Amanecer (17 page)

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Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

¿En qué los convertiría ella?

Estaba echada en su plataforma-cama, contemplando la foto de un hombre. Un metro sesenta y ocho, decía la estadística. Cincuenta y seis kilos, treinta y dos años. Le faltaban tres de los dedos de su mano izquierda, perdidos en un accidente de infancia con un cortacésped, y era muy autoconsciente de esa mutilación. Se llamaba Víctor Dominic, bueno, en realidad era Vidor Domonkos, pues sus padres habían llegado a los Estados Unidos desde Hungría justo antes de que él naciese. Había sido abogado, y los oankali suponían que bueno. Lo habían hallado inteligente, hablador, comprensiblemente suspicaz ante unos interrogadores invisibles, y muy creativo al mentirles. Había estado sondeándoles constantemente, tratando de descubrir su identidad; pero era como Lilith, uno de los pocos angloparlantes que jamás había expresado la sospecha de que fuesen extraterrestres.

Había estado casado tres veces, pero no había sido padre a causa de un problema biológico, que los oankali creían haber corregido. El no haber tenido hijos le había preocupado grandemente, y siempre había acusado de ello a sus mujeres, al tiempo que se negaba a dejarse examinar, él, por un doctor.

Aparte de esto, los oankali lo habían hallado razonable y realmente formidable. Jamás se había derrumbado en su inexplicado confinamiento solitario, nunca había llorado ni había intentado suicidarse. Sí, en cambio, había prometido matar a sus captores, si alguna vez tenía la oportunidad. Sólo lo había dicho una vez, tranquilamente, más como si estuviera haciendo un comentario casual, que amenazando a alguien de muerte.

A pesar de ello, al interrogador oankali le habían perturbado estas palabras, y había vuelto a dormir a Víctor Dominic de inmediato.

A Lilith le gustaba aquel hombre: tenía cerebro y, exceptuando la estupidez de culpar a sus ex-esposas, también autocontrol..., justo lo que ella necesitaba. Pero también lo temía...

¿Y si decidía que Lilith era uno de sus guardianes? Ella era más alta y, ahora, desde luego más fuerte..., pero eso no bastaba: él tendría demasiadas oportunidades de atacarla cuando estuviera desprevenida.

Mejor despertarlo más tarde, cuando ella ya tuviese aliados. Colocó el informe sobre él a un lado, en el más pequeño de dos montones..., gente a la que, desde luego, quería, pero a la que no se atrevía a despertar al principio. Suspiró, y tomó otro informe.

Leah Bede. Silenciosa, religiosa, lenta... de movimientos, no de mente, pese a que los oankali no se habían sentido particularmente impresionados por su inteligencia. Habían sido su paciencia y autosuficiencia lo que sí les había impresionado. No habían sido capaces de hacerla obedecer: había resistido, más que ellos, en estoico silencio.

¡Aguantado más que los oankali! Casi se había dejado morir de inanición cuando ellos habían cesado de alimentarla, para coaccionarla a que cooperase. Finalmente, la habían drogado, conseguido la información que deseaban y, tras un período de dejarla recuperar peso y fuerzas, la habían puesto de nuevo a dormir. ¿Por qué no se habían limitado los oankali a drogarla, tan pronto como se habían dado cuenta de lo terca que era? Quizá porque deseaban ver hasta cuan lejos se podía empujar a los humanos antes de que se rompiesen. Tal vez incluso quisiesen ver cómo se rompía cada ser humano. O quizá la versión de la terquedad oankali fuese tan extrema, desde el punto de vista del hombre, que pocos seres humanos lograsen colmar su paciencia. Lilith no lo había logrado. Leah sí.

La foto de Leah mostraba a una mujer pálida, magra, de aspecto cansado, a pesar de que un ooloi había notado en ella una tendencia fisiológica a la obesidad.

Lilith dudó, luego colocó el informe de Leah encima del de Víctor. También Leah parecía una buena aliada, pero no una buena elección para despertar primero. Sonaba como si pudiese ser una amiga apasionadamente leal..., a menos que le viniese la idea de que Lilith era una de sus captores.

Cualquiera a quien Lilith Despertase podía hacerse esa idea..., casi con toda seguridad la tendría, cuando Lilith abriese una pared o hiciese crecer otras nuevas, demostrando así tener habilidades que ellos no tenían. Los oankali le habían dado información, incrementado su fuerza física, mejorado su memoria, y dado la habilidad de controlar las paredes y las plantas de animación suspendida. Ésas eran sus herramientas. Y cada una de ellas la haría parecer un poco menos humana.

—¿Qué más debemos darte? —le había preguntado Ahajas la última vez que la vio Lilith. Ahajas estaba preocupada por ella, la encontraba demasiado pequeña para resultar impresionante. Había descubierto que a los humanos les impresionaba el tamaño. El hecho de que Lilith fuese más alta y robusta que la mayoría de las mujeres no parecía bastante: no era más alta ni más robusta que la mayoría de los hombres. Pero en eso no había nada que hacer.

