El ruido que hizo el metal al deslizarse por la madera resonó en medio del silencio cuando el lugarteniente volvió a envainar la hoja.
El bosque no dijo nada.
Los tres hombres acorazados se volvieron hacia el escribano de la compañía. Este último, un hombre delgado, llevaba una brigantina recubierta de terciopelo y un gorro de guerra
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y el rostro descubierto estaba aterido bajo el aire helado. Ash se acercó a hurtadillas bajo la nieve.
El escribano se adentró en el bosque con aire seguro.
Ash no les había prestado mucha atención a las colinas que rodeaban el valle. El valle tenía un río limpio y la granja solitaria con todos sus edificios. Era un buen lugar para pasar el invierno tras la temporada de campañas. ¿Qué más tendría que saber? Los bosques despojados de hojas de las altas colinas que los rodeaban estaban desprovistos de caza. Y si no era para cazar, ¿qué otras razones podrían llevarla hasta aquí, lejos del calor de las hogueras?
¿Qué razón podía llevarlos a ellos allí?
Había un camino, decidió después de unos minutos. Ninguna de las zarzas o los espinos que había allí la superaban en altura. Apenas llevaban unas estaciones sin hollarse.
Los hombres de las armaduras se abrieron camino sin daños a través de los escaramujos. El lugarteniente más bajo maldijo.
—¡Por la sangre de Dios! —Y luego se calló al ver que los otros tres se daban la vuelta y lo miraban con fijeza. Ash se acurrucó bajo unos troncos de escaramujo tan gruesos como sus muñecas. Pequeña y rápida como era, podía haberlos adelantado con facilidad, con o sin armadura protectora, si hubiera sabido adónde llevaba aquel camino.
Con esa idea se desvió hacia un lado, culebreó sobre el vientre a lo largo del lecho de un arroyuelo congelado y salió cien pasos por delante del hombre que iba en cabeza.
No nevaba allí, bajo el dosel de árboles. Todo era marrón. Hojas muertas, escaramujos muertos, juncos muertos a la orilla del arroyo. Helechos marrones más adelante. Ash, al ver los helechos, levantó la vista y descubrió (como había esperado) que la cubierta vegetal que había encima estaba rota, como debía ser para permitir su crecimiento.
En el claro del bosque se levantaba una capilla de piedra en desuso, cubierta por una mortaja de nieve.
Ash no estaba demasiado familiarizada ni con el exterior ni con el interior de las capillas. Pero aun así, no cabe duda de que tendría que haber sabido mucho de arquitectura para reconocer el estilo con el que habían construido ésta. Ahora estaba en ruinas. Dos paredes cubiertas de musgo gris y espinas marrones permanecían en pie y el hielo viejo cubría como una costra la vegetación. Dos marcos de ventana recubiertas de nieve mostraban un vacío gris, lleno de invierno. Montones de escombros pulidos por la nieve se apiñaban en el suelo.
El color verde atrajo la atención de Ash. Bajo la delgada capa de nieve, los escombros estaban velados por la hiedra.
El color verde también florecía a los pies de los muros de la capilla. Dos gruesos acebos moldeados por la nieve hundían sus raíces allí donde la losa de piedra del altar se apoyaba en el muro, uno a cada lado de la losa agrietada. Bajo la nieve, el peso de las bayas rojas hundía las ramas.
Ash oyó un ruido de metales entrechocando a sus espaldas. Un petirrojo y un chochín se asustaron y salieron volando del acebo. Los hombres que había detrás de ella, en el bosque, empezaron a cantar. Estaban a unos quince pies de distancia, no más.
Ash salió disparada como un conejo y cruzó a saltos las ruinas. Se golpeó contra la nieve que se acumulaba al lado del muro y, como un gusano, se abrió camino bajo las ramas más bajas del acebo.
Dentro, el arbusto estaba hueco y seco. Las hojas marrones crujían bajo sus manos sucias. Las ramas negras sustentaban el dosel de hojas verdes y brillantes que había sobre su cabeza. Se echó boca abajo y reptó un poco más. Las hojas espinadas se le clavaron en el jubón de lana.
La niña se asomó entre las hojas. Estaba nevando.
El escribano delgado elevó una voz de tenor y cantó. Era un idioma que Ash no conocía. Los dos lugartenientes de la compañía cruzaron a trompicones el suelo irregular, también cantando, y Ash pensó que habría sonado mejor si se hubieran quitado los cascos en lugar de limitarse a subirse las cimeras.
El capitán surgió del lindero del bosque.
Se llevó los guanteletes a la barbilla y manoseó con torpeza la hebilla y la correa. Luego Ash lo vio enredar con el gancho y el alfiler. Se abrió el casco, se lo quitó y se quedó con la cabeza descubierta en el claro del bosque. Unos copos planos de nieve bajaban flotando y se acumulaban en su cabello, en la barba y en las orejas.
