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Authors: Garci Rodríguez de Montalvo

Amadís de Gaula (153 page)

—Señor caballero —dijo uno de los más honrados de la villa—, vos decís gran verdad; mas como no tengamos quién nos guíe y nos mande y seamos todos gentes que más por las haciendas que por las armas vivamos, no nos sabemos dar el recaudo que a nuestra lealtad conviene, pero ahora que aquí está este nuestro señor y vos en su guarda, ved lo que debemos hacer y luego se pondrá en obra a todo nuestro poder.

—Vos lo decís como bueno —dijo don Bruneo—, y es gran razón que el rey os haga mercedes y a todos los que de este vuestro voto y parecer siguieren, y yo vengo a os guiar y a morir o vivir con vosotros.

Entonces le dijo el recaudo que en la villa con el otro infante dejaba y cómo había venido con la reina su señora y dónde la dejaban y cómo yendo a la Ínsula Firme la habían hallado en la mar y que no temiesen, que con poca de su ayuda sus enemigos serían muy presto destruidos y muertos. Cuando esto oyó aquella gente, tomaron en sí gran esfuerzo y corazón y alborotáronse todos y dijeron:

—Señor caballero de la Ínsula Firme, que allí nunca hubo caballero que bienaventurado no fuese después que aquel famoso Amadís de Gaula la ganó. Mandad y ordenad de nos todo lo que debemos hacer y luego se pondrá en obra.

Don Bruneo se lo agradeció mucho e hizo al infante que se lo agradeciese, y díjoles:

—Pues mandad luego cerrar las puertas de este lugar y poned guardas, que de ninguno de aquí sean avisados nuestros enemigos, y yo os diré lo que hacerse debe.

Esto fue luego hecho, y díjoles:

—Pues id a vuestras casas y comed y aderezad vuestras armas, cualesquiera que sean, y estad prestos y guardad vuestra villa y no hayáis miedo de aquella mala gente, que allá tienen harto en que entender, según el recaudo con el infante queda, y cuando comamos y descansen nuestros caballos, el infante y yo nos pasaremos a otra villa, que esta guía que traigo me dice que es a tres leguas de ésta, y tomaremos toda aquella gente y, vendremos por aquí, y yo os llevaré de manera que vuestros enemigos, si esperan, serán perdidos y maltratados y en vuestro poder.

Ellos le dijeron que así lo harían, y luego fueron todos con mucha gana a lo hacer como él lo mandaba, y al infante y a don Bruneo dieron de comer muy bien en un palacio, que del rey era, y desde que hubieron comido, que pasaba ya el mediodía, queriendo cabalgar para se ir, llegaron dos peones que venían a más andar a la puerta de la villa y dijeron a las guardas que los dejasen entrar, que traían nuevas de su placer; los guardas los llevaron al infante y a don Bruneo y preguntáronles qué decían. Ellos dijeron:

—Señores, nosotros no veníamos sino a los de esta villa, que no sabíamos de la venida del infante, ni de vos, que nunca os vimos, y las nuevas que traemos son tales que así vosotros como ellos habréis gran placer de las saber. Ahora sabed que esta noche pasada salieron de la villa mucha gente, dieron en las guardas y mataron y prendieron muchos de los del duque, y como el duque lo supo acudió allí, y, halló dos caballeros extraños que maravillas dicen de ellos, que mataban los suyos, y él, por los socorred, combatióse con el uno de ellos, y de un golpe solo derribó al duque del caballo y quedó en poder de los de la villa, no saben si muerto o vivo. Toda la gente del real no saben qué hacer sino andar a corrillos en consejos y parecían que aparejaban para levantar de allí, de gran temor que tienen de aquellos extraños que os decimos, y nosotros somos de una aldea de aquí cerca, que teníamos en el real provisión, y como vimos esto acordamos de lo decir a estos señores de esta villa, porque se pongan a recaudo, que como gente que va huyendo no les hagan mal o algún robo.

