Ash, La historia secreta (2 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

PRÓLOGO

1465 — 1467(?)

Salmos 57:4
2

Capítulo 1

ERAN LAS CICATRICES las que le hacían hermosa.

Nadie se molestó en darle nombre hasta que cumplió los dos años. Hasta entonces se tambaleaba entre las hogueras de los mercenarios, gorroneaba comida, mamaba de las tetas de las perras y se sentaba en el suelo; la llamaban Puerquita, Cara Sucia y Culo de Cenizas. Cuando el desvaído color castaño claro de su cabello se disolvió en un color rubio blanquecino, se quedó con Cenizas (
«Ashy»
). En cuanto tuvo capacidad de hablar, dijo llamarse Ash.

Cuando Ash tenía ocho años, dos mercenarios la violaron.

No era virgen. Todos los huérfanos jugaban a acariciarse bajo las malolientes mantas de oveja y Ash tenía sus amigos, pero estos dos mercenarios no eran niños de ocho años, sino hombres adultos. Uno de ellos tuvo la cortesía de emborracharse antes de hacerlo.

Como la pequeña lloró después, el que no estaba borracho calentó la daga en la hoguera, le colocó la punta del cuchillo bajo el ojo y luego arrastró el arma por su mejilla describiendo una curva inclinada que casi le llegó a la oreja.

Al ver que seguía llorando, el hombre, malhumorado, le hizo otro tajo que le abrió la mejilla en una línea paralela al primer corte.

La niña se zafó de ellos de un empujón, todavía berreando. La sangre le corría por la mejilla a borbotones. Aún no era lo bastante grande, físicamente hablando, para utilizar una espada o un hacha, aunque ya había empezado a entrenarse, pero sí para coger la ballesta cargada del hombre (que por descuido habían dejado en la carreta para defender el perímetro), y disparar a bocajarro un virote al primero de ellos.

La tercera cicatriz le abrió la otra mejilla con toda pulcritud, pero fue una herida honesta, sin sadismo alguno. La daga del segundo hombre estaba intentando matarla de verdad.

La niña no podía amartillar sola la ballesta otra vez y no pensaba huir. Tanteó entre los restos destrozados del cuerpo del primer mercenario y, enterrando la navaja de este en la parte superior del muslo del segundo hombre, le perforó la femoral. El hombre se desangró en cuestión de pocos minutos. Recordad que la pequeña ya había empezado a adiestrarse en la lucha.

La muerte no es algo extraño en los campamentos de mercenarios, pero aun así, que una chiquilla de ocho años matara a dos de los suyos fue algo que dio que pensar.

El primer recuerdo claro de verdad de Ash llegó con el día que la juzgaron. Había llovido durante la noche. El sol hacía que el vapor se elevara del campo y del bosque distante, y la luz dorada caía sesgada sobre las tiendas, las toscas chozas, los calderos, las carretas, las cabras, las lavanderas, las putas, los capitanes, los garañones y las banderas. Hacía resplandecer los colores de la compañía. La niña levantó la vista hacia la gran bandera con forma de cola de gorrión, con la cruz y la bestia encima, y saboreó el aire fresco en el rostro.

Un hombre con barba se agachó ante Ash para hablar con ella. Era menuda para sus ocho años. El hombre llevaba coraza. La niña se vio reflejada en el metal curvado y refulgente.

Su rostro de ojos grandes, estaba enmarcado por el cabello largo, plateado y astroso, y tenía tres cicatrices sin curar; dos le subían por la mejilla bajo el ojo izquierdo y tenía otra bajo el ojo derecho. Como las marcas tribales de los jinetes bárbaros del este.

Olía las hogueras de hierba y el estiércol de caballo, y el sudor del hombre de la coraza. El viento frío le ponía de gallina la carne de los brazos. De repente se vio como si estuviera fuera de todo: aquel hombre grande, con coraza, arrodillado delante de una niña pequeña con unos rizos blancos esparcidos por la espalda, unas calzas remendadas y envuelta en un jubón harapiento demasiado grande para ella. Descalza, con unos ojos enormes, herida; llevaba un cuchillo de caza roto convertido en daga.

