—¿Antropología? —dijo él, frunciendo el ceño—. Oh, sí, recuerdo haber leído algo de Margaret Mead, antes de la guerra. Entonces, ¿eso es lo que quería estudiar usted? ¿La gente de las tribus?
—Al menos quería estudiar a la gente diferente. A la gente que no hacía las cosas en el modo que las hacíamos nosotros.
—¿De dónde es usted? —preguntó él.
—De Los Ángeles.
—Oh, sí. Hollywood, Beverly Hills, estrellas de cine..., siempre quise ir ahí.
—Un viaje hubiera roto sus ilusiones. Y, usted, ¿de dónde era?
—De Denver.
—¿Y dónde estaba cuando estalló la guerra?
—En el Gran Cañón..., bajando los rápidos en canoa. Era la primera vez que realmente hacía algo, que había ido a algún sitio que realmente valiese la pena... Luego nos congelamos. ¡Y mi padre acostumbraba a decir que el invierno nuclear no era otra cosa que politiqueo!
—Yo estaba en Perú, en los Andes —explicó ella—. Una excursión a pie hacia el Machu Picchu. En realidad, tampoco yo había estado en ninguna parte. Al menos, no desde que mi esposo...
—¿Estaba usted casada?
—Sí, pero él y mi hijo... se mataron..., quiero decir que fue antes de la guerra. Yo había ido a un viaje de estudios al Perú. Formaba parte de mi vuelta a la Universidad. Una amiga me convenció para que realizase ese trabajo de campo. Ella también vino..., y murió.
—Aja. —Se alzó de hombros, incómodo—. Yo también planeaba ir a la Universidad.
Pero aún estaba en la enseñanza secundaria cuando el mundo estalló en pedazos.
—Los oankali debieron de sacar mucha gente del hemisferio sur —dijo ella, pensativa—. Quiero decir que también allí nos congelamos, pero oí que la helada en el sur fue desigual, por zonas. Mucha gente debió de sobrevivir.
Él se hundió en sus propios pensamientos.
—Es curioso —dijo—. Usted empezó siendo años mayor que yo, pero llevo ya tanto tiempo Despierto... que supongo que, ahora, yo soy el mayor de los dos.
—Me pregunto cuánta gente pudieron sacar del hemisferio norte..., sin contar a los militares y los políticos cuyos refugios no fueron destruidos por las bombas.
Se volvió para consultárselo a Nikanj, y vio que se había marchado.
—Se fue hará un par de minutos —dijo el hombre—. Cuando quieren, pueden moverse deprisa y silenciosamente.
—Pero...
—¡Hey! No se preocupe. Volverá. Y, si no lo hace, yo puedo abrirle las paredes y conseguirle comida o lo que quiera.
—¿Puede?
—Seguro. Cuando decidí quedarme, cambiaron un poquito la química de mi cuerpo.
Ahora, las paredes se abren para mí del mismo modo que se abren para ellos.
—Oh. —No estaba segura de que le gustase que la dejasen así con aquel hombre..., especialmente si estaba diciendo la verdad: si él podía abrir las paredes y ella no, entonces ella era su prisionera.
—Probablemente nos estarán mirando —comentó Lilith. Y luego habló en oankali, imitando la voz de Nikanj—: Veamos lo que hacen ahora si creen que están solos.
El hombre se echó a reír.
—Probablemente. Aunque no creo que importe.
—A mí sí que me importa. Y prefiero tener a los mirones en un lugar donde yo también pueda mirarlos.
De nuevo la risa.
—Quizá haya pensado que podíamos sentirnos inhibidos si se quedaba por aquí.
Deliberadamente, ella ignoró las implicaciones de aquello.
—Nikanj no es un macho, es un ooloi.
—Sí, lo sé. Pero, ¿a usted no le parece un macho?
Pensó en ello.
—No, pero supongo que es porque he aceptado su palabra respecto a lo que son.
—Cuando me despertaron, pensé que los ooloi actuaban como mujeres y hombres, mientras que los machos y las hembras actuaban como eunucos. Nunca he perdido el hábito de pensar en los ooloi como machos o hembras.
Ése, pensó Lilith, era un raro modo de pensar para alguien que había decidido pasar su vida entre los oankali..., una especie de deliberada y persistente ignorancia.
—Espere a que el suyo madure —insistió—. Ya verá lo que quiero decir. Cambian cuando les han crecido esas dos cosas extra.
Él alzó una ceja, y preguntó:
—¿Sabe lo que son esas cosas?
—Sí —contestó ella. Probablemente él sabía más, pero se dio cuenta de que no quería animarle a hablar de sexo, ni siquiera de sexo oankali.
—Entonces sabrá que no son brazos, sin importar cómo nos digan que debemos llamarlas. Cuando les crecen esas cosas, los ooloi dejan bien claro a los demás quién es el que manda. Los oankali necesitarían de algo de liberación femenina..., y masculina.
Ella se humedeció los labios.
—Quiere que le ayude durante su metamorfosis.
—Ayúdele. ¿Qué le ha contestado?
—Que le ayudaría. No parece demasiado complicado.
Él se echó a reír.