Don Bruneo como esto oyó, salió cabalgando, y el infante con él, a la plaza e hizo a los peones que contasen las nuevas a todos los que allí se juntaron, porque tomase en sí el esfuerzo y corazón y díjoles:

—Mis buenos amigos, yo acuerdo que no debo de pasar más adelante, que según estas nuevas bien bastamos vosotros y yo para lo que dejé concertado, por ende, conviene que seáis todos armados en anocheciendo y partamos de aquí, que gran sinrazón sería que los de la villa llevasen la gloria de este vencimiento sin que nuestra parte nos quepa.

—Todo se hará luego como vos, señor, lo mandáis—, dijeron ellos.

Así estuvieron todo el día aderezando sus armas, con tanta voluntad que no veían la hora de estar envueltos con ellos, porque ya los tenían por desbaratados y querían vengarse de los males y daños que de ellos habían recibido.

Venida la noche, don Bruneo se armó y cabalgó en su caballo y sacó toda la gente al campo y rogó al infante que le esperase allí, mas él no quiso sino ir con él. Pues así fueron todos, como oís, la vía del real, y don Bruneo, después que pieza de la noche pasó, mandó a la guía que con él viniera que hiciese la señal a los de la villa desde donde la viesen, como quedó acordado, y él así lo hizo, y tanto que por ellos fue vista luego, cuidaron que buen recaudo tenía don Bruneo y luego se aparejaron para salir antes que amaneciese -a dar en el real; mas del real acordaron otra cosa, que como vieron al duque su señor en poder de sus enemigos y vieron hacer aquellas señales de juegos de noche y porque tenían perdida la esperanza de lo cobrar, antes si más allí se detuviesen les sería grande peligro. En pasando parte de la noche recogieron toda la gente y fardaje y los heridos y muy secreto, sin que sentidos fuesen, alzaron el real y movieron camino de su tierra, de manera que antes que su ida fuese sentida anduvieron gran pieza, pues venida la hora que los de la villa salieron y don Bruneo llegó por el otro cabo, no hallaron nada, antes no se conociendo, como era de noche, hubiera de haber entre ellos gran revuelta, cada uno pensando por los otros que fuesen los contrarios, de que ninguna gente en medio se hallaba; pero después que se conocieron hubieron muy gran pesar porque así se les habían ido, y luego siguieron el rastro, mas mucho a duro, que con la noche no podían y andaban a tiento hasta que el alba vino, y entonces los vieron muy claros, por lo cual los de caballo mucho se apresuraron y alcanzaron todo el fardaje y los peones y heridos, que la otra gente, como ya iban de vencida, no quisieron aguardar desde que el día vino porque aún iban por tierra de sus enemigos. De éstos, pues, mataron muchos y otros prendieron y cobraron muy grande haber, y con mucha alegría y gloria se volvieron a la villa y luego enviaron caballeros que trajesen a la reina, y como vino y vio sus hijos sanos y buenos y a su enemigo preso, quién puede decir el placer grande que sintió.

Angriote y sus compañeros, como sabían el concierto de la Ínsula Firme que los habían de esperar aquellos grandes señores, demandaron licencia a la reina, diciéndole que a día señalado habían de ser en la Ínsula Firme, que pues ya no era menester que querían andar su camino. La reina les rogó que por su amor se detuviesen dos días, porque quería en su presencia alzar a su hijo Garinto por el rey y hacer justicia de aquel traidor del duque muy cruel; ellos le dijeron que a lo de su hijo les placía estar, pero que a la justicia del duque no. Que pues en su poder quedaba, que después de ellos idos hiciese de la su guisa. La reina mandó hacer luego a la plaza una gran cadalso de madera, cubierto de muy ricos y graciosos paños de oro y de seda, y mandó venir allí todos los mayores de su reino que más cerca se hallaron y subieron allí al infante Garinto y a los tres caballeros y trajeron al duque así mal parado como estaba encima de un rocín sin silla, y delante de él tocaron muchas trompetas, llamando al infante rey de Dacia, y Angriote y don Bruneo le pusieron en la cabeza una muy rica corona de oro con muchas perlas y piedras.