Fue la primera vez que vio que era hermosa.

La sangre se le agolpaba en los oídos de pura frustración. No se le ocurría qué utilidad podía tener aquella belleza.

El barbudo, el capitán de la compañía, dijo:

—¿Viven tu padre o tu madre?

—No lo sé. Uno de ellos podría ser mi padre. —Señaló al azar a los hombres que reparaban virotes y pulían yelmos—. Nadie dice quién es mi madre.

Un hombre mucho más delgado se inclinó al lado del capitán y dijo en voz baja.

—Uno de los muertos fue lo bastante estúpido como para dejar una ballesta preparada con un virote dentro. Eso es un delito. En cuanto a la niña, las lavanderas dicen que no es doncella pero según ellas tampoco es una puta.

—Si ya es lo bastante mayor para matar —gruñó el capitán a través del cabello cobrizo y nervudo—, es lo bastante mayor para sufrir el castigo. Es decir, que la azoten en el cabo de la carreta por todo el campamento.

—Me llamo Ash —dijo con una vocecilla clara y sonora—. Me hicieron daño y los maté. Si alguien más me hace daño, también lo mataré. Te mataré a ti.

Recibió la azotaina que cabía esperar, con algo de propina por su insolencia y por cuestiones de disciplina. No lloró. Después, uno de los ballesteros le regaló una cota de malla cortada, un justillo de tela forrada a modo de armadura y la niña, ataviada de aquella guisa durante las prácticas de armas, se ejercitó con devoción. Durante un mes o dos fingió que el ballestero era su padre hasta que quedó claro que aquella amabilidad había sido un impulso momentáneo.

Algún tiempo después, cuando contaba nueve años, se extendieron rumores por el campamento: había nacido un león de una Virgen.

Capítulo 2

LA PEQUEÑA ASH se sentó con la espalda apoyada en el árbol desnudo, jaleando a los cómicos. Las pieles le protegían un poco el trasero del hielo del suelo.

Las cicatrices no estaban sanando demasiado bien. Destacaban en tono rojo contra la extrema palidez de su piel. El aliento le surgía visible y ensortijado de la boca cuando gritaba, al unísono con todos los huérfanos y los bastardos del campamento. La Gran Sierpe (un hombre con una piel de caballo curtida echada a la espalda y un cráneo de caballo atado con cuerdas a la cabeza) cruzaba desenfrenado el escenario. La piel de caballo todavía tenía las crines y la cola, que se agitaban mecidas por el aire helado de la tarde. El Caballero de los Yermos (interpretado por un sargento de compañía con una armadura mejor de la que Ash pensaba que tenía) intentaba alcanzarlo con golpes de lanza, hábiles y amplios.

—Oh, mátalo —exclamó con tono desdeñoso una niña a la que llamaban Cuervo.

—¡Méteselo por el culo! —bramó Ash. Los niños apiñados alrededor del árbol lanzaron gritos de alegría y desdén.

Richard, un niñito de pelo negro con manchas de oporto por la cara, susurró:

—Tendrá que morir. Ha nacido el león. Se lo he oído al señor capitán.

La mueca de desprecio de Ash se desvaneció con la última frase.

—¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cuándo, Richard? ¿Cuándo se lo oíste?

—A mediodía. Llevé agua a la tienda. —Había una nota de orgullo en la voz del muchachito.

Ash hizo caso omiso del estatus implícito de paje del niño, posó la nariz sobre los puños apretados y luego exhaló el hálito cálido sobre sus dedos congelados. La Sierpe y el sargento se enfrentaban en aquel momento con más vigor. Era por culpa del frío. Se levantó y se frotó con fuerza las posaderas entumecidas a través de las calzas de lana.

—¿Dónde vas, Ashy? —preguntó el niño.

—Voy a hacer aguas —anunció con arrogancia—. No puedes venir conmigo.

—Ni quiero.

—Aún no eres lo bastante mayor. —Y con este dardo de despedida, Ash salió de entre la multitud de chiquillos, cabras y perros.