—No es duro. Y los pone en deuda contigo. No es mala cosa el que alguien poderoso esté en deuda contigo. Además, demuestras que se puede confiar en ti. Te están agradecidos, y tú eres mucho más libre. Si lo hace, quizá incluso arreglen las cosas para que pueda abrir paredes.
—¿Eso es lo que le pasó a usted?
Él se agitó, inquieto.
—Más o menos. —Se alzó de su plataforma, colocó los diez dedos sobre la pared que había detrás, y esperó a que se abriera. Tras la misma había el tipo de armario-despensa que a menudo había visto en su casa. ¿En su casa? Bueno, ¿y qué otra cosa era? Ella vivía allí...
Sacó unos bocadillos, algo que parecía un pastelito..., y otra cosa que parecía patatas fritas.
Lilith miró la comida con sorpresa. Había estado satisfecha con los alimentos que le habían dado los oankali una vez había empezado a vivir con la familia de Nikanj: tenían variedad y buen sabor. A veces había echado a faltar algo de carne, pero una vez que los oankali le habían dejado claro que no matarían animales para ella, ni le permitirían que los matase ella mientras estuviese viviendo con ellos, había dejado de preocuparse por el asunto. Nunca había sido una gran gourmet, y jamás se le había ocurrido pedirles a los oankali que preparasen los alimentos en un modo al que ella estuviese más acostumbrada.
—A veces —dijo él—, deseo tanto una hamburguesa que sueño con ellas. Ya sabe, aquéllas con queso y bacon, y pepinillos, y...
—¿Qué hay en esos bocadillos? —preguntó ella.
—Falsa carne, en su mayor parte soja..., supongo. Y quat.
Quatasayasha, la verdura oankali que sabía a queso.
—También yo como mucho quat —confirmó ella.
—Entonces coma algo. No pretenderá estarse sentada ahí viéndome comer a mí, ¿no?
Ella sonrió y tomó el bocadillo que él le ofrecía. No tenía nada de apetito, pero el comer con él era algo sin peligro y amistoso. También tomó algunas patatas fritas.
—Mandioca —explicó él—. No obstante, sabe como las patatas. Jamás había oído hablar de la mandioca antes de llegar aquí. Es algún tipo de planta tropical que los oankali están cultivando.
—Lo sé. La quieren para que nos la llevemos aquellos de nosotros que vamos a volver a la Tierra. Para que la cultivemos allí. Con ella se puede hacer harina y usarla como la del trigo.
Él se la quedó mirando, hasta que ella frunció el ceño.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó al fin.
Su mirada se apartó de ella y cayó hacia abajo, sin fijarse en nada.
—¿Ha pensado realmente en cómo será? —preguntó con voz suave—. Quiero decir...,
¡la Edad de Piedra! Escarbar en el suelo con un palo para buscar raíces, quizá comer insectos, ratas. He oído que las ratas sobrevivieron. El ganado y los caballos no. Los perros tampoco. Pero las ratas sí.
—Lo sé.
—Dijo usted que tuvo un niño.
—Mi hijo. Murió.
—Aja. Bien. Apuesto a que, cuando nació, estaba usted en un hospital, con médicos y enfermeras por todas partes, ayudándola y poniéndole inyecciones para quitarle el dolor.
¿Qué le parecería hacerlo en la jungla, sin nada alrededor excepto bichos y ratas y gente que lo siente por usted, pero que no puede hacer una mierda por ayudarla?
—Tuve un parto natural —dijo ella—. No fue divertido, pero salió bien.
—¿Qué quiere decir con eso? ¿Sin matadolores?
—Ninguno. Y tampoco fue en un hospital, sino en algo llamado un centro de natalidad..., un lugar para mujeres preñadas que no les gustaba la idea de que las tratasen como si aquello fuese una enfermedad.
Él agitó la cabeza y sonrió torcidamente.
—Me pregunto a cuántas otras mujeres tuvieron que revisar antes de encontrarla a usted. Apostaría que a un montón. Probablemente usted sea lo que ellos quieren en cosas que aún ni he imaginado.
Sus palabras le llegaron más hondo de lo que quiso dejar ver. Con todos los interrogatorios y pruebas por los que había pasado, durante los dos años y medio de ser observada veinticuatro horas sobre veinticuatro..., los oankali debían conocerla, en algunas cosas, mejor de lo que jamás la hubiera conocido ningún ser humano. Sabían cómo iba a reaccionar a casi todo en lo que la metieran. Y sabían cómo manipularla, maniobrarla para que hiciese cualquier cosa que ellos deseasen. Naturalmente, sabían que ella había tenido ciertas experiencias prácticas que ellos consideraban importantes.
Si hubiera tenido graves problemas para dar a luz..., si, a pesar de sus deseos, la hubieran tenido que llevar al hospital, si hubiera necesitado de una cesárea..., probablemente habrían pasado de ella y buscado a otra.
—¿Por qué va a volver? —preguntó Titus—. ¿Por qué quiere pasar su vida viviendo como una cavernícola?
—No quiero eso.
Los ojos de él se agrandaron.
—Entonces, ¿por qué...?
