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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (152 page)

Angriote dijo:

—Señora, pues que esto está ya a nuestro cargo, no se puede en ello más poner de todas nuestras fuerzas con las vidas.

—Dios os lo agradezca —dijo ella— y me llegue a tiempo que mis hijos y yo lo paguemos en acrecentamiento de vuestros estados.

Así fueron por la mar sin entrevalo alguno hasta que llegaron en el reino de Dacia.

Pues allí llegados, tomaron por acuerdo que la reina quedase en su navío dentro en la mar hasta ver cómo les iba, y ellos hicieron sacar sus caballos y armáronse, y sus escuderos consigo y dos caballeros desarmados que con la reina se hallaron al tiempo que en la mar entró, que los guiaron y fueron su camino derecho a la ciudad donde los infantes estaban, que de allí sería una buena jornada, y mandaron a sus. escuderos que les llevasen de comer y cebada para los caballos porque no entrarían en poblado. Así como os digo fueron estos tres caballeros y anduvieron todo el día hasta la tarde y reposaron en la falda de una floresta de matas espesas, y allí comieron ellos y sus caballos, y luego cabalgaron y anduvieron tanto de noche que llegaron una hora antes que amaneciese al real, y acercáronse lo más encubierto que pudieron por ver dónde estaba el mayor golpe de la gente, por se desviar de ella y pasar por lo más flaco hasta entrar en la villa, y así lo hicieron, que mandaron a sus escuderos y a los caballeros que con ellos iban que en tanto quedaban en la guarda pugnasen de se pasar a la villa. Todos tres juntos dieron sobre hasta diez caballeros que delante sí hallaron, y de los primeros encuentros derribó cada uno el suyo y quebraron las lanzas y pusieron mano a las espadas, y dieron en ellos tan bravamente que así por los grandes golpes que les daban como porque pensaron que era más gente, comenzaron a huir dando voces que los socorriesen. Angriote dijo:

—Bien será que los dejemos y vamos a esforzar los cercados.

Lo cual así se hizo, que con su compaña se llegaron a la cerca, donde al ruido de su rebato se habían llegado algunos de los de dentro. Los dos caballeros que allí venían llamaron y luego fueron conocidos, y abrieron un postigo pequeño por donde algunas veces salían a sus enemigos, y por allí entraron Angriote y sus compañeros. Los infantes acudieron allí, que al alboroto se levantaron, y supieron cómo aquellos caballeros venían en su ayuda y cómo la reina, su madre, quedaba buena y a salvo, que hasta entonces no sabían si era presa o muerta, de que hubieron muy gran placer, y todos los del lugar fueron mucho esforzados con su venida cuando supieron quiénes eran e hiciéronles aposentar con los infantes en su palacio, donde se desarmaron y descansaron gran pieza.

En el real del duque se hizo gran revuelta a las voces que los caballeros que huyendo iban dieron, y con mucha prisa salió toda la gente, así a pie como a caballo, que no sabían qué cosa fuese, y antes que se apaciguasen vino el día. El duque supo de los caballeros lo que les aconteció, y como no habían visto sino hasta ocho o diez de a caballo, aunque habían pensado que más fuesen y que se entraran en la villa. El duque dijo:

—No será sino algunos de la tierra, que se habrán atrevido a entrar dentro; yo lo mandaré saber, y si sé quién son perderán todo cuanto acá de fuera dejan.