El cielo estaba bajo, frío y del mismo color que los platos de peltre. Una bruma blanca subía del río. Si nevara, haría más calor. Ash anduvo sin ruido con los pies envueltos en tiras de tela hacia los edificios abandonados (seguramente granjas) que los oficiales de la compañía habían requisado para instalar los cuartos de invierno. Una desolada recolección de tiendas se había levantado en torno a ellos. Grupos de hombres armados se apiñaban alrededor de las fogatas, intentando calentarse el pecho y el culo en el suelo frío. La niña siguió su camino tras ellos.

Dio un rodeo hasta llegar a la parte de atrás de la granja y los oyó salir del edificio justo a tiempo de agacharse tras un barril del que sobresalía toda una mano de lluvia congelada.

—E id a pie —terminaba en ese momento el capitán. Un grupo de hombres salía con él al patio entre ruidos metálicos. El delgado escribano de la compañía; dos de los lugartenientes más allegados al capitán; los pocos que Ash sabía que afirmaban provenir (en otros tiempos) de noble cuna.

El capitán lucía una cobertura de acero apretada que le envolvía todo el cuerpo. El arnés completo: desde las hombreras y el peto que le protegían los hombros y el cuerpo, pasando por los brazales en los brazos, los guanteletes, las musleras, quijotes y grebas que le blindaban las piernas, hasta los escarpes de metal que le cubrían las botas con espuelas. Llevaba un casco de tipo almete bajo el brazo. La luz invernal deslustraba el metal espejado. Se había detenido en medio de aquel patio inmundo con una armadura que reflejaba el color blanco del cielo: a la niña no se le había ocurrido hasta entonces que quizá por eso la llamaran «arnés blanco». La única nota de color provenía de la barba roja y del cuero rojo de la vaina de la espada.

Ash volvió a arrodillarse sobre los pies. Apoyó los dedos congelados en el barril helado, demasiado ateridos hasta para sentir las tablas de madera. Las placas de metal liadas y atadas con correas tableteaban a cada paso que daba el hombre. Cuando sus dos lugartenientes salieron al patio con un ruido seco, ataviados también con la armadura completa, fue como si un montón de ollas traquetearan con un sonido ahogado. Como si volcara la carreta del cocinero.

Ash quería una armadura así. Y fue ese deseo, más que la curiosidad, lo que hizo que los siguiera y se alejara de los edificios de la granja. Poder caminar con semejante invulnerabilidad. Con esa cantidad de riqueza a la espalda... Ash echó a correr, aturdida.

El cielo se volvió de un color amarillento sobre su cabeza. Unos cuantos copos de nieve bajaron flotando hasta posarse sobre su cabello desaliñado (de un blanco menos puro), pero la niña no se dio ni cuenta. La nariz y las orejas le brillaban con un tono rojo brillante y tenía los dedos de las manos y de los pies azulados y violetas. Cosa que en ella no era extraño en invierno: no le daba mayor importancia. Ni siquiera se apretó el jubón sobre la mugrienta camisa de lino.

Los cuatro hombres, (el capitán, el escribano y los dos jóvenes lugartenientes), caminaban más adelante sumidos en un silencio muy poco habitual. Pasaron junto a los piquetes del campamento. Ash se escabulló por detrás mientras el capitán intercambiaba con ellos unas palabras.

La niña se preguntaba por qué no iban a caballo aquellos hombres. Subieron a pie una escarpada pendiente para alcanzar los bosques que rodeaban la zona. Al llegar al límite del bosque y enfrentarse a las ramas gruesas e inclinadas, las zarzas y los espinos, las brozas de leña seca que se habían ido levantando a lo largo de más años de los que dura la vida de un hombre, lo entendió. No se podía meter un caballo ahí. Ni siquiera un caballo de guerra.

Entonces tres de los hombres se detuvieron y se pusieron los almetes. El escribano, que no llevaba armadura, se retrasó un paso. Cada uno de los hombres dejó levantada la cimera, con el rostro a la vista. El más alto de los dos lugartenientes sacó la espada de la vaina. El capitán barbudo sacudió la cabeza.

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