—Nada que me pudierais dar sería bastante —le había contestado Lilith.

Dichaan había oído esto y se había acercado, para tomar a Lilith de las manos:

—Tú deseas vivir —dijo—. No desperdiciarás tu vida.

Ellos estaban desperdiciando su vida.

Tomó el siguiente informe y lo abrió.

Joseph Li-Chin Shing. Un viudo, cuya esposa había muerto antes de la guerra. Los oankali habían descubierto que se sentía tranquilamente agradecido por esto. Tras su propio período de terco silencio, había descubierto que no le importaba hablar con ellos.

Pareció aceptar la realidad de que su vida estaba, como él mismo decía, «en retención», hasta que descubriese lo que le había pasado al mundo y quién mandaba ahora. Siempre estaba tratando de hallar respuestas a estas cuestiones. Admitía recordar el haber decidido, no mucho después de la guerra, que ya era hora de que él muriese. Creía que lo habían capturado antes de que pudiese intentar suicidarse. Ahora, decía, tenía razones para vivir... para ver quién lo había enjaulado, por qué lo había hecho, y cómo podía desear pagarle por ello.

Tenía cuarenta años, era un hombre pequeño, en otro tiempo ingeniero, ciudadano de Canadá nacido en Hong Kong. Los oankali habían considerado el hacerle padre de uno de los grupos humanos que pretendían establecer; pero les había desanimado la amenaza que representaba. Era, pensaba un interrogador oankali, suave, pero potencialmente mortífero. Y, a pesar de ello, los oankali se lo recomendaban a ella..., a cualquier padre de grupo. Era inteligente, decían, y firme. Alguien en quien se podía confiar.

No había nada especial en su aspecto, pensó Lilith. Era un hombre pequeño, vulgar, pero los oankali habían estado muy interesados en él. Y la amenaza que representaba era sorprendentemente conservadora..., mortífera únicamente si a Joseph no le gustaba lo que descubría. No le gustaría, pensó Lilith. Pero era lo bastante inteligente como para darse cuenta de que el momento adecuado para hacer algo al respecto sería cuando estuvieran todos ellos en el planeta, no mientras estuviesen enjaulados en la nave.

El primer impulso de Lilith había sido Despertar a Joseph Shing..., Despertarlo de inmediato, para acabar con su soledad. El impulso fue tan fuerte que se quedó sentada quieta durante varios minutos, abrazándose a sí misma, enfrentándose con tan acuciante deseo. Se había prometido a sí misma que no Despertaría a nadie hasta que no hubiera leído todos los informes, hasta que hubiese tenido tiempo para pensar. Ahora, el seguir un impulso erróneo podía matarla.

Recorrió varios informes antes de hallar a alguien que le pareciese que podía compararse con Joseph, aunque tenía claro que no dudaría en despertar a algunas de las personas que ya había encontrado.

Había una mujer llamada Celene Ivers, que había pasado buena parte de su corto período de interrogación llorando la muerte de su esposo y sus dos hijas gemelas, o llorando su propia e inexplicada cautividad y su incierto futuro. Había deseado morir, una y otra vez, pero nunca había hecho un intento de suicidarse. Los oankali la habían hallado muy dúctil, ansiosa por complacer..., o, mejor dicho, temerosa de disgustar. Débil, habían dicho los oankali. Débil y apenada, no estúpida, pero tan fácilmente atemorizable que podía ser inducida a comportarse de un modo estúpido.

Inofensiva, pensó Lilith. Alguien que no sería una amenaza, sin importar lo mucho que sospechase que Lilith era su carcelera.

Había el tal Gabriel Rinaldi, un actor, que durante un tiempo había confundido absolutamente a los oankali, porque les representaba papeles en lugar de dejarles ver cómo era realmente. Era otro de los que habían dejado de alimentar, en la teoría de que, más pronto o más tarde, el hambre haría surgir al hombre verdadero. No estaban totalmente seguros de que así hubiese sido. Gabriel debía de haber sido muy bueno como actor. Además, era muy apuesto. Jamás había tratado de hacerse daño, ni había amenazado con hacer daño a los oankali. Y, por alguna razón, ellos nunca lo habían drogado. Tenía, decían los oankali, veintisiete años, delgado, físicamente más fuerte de lo que parecía, terco, y no era tan listo como le gustaba pensar a él.

Esto, pensó Lilith, era algo que podía decirse de la mayoría de la gente. Gabriel, como los otros que habían derrotado, o habían estado a punto de derrotar a los oankali, era potencialmente valioso. Se preguntó si alguna vez podría fiarse de Gabriel, pero su informe permaneció entre los de los que tenían que ser Despertados.

Había la tal Beatrice Dwyer, que había resultado absolutamente inalcanzable mientras estaba desnuda, pero a la que la ropa la había transformado en una brillante y agradable persona, que incluso parecía haberse hecho amiga de su interrogador. Éste, un experimentado ooloi, había intentado lograr que aceptasen a Beatrice como madre de grupo. Otros interrogadores la habían observado y no habían estado de acuerdo, por alguna razón no especificada. Quizá fuera por la extremada modestia física de la mujer.