El capitán empezó a cantar.
Que Dios os dé descanso, caballeros, que nada os aflija
.En esta, la más oscura hora, el sol regresa; y así saludamos al día
.
Tenía una voz sonora, cascada y no afinaba demasiado. El silencio del bosque se hizo añicos. Ash lloró con unas lágrimas repentinamente calientes. El capitán había elevado su bramido por encima del ruido de los hombres y los caballos; una poderosa ruina.
El escribano de la compañía se acercó al acebo en el que se había escondido Ash. La niña se obligó a quedarse quieta. Las lágrimas se secaron en sus mejillas cubiertas de cicatrices. El arte de estar escondido consiste en parte en permanecer total y completamente quieto. La otra parte es mentalizarte de que estás hundido en el suelo.
Soy un conejo, una rata, un espino, un árbol
. Enterró la boca en el cuello del jubón para que el aliento blanco no la delatara.
—Demos gracias —dijo el escribano. Colocó algo sobre el viejo altar. Ash estaba debajo y no podía verlo pero olía a carne cruda. La nieve se enredaba en el cabello del hombre. Le brillaban los ojos. A pesar del frío, las gotas de sudor le bajaban por la frente, bajo el ala del sombrero de metal. El resto de lo que dijo estaba en otro idioma.
El lugarteniente más alto chilló.
—
¡Mirad!
—Lo gritó tan alto que Ash se asustó y dio un respingo. Una rama agitada le tiró un puñado de nieve a la cara. Se la quitó de las pestañas con un parpadeo.
Ya me han descubierto
, pensó con tranquilidad, sacó la cabeza al claro y se encontró con que ni siquiera estaban mirando en su dirección. Tenían los ojos clavados en el altar.
Los tres caballeros se arrodillaron sobre los escombros cubiertos de hiedra. Las armaduras arañaron el suelo y tintinearon. El capitán dejó caer los brazos a los lados y soltó el casco: Ash hizo una mueca al oír que golpeaba contra el suelo rocoso y luego rebotaba.
El escribano de la compañía se quitó el gorro de guerra en forma de plato y se hincó sobre una rodilla con singular elegancia.
Empezó a nevar más rápido, como un torbellino caído desde la blancura invisible del cielo hasta el claro. La nieve cubría la hiedra verde, las bayas rojas del acebo, se congelaba en los arcos marrones, largos y delgados, del espino. El resuello malhumorado de un gran animal bajó desde el altar de aquella capilla verde en ruinas. Ash contempló su blancura en el aire. El aliento animal la golpeó en la cara, cálido y húmedo.
Una gran zarpa bajó del altar de piedra.
El pelo de la zarpa era amarillo. Ash lo miró fijamente, a cinco centímetros de su rostro. Pelo amarillo. Pelo amarillo y basto, más pálido y suave en las raíces. Las garras de la bestia eran curvas y más largas que su propia mano, blancas con la punta transparente. Puntas de aguja.
La zarpa de un león pasó por la cara de Ash. El flanco obscureció el claro, el bosque, los hombres. La bestia se bajó del altar con un movimiento fluido. De un golpe echó hacia atrás la cabeza, cubierta de una espesa melena, y se tragó de un bocado la ofrenda que le habían dejado. La niña vio cómo se le movía la garganta, cómo tragaba.
Un rugido que más era una tos rompió el aire a treinta centímetros de ella.
Se meó en la entrepierna de las calzas de lana. La orina caliente humeó al entrar en contacto con el aire frío, le bajó por los muslos, fresca y húmeda y se enfrió al instante bajo el soplo de nieve. Con los ojos muy abiertos, lo único que podía hacer era mirarlo fijamente, y ni siquiera era capaz de preguntarse por qué ninguno de los caballeros arrodillados se levantaba de un salto o sacaba la espada. La cabeza del león empezó a girar. Ash se arrodilló, paralizada.
El hocico arrugado del león se balanceó y penetró en el hueco que dejaban las hojas. Tenía una cara enorme. Los ojos amarillos, grandes, luminosos, de largas pestañas, parpadearon. La ahogó un fuerte olor a carroña, calor y arena. El león gruñó y vaciló un poco ante las ramas puntiagudas y cargadas de bayas. Los labios negros se retorcieron y dejaron al descubierto los dientes. Estiró la cabeza con cuidado y pellizcó el pecho del jubón de Ash entre dos incisivos.
El león levantó las ancas traseras. La cola fustigó el aire. La sacó del arbusto. Liviana como un niño, no supuso esfuerzo alguno para él, una niña enredada en hojas de acebo y zarzas, sacada de un tirón, vestida con un jubón verde de lana y unas calzas azules y malolientes, dejada boca abajo sobre la hiedra y las rocas amortajadas por la nieve.