Y luego mandó a todos que se desarmasen y se fuesen a sus posadas, y él así lo hizo. Angriote y sus compañeros, desde que hubieron dormido y descansado, levantáronse y oyeron misa con aquellos donceles que los aguardaban, y luego les dijeron que mandasen venir allí los más principales hombres de los suyos, y así se hizo, y de ellos quisieron saber qué gente tenían, por ver si había copia para salir a pelear con los contrarios, y rogáronles mucho que los hiciesen armar a todos, y juntos en una gran plaza que allí había los verían, y así lo hicieron. Pues salidos allí todos y sabido por cierto la gente que el duque tenía bien, vieron que no estaba la cosa en disposición de se sufrir con ellos, si por alguna manera de las que de guerras se suelen buscar no fuese, y habido todos tres su consejo acordaron que esa noche saliesen a dar en los enemigos con mucho tiempo y que don Bruneo, con el infante menor, que había hasta doce años, pugnase de salir por otra parte y no entendiese en al, sino en pasarse por los contrarios y se ir a algunos lugares que cerca en esa comarca estaban, que como habían visto muerto al rey, cercados sus señores y la reina huida no osaban mostrarse; antes, mucho contra su voluntad, enviaban viandas al real del duque, y que allí llegados, viendo al infante y el esfuerzo que don Bruneo les daría, allegarían alguna gente para poder ayudar a los cercados, y que si tal aparejo hallasen que de noches les hiciesen ciertas señales, y que saliendo ellos a dar en el real, don Bruneo vendría con la gente que tuviese por otra parte donde ningún recelo tenían, y que así podrían hacer gran daño en sus enemigos. Esto les pareció buen acuerdo, y consultáronlo con algunos de aquellos caballeros que más valían y en quien se tenía y ponía mayor confianza que servirían a los infantes en aquella afrenta y peligro tan grande como estaban, todos lo tuvieron por bien que así se hiciese. Pues venida la noche y pasada gran parte de ella, Angriote y Branfil, con toda la gente del lugar, salieron a dar en sus enemigos, y don Bruneo salió por otra parte con el infante, como os dijimos. Angriote y Branfil, que delante todos iban, entraron por una calle de unas huertas que ese día habían mirado, la cual salía a donde el real estaba, en un gran campo, y allí no había estancia ninguna de día, salvo que de noche guardaban en ella hasta veinte hombres, en los cuales dieron tan bravamente ellos y su compaña que luego fueron desbaratados y pasaron adelante tras ellos, y algunos quedaron muertos y otros heridos, que como fuesen gente de baja manera y éstos caballeros tan escogidos, muy presto fueron tullidos y destrozados todos, y las voces fueron muy grandes y el ruido de las heridas; mas Angriote y Branfil no hacían sino pasar adelante y dar en los otros que así acudían del real y de las otras estancias, y dejaban muchos de ellos en poder de los suyos, que no hacían sino prender y matar, hasta que salieron al campo donde el real estaba. Aquella hora ya el duque estaba a caballo, y como vio los suyos destrozados por tan pocos de sus enemigos hubo en sí gran saña y puso las espuelas en su caballo y fue herir en ellos y toda su gente, la que allí halló con él, tan reciamente que como era de noche no parecía sino que todo el campo se hundía, de manera que la gente de la ciudad fueron puestos en gran espanto y todos se acogieron al callejón por donde habían entrado, así que no quedaron de fuera sino aquellos dos caballeros. Angriote y Branfil, que toda la furia del duque esperaron, mas tanta gente dio sobre ellos que por mucho que en armas hicieron, y dieron señalados golpes a los delanteros y derribaron al duque del caballo, por fuerza les convino de se retraer a la calle donde los suyos se acogieron, y allí, como el lugar era angosto, se detuvieron. El duque no fue herido, aunque cayó, y luego de los suyos fue muy presto socorrido y puesto en el caballo, y vio a sus contrarios metidos en las calles, y como llegó a ellos hubo gran pesar que dos caballeros solos a tanta gente como él traía se defendiesen y tuviesen aquel paso, y dijo en una voz, que todos lo oyeron:

—¡Oh, malandantes caballeros a quien yo doy lo mío, qué vergüenza es esta que vuestro poder no baste para vencer dos caballeros solos, que no lo habéis con más!

Entonces arremetió, y otros muchos con él, y llegaron tantos y con tan gran prisa que a mal de su grado de Angriote y Branfil, a todos los suyos metieron una pieza por el callejón adelante. El duque pensó que ya iban de vencida y que allí, con la prisa, podría matar muchos, y entraron a vuelta de los otros en la villa y como vencedor adelantóse de los suyos y llegó con su espada en la mano a Angriote, que delante halló, y diole un gran golpe por encima del yelmo, mas no tardó de llevar el pago, que como Angriote siempre por él miraba, desde que oyó denostar a los suyos, alzó la espada y de toda su fuerza lo hirió en el yelmo, de tal golpe que le desapoderó de toda su fuerza y dio con él a los pies de su caballo, y como así lo vio dio voces a los suyos que lo tomasen, que el duque era, y Branfil y él salieron adelante contra los otros e hiriéronlos de grandes golpes y pesados, de manera que los no osaban esperar, que como aquel lugar donde se combatían era angosto no les podían herir sino por delante. En este comedio fue el duque tomado y preso de los de la villa, pero tan desacordado y fuera de sentido que no sabía si lo llevaban los suyos o los contrarios. Como los suyos así lo vieron, que pensaron que muerto era, retrajéronse hasta salir de aquella angostura. Angriote y Branfil, como aquello vieron, así porque el duque era muerto o preso, como porque los contrarios eran muchos y no era razón de los cometer en tan gran plaza, acordaron de se tornar y haber por bien lo que en la primera salida habían recaudado, y así lo hicieron, que muy paso se volvieron a los suyos, muy contentos de cómo había el negocio pasado, aunque con algunas heridas, pero no grandes, y sus armas mal paradas, mas los caballos a poco rato fueron muertos de las llagas que tenían, y recogida su gente se volvieron a la villa y hallaron a la puerta al infante Garinto, que así había nombre, el cual, cuando los vio venir sanos y al duque, su enemigo, preso, ya podéis entender el placer que sentiría en ello.

Entonces se acogieron todos al lugar haciendo grandes alegrías, porque así lo llevaban a su enemigo mortal, el cual, como dicho es, aún no estaba en su acuerdo, ni en todo lo que quedó de la noche ni otro día hasta mediodía lo estuvo.