No obstante, un ooloi había sido totalmente conquistado por ella.

Había la tal Hilary Ballard, poetisa, artista, autora teatral, actriz, cantante, frecuente recolectora de las prestaciones de desempleo. Realmente era brillante: había memorizado poesías, obras de teatro, canciones..., suyas y de autores más reconocidos. Tenía algo que ayudaría a los futuros niños humanos a recordar quiénes eran. Los oankali pensaban que era inestable, pero no de un modo peligroso. La habían tenido que drogar, porque se había lastimado tratando de escapar de lo que ella llamaba su jaula. Se había partido ambos brazos.

¿Y eso no era ser peligrosamente inestable?

No, probablemente no. Lilith misma se había dejado llevar por el pánico al hallarse enjaulada. Igual que mucha otra gente. Simplemente, el pánico de Hilary había sido más extremado que el de la mayoría. Probablemente no se le pudiera encomendar el hacer un trabajo crucial. Jamás podría depender de ella la supervivencia del grupo..., pero, claro, lo cierto es que no debía depender de una sola persona. El hecho de que sí dependiese no era culpa de los seres humanos.

Había el tal Conrad Loehr... llamado Curt, que había sido policía en Nueva York, y que había sobrevivido sólo porque, al fin, su esposa lo había arrastrado a Colombia, en donde vivía la familia de ella: durante años, nunca habían ido a parte alguna. La mujer había muerto en uno de los motines que habían estallado poco después del último intercambio de cohetes. Millares de personas habían resultado muertas, aun antes de que empezase a hacer frío. Simplemente se habían pisoteado o despedazado unas a otras, presas del pánico. Curt había sido recogido con siete niños, ninguno de ellos suyo, a los que había estado cuidando. Sus propios cuatro hijos, dejados en los Estados Unidos con familiares, habían muerto. Curt Loehr, decían los oankali, necesitaba de gente a la que cuidar. La gente lo equilibraba, le daba un propósito. Sin ellos, quizá hubiera sido un criminal..., o estuviese muerto. Solo en su habitación de aislamiento, había hecho todo lo que había podido para abrirse el cuello con las uñas...

Derick Wolski había estado trabajando en Australia. Era soltero, de veintitrés años, sin una idea clara de lo que quería hacer con su vida, y hasta el momento había hecho bien poco más que ir a la escuela y trabajar en empleos temporales o de jornada parcial. Había frito hamburguesas, conducido una camioneta de reparto, trabajado en la construcción, vendido productos del hogar puerta a puerta (mal), empaquetado alimentos, ayudado a limpiar oficinas y, por su cuenta, hecho algo de fotografía de la naturaleza. Lo había dejado todo, menos la fotografía. Le gustaba el aire libre, le gustaban los animales. Su padre pensaba que este tipo de cosas era una tontería, y él había tenido miedo de que su padre tuviese razón. Y, no obstante, estaba fotografiando la vida silvestre australiana cuando estalló la guerra.

Tate Marah justo acababa de abandonar otro trabajo. Tenía algún problema genético que los oankali habían controlado, pero no curado. Pero su verdadero problema parecía ser que hacía las cosas tan bien, que pronto se aburría. O las hacía tan mal, que las abandonaba antes de que nadie se diese cuenta de su incompetencia. La gente la había considerado como una presencia formidable, brillante, dominante y, además, tenía dinero.

Su familia había estado bien situada..., era propietaria de una empresa inmobiliaria de mucho éxito. Parte de su problema, creían los oankali, era que no tenía que hacer nada para vivir. Tenía una gran energía, pero necesitaba alguna presión externa, algún reto, que la obligase a utilizarla.

¿Qué le parecería la preservación de la especie humana?

Había intentado suicidarse en dos ocasiones, antes de la guerra. Tras la guerra, había luchado por sobrevivir. Cuando estalló, estaba sola, de vacaciones, en Río de Janeiro. No había sido un buen momento para ser estadounidense, creía, pero había sobrevivido, y había ayudado a otros. Esto lo tenía en común con Curt Loehr. Bajo el interrogatorio oankali, se había dedicado a un duelo verbal y a interpretar papeles, hasta el punto de exasperar al inquisidor ooloi. Pero, finalmente, el ooloi la había admirado: pensaba que se parecía más a un ooloi que a una hembra. Era buena manipulando a la gente..., lo hacía de un modo que parecía no importarles. Esto también había acabado por aburrirla en el pasado; pero el aburrimiento nunca la había llevado a hacer daño a nadie, como no fuera a sí misma. Había habido momentos en los que se había apartado de la gente, para protegerla de las posibles consecuencias de su propia frustración. Así, se había separado de varios hombres, a menudo apareándolos con amigas. Las parejas que ella había juntado acostumbraban a casarse.

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