Así estuvieron en aquellas fiestas gran parte del día, con mucho dolor y angustia de aquel duque que lo miraba, al cual la gente decían muchas injurias y denuestos; pero aquellos caballeros rogaron a la reina que lo mandase llevar allí o que ellos se irían, que no querían ver que ningún hombre preso y vencido en su presencia recibiese injuria. La reina mandó llevar a la prisión, pues vio que les pesaba en estar allí y rogóles que tomasen joyas ricas que allí hizo traer para les dar; mas ellos, por ruegos que les hiciesen, ninguna cosa quisieron tomar, sino solamente porque sabían que en aquella tierra había muy hermosos lebreles y sabuesos, que su merced fuese de les mandar dar algunos para los montes de la Ínsula Firme. Luego les trajeron allí más de cuarenta en que escogiesen los más hermosos que más les agradasen. Cuando la reina vio que se querían ir, díjoles:

—Mis amigos y buenos señores, pues que de mis joyas no queréis llevar, forzado es que llevéis una, que es la que yo más en este mundo amo, y éste es el rey, mi hijo, que de mi parte le deis a Amadís, porque en su compaña y de sus amigos cobre la crianza y buenas maneras que a caballero conviene, que de los bienes temporales asaz es abastado, y si Dios a edad cumplida le llega, mejor de su mano que de otra alguna podrá ser caballero, y decidle que así por sus nuevas como por la bondad de vosotros, que este reino me hicisteis ganar, que para él y para vos se ganó.

Ellos se lo otorgaron de que vieron que con tanta afición lo quería y porque mucha honra era tener en su compaña un rey tal como aquél que siendo de tan gran estado procuraba su compaña por valer más. La reina le hizo guarnecer una fusta muy ricamente, como a rey convenía, así de grandes atavíos como de joyas muy ricas y preciadas, para que las diese a los caballeros y a otras personas que él quisiese, y su ayo, con otros servidores, y fuese con ellos hasta la mar y de allí se tornó, y llegada a la villa, con mucha deshonra mandó ahorcar al duque porque todos viesen el fruto que las flores de la traición llevan.

Ellos entraron en sus fustas y caminaron tanto hasta que llegaron a aquel gran puerto de la Ínsula Firme, donde con mucho deseo los esperaban. Llegados al puerto enviaron decir a Amadís cómo traían consigo al rey de Dacia y la razón por qué, que' viese lo que se debía hacer en la venida de tal príncipe.

Amadís cabalgó y no llevó consigo sino a Agrajes, y la mitad de la cuesta del castillo encontraron con los caballeros y con el rey, el cual ricamente vestido venía y en un palafrén guarnido a maravilla. Amadís se fue a él y lo saludó, y el niño a él, con mucha cortesía, que ya le habían dicho cuál era. Después se abrazaron todos, con gran risa y placer que de sí hubieron, y así juntos se fueron al castillo, donde aquel rey fue aposentado en compaña de don Bruneo hasta que otros donceles viniesen que esperaban. Así estaban aquellos señores en aquella ínsula esperando al rey Lisuarte, que por contar de él dejaremos éstos hasta su tiempo.

Capítulo 123

Cómo el rey Lisuarte y la reina Brisena, su mujer, y su hija Leonoreta vinieron a la Ínsula Firme, y cómo aquellos señores y señoras les salieron a recibir.