Don Bruneo, que por la otra parte salió, no supo nada de esto, sino solamente las voces y el gran ruido que oía, y como toda la más de la gente de fuera así acudió no quedaron a aquella parte sino pocos y de pie, de los cuales, según andaban derramados, no había quién los rigiese. Él pudiera matar algunos, mas dejólos por no perder al infante que a su cargo llevaba y pasó por ellos sin embargo alguno, y anduvieron todo lo que quedó de la noche tras un hombre que los guiaba, que iba en un rocín, y venida la mañana vieron a ojo una villa a donde la guía los llevaba, que era asaz buena, que se llamaba Alimenta, y venían de ella dos caballeros armados que el duque había enviado a saber quién fueran los que habían entrado en la villa, y así lo habían hecho a otras partes, y no habían hallado rastro ni razón alguna de ello y tornábanselo a decir, y asimismo mandaron de parte del duque, so grandes penas, a los de la villa que enviasen toda la más vianda que pudiesen al real, y don Bruneo, que los vio, preguntó aquel hombre si sabía quién fuesen aquellos dos caballeros y de cuál parte.

—Señor —dijo el hombre—, de la parte del duque son, que yo los he visto con aquellas armas muchas veces andar al derredor de la villa en compaña de los otros sus compañeros.

Entonces dijo don Bruneo:

—Pues vos mirad por este doncel y no os partáis de él, que yo ver quiero qué tales son los caballeros que a tan mal señor aguardan.

Entonces se adelantó ya cuanto y fue al encuentro de ellos, que de él no se curaban, pensando que de los del real fuese, y como llegó cerca dijo:

—Malos caballeros que con aquel duque traidor vivís y sois sus amados, guardados de mí, que yo os desafío hasta la muerte.

Ellos le respondieron:

—Tu gran soberbia te dará el pago de tu locura, que pensando que eras de los nuestros te queríamos dejar; pero ahora pagarás con esa muerte que dices lo que como hombre de poco seso osas acometer.

Luego se fueron unos contra otros al más correr de sus caballos e hiriéronse reciamente en los escudos, así que las lanzas fueron en piezas; mas el uno de los caballeros que don Bruneo encontró fue en tierra sin detenimiento alguno y dio tan gran caída en el campo, que era duro, que no bullía con pie ni mano, antes estaba tendido como si muerto fuere, y puso mano a su espada con muy vivo corazón que él tenía y fue para el otro, que asimismo con la espada en la mano estaba y bien cubierto de su escudo atendiéndole, y diéronse muy grandes y duros golpes; pero como don Bruneo fuese de más fuerza y que más aquel hecho había usado, cargóle de tantos golpes que le hizo perder la espada de la mano y ambas las estriberas, y abrazóse al cuello del caballo y dijo:

—¡Oh, señor caballero, por Dios, no me matéis!

Don Bruneo se sufrió de lo herir y dijo:

—Otorgaos por vencido.

—Otórgolo —dijo él—, por no morir y perder el ánima.

—Pues apeaos del caballo —dijo don Bruneo— hasta que os mande.

Él así lo hizo, mas tan desatentado estaba que no se pudo tener y cayó en el suelo, y don Bruneo lo hizo mal su grado levantar y díjole:

—Id a aquél vuestro compañero y mirad si es muerto o vivo.

Él así como mejor pudo lo hizo, y llegóse a él y quitóle el yelmo de la cabeza, y como el aire le dio cobró huelgo y acordó ya cuanto. En esto miró don Bruneo por el doncel y violo un rato de sí, que el hombre, no teniendo tanta fucia en su bondad, habíase alejado de ellos con él, y llamólos con la espada que se viniesen a él, y así lo hicieron, y como el doncel llegó estuvo espantado de lo que don Bruneo había hecho, y como era niño y nunca cosa semejante viera, estaba demudado, y díjole don Bruneo:

—Buen doncel, haced matar estos vuestros enemigos, aunque será pequeña venganza a la gran traición que su señor a vuestro padre hizo.

El doncel le dijo:

—Señor caballero, por ventura éstos están sin culpa de aquella traición, y mejor será, si os pluguiere, que los llevemos vivos que matarlos.

Don Bruneo lo tuvo por bien y pagóse de lo que el infante dijo y pensó que sería hombre bueno si viviese. Entonces mandó aquel hombre que con ellos venía que ayudase al otro caballero y pusiesen aquél que más desacordado estaba atravesado en la silla de su caballo y que el otro cabalgase y se iría a la villa, y así lo hizo, y cuando allá llegaron salieron muchos por los ver y maravillábanse cómo así traían aquellos dos caballeros que de allí habían partido esa mañana.

Así fueron por la rúa del lugar hasta la plaza, donde mucha gente se llegó, vinieron a él a le besar las manos llorando y decíanle:

—Señor, si nuestros corazones osasen poner en obra lo que las voluntades desean y viésemos aparejo para ello, todos seríamos en vuestro servicio hasta morir; mas no sabemos qué remedio tomar, pues que no hay entre nos caudillo ni mayor que mandarnos sepa.

Don Bruneo les dijo:

—¡Oh, gente de poco esfuerzo, aunque hasta que hayáis sido honrados, ¿no se os acuerda que sois vasallos del rey, su padre de este doncel, y del infante que rey será, su hermano? ¿Cómo le pagáis aquello que como súbditos y naturales les debéis, viendo muerto a traición tan grande a vuestro señor y a sus hijos encerrados y cercados de aquel duque traidor, su enemigo?

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