nada.
—¿Perdón? No lo entiendo.
Brigid se quitó el yelmo, y la cabellera pelirroja se derramó sobre las hombreras de la armadura, como esas lanchas que se hinchan solas y de repente lo ocupan todo. La melena no estaba sudorosa ni enredada, después de haberse visto aprisionada en un yelmo durante varios kilómetros a través del desierto. Era un pelo espectacular, reluciente; una melenaza como las de la época hippy por la que Malina Sokolowski sentiría envidia; la cabellera de una estrella de cine, después de que un equipo entero de estilistas pasara tres horas arreglándosela. Olía a lavanda y acebo. Me costó bastante esfuerzo volver a respirar con normalidad.
—Te lo explicaré —respondió Brigid—. Pero ¿tendrías un poco de té? Es un viaje muy largo desde Tír na nÓg.
Me levanté de un salto y corrí al mostrador, detrás del cual Oberón esperaba haciendo gala de gran paciencia.
—Sí, claro —le respondí atropelladamente.
Preparar un té a la diosa del fuego era mucho mejor que ser incinerado por la diosa del fuego.
¿Puedo ir a saludarla?, pidió Oberón con aire dócil.
Espera, voy a preguntarle, contesté.
—A mi perro le gustaría saludarte, Brigid. ¿Te parece bien que lo haga, mientras yo te preparo el té?
—¿Tienes un perro aquí? ¿Dónde está?
Deshice el hechizo de Oberón y le dije que se comportara. Salió de su escondite trotando y se acercó a Brigid meneando la cola como si fuera un metrónomo a ritmo allegro. La diosa se había sentado ante una de las mesas y sonrió al ver su entusiasmo.
—Vaya, eres imponente. ¿Sabes hablar? —Estaba uniendo su conciencia a la de Oberón, para poder escuchar la respuesta.
Sí, me enseñó Atticus. Me llamo Oberón. Encantado de conocerte, Brigid.
—Encantada, Oberón, el rey de las hadas de Shakespeare. —Sonrió y lo acarició detrás de las orejas con la mano cubierta por el guantelete—. ¿Quién es Atticus?
—Me temo que yo —confesé.
—¿Sí? Nadie me había dicho que estuvieras utilizando otro nombre. Siempre utilizan tu nombre auténtico cuando hablan de ti en Tír na nÓg. Supongo que tienes que tomar decisiones interesantes, al vivir entre los mortales. Pero tú —añadió dirigiéndose a Oberón, cogiéndole el hocico—, he oído que has matado a un hombre. ¿Es cierto eso?
Yo estaba pesando bolsitas de infusiones mientras esperaba a que hirviera el agua, pero levanté la cabeza de golpe al oír aquello. Oberón dejó de menear la cola y la escondió entre las patas. Se sentó y aulló.
Sí, pero no quería hacerlo. Flidais me lo ordenó y tuve que obedecer.
—Ya lo sé. No te echo la culpa a ti, Oberón. En cierto sentido, fue culpa mía. Yo mandé a Flidais para que viniera a ver a tu dueño.
¡Por los dioses de las tinieblas! Si Brigid seguía lanzando noticias bomba como aquélla, más me valía manejar el agua hirviendo con mucho cuidado.
—Las cosas no han salido como yo las había planeado —añadió Brigid.
Empezó a quitarse los guanteletes de acero para poder acariciarlo mejor. Los dejó en la mesa con un ruido metálico y sentí que irradiaban magia. La armadura de una diosa de la forja no tendría comparación con nada que yo hubiera conocido. Me pregunté cómo sería rozarla siquiera. ¿Como tocar Fragarach, por ejemplo?
—Y la situación ha dado tal giro que ahora tengo que involucrarme en persona —añadió.
¿Puedes hacer que los policías se olviden de mí?, preguntó Oberón esperanzado.
—En circunstancias normales, podría. Por desgracia, hay alguien intentando con todas sus fuerzas que no te olviden.
—Espera un momento, por favor, no continúes —le pedí—. Deja que sirva el agua y me siente, antes de seguir.
—Claro, como quieras. ¿Te gustaría que te rascara la barriga mientras tanto, Oberón?
Me gustas mucho, declaró Oberón, que se echó a sus pies muy contento y empezó a barrer el suelo con la cola.
Un detalle sin importancia: Brigid toma el té con leche y miel. Como yo.
—Gracias —me dijo, antes de beber un sorbo y suspirar de placer.
—De nada —repuse.
Me senté a la mesa y me tomé un momento para disfrutar de aquella escena surrealista. Estaba tomándome un té con Brigid, la diosa a la que adoraba desde pequeño, en una ciudad que cuando yo era niño todavía no existía. Y a nosotros se unía mi lebrel (había preparado también un poco para él y se lo había enfriado con hielo). Oberón lamía el té en un cuenco del suelo.
Brigid también se dio cuenta de lo que tenía de irreal la situación, pues sonrió y dijo:
—Todo esto es muy extraño.
—Me gustan las cosas extrañas. Al menos las que son extrañas de una forma que no me pone en peligro.
—Sí, pero por desgracia últimamente están pasando muchas cosas extrañas y peligrosas. Creo que mereces una explicación.
—Me encantaría escucharla.
—Pues allá voy. En pocas palabras: mi hermano Aenghus Óg está haciendo maniobras contra mí. Quiere ocupar mi lugar supremo entre los Tuatha Dé Danann, pero sospecho que eso sólo es un paso hacia un objetivo más ambicioso. Con ese fin, sea cual sea, ha estado reuniendo todas las armas y las armaduras mágicas que ha podido encontrar. Incluso convenció al idiota de mi marido de que me pidiera una armadura completa que detuviera la hoja de Fragarach. Sin preguntarle nada, le hice una cosa ridícula y le dije que con eso sería invencible. Se la puso sin perder un segundo y se dirigió a su muerte, así que bien hecho, druida.
—Hum… —No sabía qué contestar.
—Yo mismo tendría que haberlo matado si las cosas hubieran ido más lejos. Y, a pesar de la situación, me gustaría evitar el enfrentamiento directo con Aenghus Óg mientras pueda. Rebajarse hasta el nivel de luchar resulta… desagradable, sobre todo cuando es contra tu propio hermano.
Pensé que rebajarse hasta el nivel de la muerte es también desagradable, y ésa es una posibilidad que hay que tener en cuenta una vez que se está en la batalla. Sin embargo, me abstuve de compartir mi pensamiento y asentí amablemente.
—Aenghus quiere Fragarach porque piensa que perforaría mi armadura —dijo, repiqueteando los dedos sobre el yelmo.
—¿Y la perforaría?
—No estoy segura —contestó Brigid—. Para ser sincera, esta armadura es un intento de forjar algo inmune a Fragarach, a diferencia de la que le di a Bres. De todos modos, preferiría no tener que comprobarlo.
—Nunca empuñaría Fragarach contra ti.
Brigid se echó a reír. Era como escuchar una sinfonía que te provoca escalofríos y te da ganas de llorar por la dicha de que regale tus oídos.
—Ya lo sé, Atticus. Y querría que Aenghus tampoco lo hiciese nunca.
—Tendría que matarme primero.