Como es dicho, el rey Lisuarte, después que llegó a Vindilisora, mandó a la reina que se aderezase de las cosas necesarias a ella y a su hija Leonoreta y al rey Arbán de Norgales, su mayordomo mayor, de lo que a él convenía, y todo hecho y aparejado según su grandeza, partió con su compaña, y no quiso llevar sino al rey Cildadán, y a don Galvanes, y a Madasima, su mujer, que entonces allí, por su mandado, llegaron de la Ínsula de Mongaza, y otros algunos de sus caballeros ricamente vestidos, que Gasquilán, rey de Suesa, desde allí se tornó en su reino. Pues con mucho placer fueron por sus jornadas hasta que llegaron a dormir a cuatro leguas de la Ínsula, lo cual fue sabido luego por Amadís y por todos los otros príncipes y caballeros que con él estaban, y acordaron que todos juntos y aquellas señoras con ellos los saliesen a recibir a dos leguas de la Ínsula, y así se hizo, que otro día salieron todos y todas las reinas tras la reina Elisena. Los vestidos y riquezas que sobre sí y sobre sus palafrenes llevaban no bastaría memoria para lo contar, ni menos para lo escribir, tanto os digo, que antes ni después nunca se supo que una compaña de tantos caballeros de tan alto linaje y de tanto esfuerzo y tantas señoras reinas, infantas y otras de gran guisa, tan hermosas y bien guarnidas hubiese habido en el mundo. Así juntos fueron por aquella vega hasta que llegaron a la vista del rey Lisuarte, el cual, cuando vio tanta gente que contra él iba, luego pensó lo que era, y con toda su compaña anduvo tanto que se encontró con el rey Perión y el emperador y todos los otros caballeros que delante venían, allí pararon todos para se abrazar. Amadís venía detrás, hablando con don Galaor, su hermano, que aún estaba muy flaco que apenas podía andar cabalgando, y como llegó cerca del rey apeóse de su caballo y el rey le dio voces que no lo hiciese, mas él no le dejó por eso, y llegó a pie y, aunque no quiso, le besó las manos y pasó a la reina, que Esplandián, aquel hermoso doncel, de rienda traía, y la reina se bajó del palafrén para le abrazar, mas Amadís le tomó las manos y se las besó. Don Galaor llegó al rey Lisuarte, y cuando le vio tan flaco fuelo a abrazar y las lágrimas le vinieron a entrambos a los ojos, y túvolo así el rey un rato, que se nunca pudieron hablar tanto que algunos dijeron que este sentimiento fue del placer que de se ver hubieron; pero otros lo juzgaron diciendo que teniendo en las memorias las cosas pasadas y no se haber en ellas hallado juntos, como sus corazones deseaban, había traído aquellas lágrimas. Esto se eche a la parte que os pluguiere, pero de cualquier manera que fuese era porque mucho se amaban. Oriana llegó a la reina, su madre, después que la reina Elisena la saludó, y como su madre la vio, que era la cosa que más amaba, se fue a ella y tomóla entre sus brazos, y cayeran ambas a tierra sino por caballeros que las sostuvieron, y comenzóla a besar por los ojos y por el rostro, diciendo:

—¡Oh, mi hija, a Dios plega por la su santa Merced que los trabajos y fatigas que esta tu gran hermosura nos ha dado, que ella sea causa de lo remediar con mucha paz y alegría de aquí adelante!

Oriana no hacía sino llorar de placer, y ninguna cosa le respondió; en esto llegaron las reinas Briolanja y Sardamira y quitáronsela de entre los brazos y hablaron a la reina, y después todas las otras, con mucha cortesía, que a esta dueña tenían por una de las mejores y más honradas reinas del mundo. Leonoreta llegó a besar las manos a Oriana y ella la abrazó y besó muchas veces, y así lo hicieron todas las dueñas y doncellas de la reina, su madre, que la amaban de corazón, más que a sí mismas, que, como se os ha dicho, esta princesa fue la más noble y más comedida para honrar a todos que en su tiempo fue, y por esta causa era muy amada y querida de todos y todas cuantas la conocían.

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