—No tenemos por qué olvidar lo que sabemos —afirmó ella. Sonrió para sí—. Yo no podría, ni aunque quisiera. No tenemos por qué volver a la Edad de Piedra. Seguro, nos costará un montón de trabajo duro, pero, con lo que nos enseñarán los oankali y lo que ya sabemos, al menos tendremos una oportunidad.
—¡Ellos no enseñan gratis! ¡No nos salvaron por simple bondad! Para ellos, todo es puro negocio... ¿Sabe lo que tendrá que pagar ahí abajo?
—¿Y qué es lo que ha pagado usted por quedarse aquí arriba?
Silencio.
Comió algunos bocados más.
—El precio —dijo él al fin, en voz baja— es el mismo. Cuando hayan acabado con nosotros ya no quedará ningún ser humano de verdad. Ni aquí, ni en la Tierra. Acabarán lo que las bombas empezaron.
—No creo que tenga por qué ser así.
—Ya. Pero, claro, no lleva demasiado Despierta.
—La Tierra es un lugar jodidamente grande. Aunque ciertas partes sean inhabitables, sigue siendo un lugar jodidamente grande.
La miró con una piedad tan grande y tan poco disimulada que ella se echó hacia atrás, irritada.
—¿Cree que ellos no saben lo jodidamente grande que es? —preguntó.
—Si pensase eso no hubiera dicho nada..., ni a usted, ni a quienquiera que nos esté escuchando. Ellos saben lo que yo siento.
—Y saben cómo hacerle cambiar de idea.
—No acerca de esto. Jamás acerca de esto.
—Como ya he dicho, no lleva usted demasiado tiempo Despierta.
¿Qué le habrían hecho?, se preguntó. ¿Era sólo el que lo habían mantenido tanto tiempo Despierto...? ¿Despierto y, la mayor parte del tiempo, sin compañeros humanos?
¿Despierto y consciente de que todo lo que había conocido estaba muerto, que nada que pudiera tener ahora en la Tierra se podría comparar a su anterior vida? ¿Cómo habría asimilado aquello un chico de catorce años?
—Si usted lo desease —dijo él—, la dejarían quedarse aquí... conmigo.
—¿Cómo, permanentemente?
—Aja.
—No.
Él dejó el pastelito que no había ofrecido compartir con ella y se le acercó.
—Sabe que esperan que usted diga que no —le espetó—. La han traído aquí para que pueda decirlo y así estar seguros, una vez más, de que no se equivocaban con usted.
Se alzaba alto y robusto, demasiado cerca, demasiado emotivo. De mala gana, se dio cuenta de que le tenía miedo.
—Sorpréndalos —le dijo en voz baja—. No haga lo que ellos esperan..., aunque sólo sea por una vez. No les deje que la manejen como una marioneta.
Había puesto las manos en los hombros de Lilith. Cuando ella trató de echarse hacia atrás, él siguió aferrándola, con un apretón que casi le resultó doloroso.
Siguió sentada, quieta y observándole. Su madre la había mirado del modo en que él la estaba mirando ahora. Y se había visto a sí misma dirigiéndole a su hijo la misma mirada, cuando había pensado que estaba haciendo algo que él sabía que estaba mal. ¿Cuánto de Titus tenía aún catorce años, seguía siendo el chico que habían Despertado los oankali, impresionándolo y atrayéndolo a sus propias filas?
La soltó.
—Aquí estarías a salvo —dijo con voz suave, tuteándola repentinamente—. Allá abajo, en la Tierra... ¿cuánto tiempo vivirás? ¿Cuánto tiempo desearás vivir? Aunque tú no olvides lo que sabes, otra gente lo olvidará. Algunos de ellos querrán ser cavernícolas..., arrastrarte por los cabellos, meterte en un harén, darte una buena paliza...
Agitó la cabeza.
—Dime que me equivoco. Siéntate aquí y dime que me equivoco.
Ella apartó la mirada, dándose cuenta de que probablemente él tenía razón. ¿Qué la esperaba en la Tierra? ¿La miseria? ¿La subyugación? ¿La muerte? Naturalmente, había gente que descartaría las restricciones de la civilización. Quizá no al principio, pero finalmente..., tan pronto como se diesen cuenta de que podían salirse con la suya.
La tomó de nuevo por los hombros y esta vez intentó, torpemente, besarla. Era como lo que podía recordar de los besos de un ansioso quinceañero. No le molestaba, y se encontró respondiéndole, a pesar de su miedo. Pero allí había más en juego que el simple disfrutar de unos momentos de placer.
—Mira —dijo cuando él se echó hacia atrás—. No estoy interesada en montar un espectáculo para los oankali.
—¿Y qué nos importan? No es lo mismo que si nos estuviesen mirando seres humanos.
—A mí sí que me importa.
—Lilith —dijo él, agitando la cabeza—. Siempre estarán mirando.
—La otra cosa en la que no estoy interesada es en darles un crío para que puedan experimentar con él.
—Probablemente ya se lo has dado.
La sorpresa, y un repentino miedo, la hicieron guardar silencio, pero su mano fue hasta su abdomen, allá donde la chaqueta ocultaba la cicatriz.