El segundo rugido la dejó sorda.
Ash estaba tan asustada que era incapaz de moverse. Trabó los brazos sobre la cabeza para taparse los oídos y rompió a llorar con lágrimas ruidosas que ni siquiera intentó suprimir.
Una lengua rugosa, tan gruesa como su pierna, le lamió un lado de la cara marcada.
Ash dejó de sollozar. Le escocía el rostro irritado. Poco a poco se puso de rodillas. El león la doblaba en altura. La niña se asomó a sus ojos dorados, a los bigotes que le cubrían el hocico, a los dientes blancos y curvados. Aquella lengua enorme bajó entre babas y le raspó la otra mejilla. Las cicatrices, aún sin curar del todo, palpitaron con fuerza. Se las tocó con unos dedos tan embotados e inertes como la madera. Un petirrojo que estaba en el muro de la capilla en ruinas empezó a cantar.
Era demasiado joven para tener semejante conciencia de sí misma, pero estaba completamente segura de que estaba experimentando dos reacciones independientes, inconfundibles y excluyentes entre sí. La parte de sí misma que era una niña de campamento militar, acostumbrada a las grandes fieras y a cazar en temporada, se quedó inmóvil:
no me ha tocado con las garras, estoy demasiado cerca para echar a correr, no debo sobresaltarlo
. Otra parte de sí misma le resultaba menos conocida. La llenó de una felicidad ardiente. Era incapaz de recordar las palabras o el idioma que había utilizado el escribano. Con su voz tan clara empezó a cantar el himno del capitán.
Que Dios os dé descanso, caballeros, que nada os aflija
.En esta la más oscura hora, el sol regresa; y así saludamos al día
.¡Marchamos hacia vuestra victoria, nuestros enemigos sumidos en la confusión!
Oh, su luminosidad nos trae un consuelo y alegría
Que nadie puede destruir
.Oh, su luminosidad nos trae consuelo y alegría
.
El claro estaba en silencio cuando terminó. La niña no podía distinguir la diferencia entre la voz cascada del hombre y su propia pureza. No tenía edad suficiente para discernir entre la mala voz del hombre, que cantaba en plena madurez y el contorno desdibujado de su aliento, de sus pausas, que eran el reflejo de la rutina aprendida al lado de alguna hoguera.
Y mientras su alma joven cantaba, su mente gemía,
no, no
. Recordaba la caza de un leopardo, en otro tiempo, cerca de Urbino. Las garras del gato habían abierto de un tajo y en un instante, el estómago de uno de los perros y habían enredado los fétidos intestinos en la hierba.
La gran cabeza se hundió de golpe. Durante un segundo la niña respiró enterrada en su piel. Se asfixiaba, ahogada en la melena del animal. Los ojos del león se asomaron a los suyos, con la conciencia plana, animal, de su aroma y su presencia. Los enormes músculos se tensaron, se agruparon y la bestia saltó por encima de su cabeza. Para cuando por fin pudo girarse, ya había atravesado la maleza que rodeaba el borde del claro y se había esfumado.
La niña se quedó allí sentada unos momentos, oyendo con toda claridad el ruido de su partida que poco a poco iba disminuyendo.
El tintineo del metal despertó su atención.
Estaba sentada, con las piernas muy separadas, sobre las rocas y la hiedra manchadas de nieve. Tenía la cabeza al mismo nivel que las polainas articuladas o la armadura de las rodillas del arnés del capitán, ahora que se había colocado a su lado. La chapa plateada de la vaina de su espada relucía cerca de sus ojos.
—No habla —se quejó la niña.
—El león nacido de una virgen es una bestia —dijo el escribano, la voz de tenor alta y monocorde en el claro abandonado—. Un animal, mi señor capitán, no lo entiendo. Todo el mundo sabe que esta niña no es virgen. Pero no le hizo ningún daño.
El capitán barbudo la miró fijamente desde su gran altura. Ash temía aquel ceño fruncido. El hombre habló pero no se dirigió a ella.
—Quizá fue una visión. La niña es nuestra pobre tierra, que espera el aliento del león para salvarse. Esta aridez del invierno, su rostro malogrado: todo uno. No puedo interpretarlo, me falta talento. Podría significar cualquier cosa.
El escribano de la compañía volvió a ponerse el sombrero de acero.
—Mis señores, lo que aquí hemos visto ha sido solo para nosotros. Conviene que nos retiremos para orar y buscar consejo.
—Sí. —El señor capitán se agachó, cogió el yelmo y luego limpió la nieve apelmazada del metal. El sol, a través de un claro inesperado entre las nubes de invierno, tiñó de llamas su cabello rojo, la barba y el duro caparazón de metal. Al volverse añadió:
—Que alguien traiga a la mocosa.