El cirujano la observó divertido.
—Y supongo que yo soy el único...
Ash examinó su armadura. El metal brillante estaba marrón por culpa de la sangre seca.
—No puedo salir del arnés a tiempo. Rickard, ¡tráeme un cubo!
Unos minutos después vio su armadura lavada, de la cabeza a los pies; el agua templada, incluso la humedad del jubón armado, siempre era bienvenida con el calor del mediodía. Ash se retorció la melena espesa, de varios metros de largo, entre las manos, se la dejó colgando y chorreando sobre el hombro y se puso en camino a rápidas zancadas por el centro del campamento, mientras su escudero volvía corriendo al campamento del león Azur con sus mensajes.
—O bien te van a dar un título de caballero —gruñó Robert Anselm cuando llegó—, o una soberana paliza. ¡Míralos!
—Están aquí para ver algo, desde luego...
Una multitud inusualmente grande esperaba fuera de la tienda, pabellón del Emperador, tela de rayas y cuatro cámaras separadas. Ash echó un vistazo a su alrededor al reunirse con ellos. Nobles. Jóvenes con los jubones de encaje y terminados en pico que eran la última moda y calzas multicolores; sin sombrero y largos rizos. Todos llevaban coraza cuando menos. Los más ancianos sudaban con las túnicas formales y plisadas de cuerpo entero y los sombreros enrollados. Aquel cuadrado de hierba en el centro del campo estaba libre de caballos, ganado, mujeres, bebés jugando con el culo al aire y soldados borrachos. Nadie se atrevía a violar la zona que rodeaba el estandarte amarillo y negro del águila doble. Con todo, había un agradable olor a estiércol de caballo de guerra y juncos secados al sol.
Llegaron sus oficiales.
El sol la secó, desde la armadura hasta el jubón armado. Encerrada en aquel metal que abrazaba sus formas, se encontró con que la ropa forrada que llevaba debajo se bebía todo el sudor; y la dejaba no tanto muerta de calor como incapaz de meter aire en los pulmones. Habría tenido tiempo de cambiarme. ¡Siempre hay que darse prisa y luego esperar!
Un hombre de hombros anchos, casi cuadrado y con barba, de unos treinta años, se acercó a ella a grandes zancadas. La túnica marrón se agitaba alrededor de sus pies descalzos.
—Lo siento, capitán.
—Llegas tarde, Godfrey. Estás despedido. Me voy a comprar un escribano mejor para la compañía.
—Pues claro. Crecemos en los árboles, mi niña. —El sacerdote de la compañía se ajustó la cruz. Tenía el pecho ancho, sustancial; la piel se le arrugaba alrededor de los ojos tras tantos años pasados bajo cielos abiertos. Jamás se adivinaría por aquella mirada sin expresión cuánto tiempo hacía que la conocía Godfrey Maximillian, ni lo bien que la conocía.
Ash sorprendió la mirada castaña del hombre y golpeteó con la uña el casco que llevaba metido bajo el brazo. El metal resonó con impaciencia.
—Bueno, ¿qué te cuentan tus «contactos», en qué piensa Federico?
El sacerdote soltó una risita.
—¡Dime de alguien en los últimos treinta y dos años que lo haya sabido jamás!
—Vale, vale. Una pregunta tonta. —Ash separó los pies, calzados con espuelas y botas, y examinó a los nobles imperiales. Unos cuantos la saludaron. No se percibía ningún movimiento dentro de la tienda.
Godfrey Maximillian añadió.
—Tengo entendido que hay seis o siete caballeros imperiales bastante influyentes ahí dentro ahora mismo, apretándole las tuercas porque Ash siempre piensa que puede atacar sin órdenes.
—Si no hubiera atacado, le estarían apretando las tuercas por los soldados contratados que cogen el dinero pero no arriesgan la vida en una lucha —añadió Ash por lo bajo mientras saludaba con la cabeza al otro comandante contratado que estaba fuera de la tienda del Emperador, el italiano Jacobo Rossano—. ¿Quién sería capitán mercenario?
—Tú,
madonna
—dijo su maestro artillero italiano, Antonio Angelotti. Sus sorprendentes rizos rubios y su piel clara hacían que Angelotti destacara en cualquier multitud, y no solo por su pericia con el cañón.
—¡Era una pregunta retórica! —Lo miró furiosa—. ¿Sabes lo que es una compañía de mercenarios, Angelotti?
A su maestro artillero lo interrumpió la llegada de un Florian de Lacey apenas un poco más limpio y mejor vestido, pisándole los talones al comentario de Ash.
—¿Compañía de mercenarios? Hmm —empezó a sugerir Florian—. ¿Una tropa de psicópatas leales pero lerdos con el talento necesario para darles una paliza a todos los demás psicópatas estúpidos que vean?
Ash levantó las cejas al oírlo.
—¡Cinco años y todavía no has entendido lo que significa ser soldado!
El cirujano se rió por lo bajo.
—Y dudo que alguna vez lo consiga.
—Yo te diré lo que es una compañía de mercenarios. —Ash señaló con el dedo a Florian—. Una compañía de mercenarios es una inmensa máquina que absorbe pan, leche, carne y vino, tiendas de campaña, cordaje y tela por un extremo y expulsa mierda, ropa sucia, estiércol de caballo, propiedades llenas de basura, vómito de borracho y equipo roto por el otro. ¡El hecho de que algunas veces luche un poco es pura casualidad!
Se detuvo para recuperar el aliento y bajar la voz. Sus ojos miraron a su alrededor y examinaron a los hombres que había allí mientras hablaba. Distinguió libreas, identificó a señores de la nobleza, amigos en potencia y enemigos conocidos.
Y todavía nada de la tienda del Emperador.
—Son un buche abierto en el que tengo que meter provisiones, todos y cada uno de los días; una compañía siempre está a dos comidas de la disolución. Y dinero. No olvidemos el dinero. Y cuando se da la casualidad de que luchan, producen hombres heridos y enfermos a los que hay que cuidar. ¡Y no hacen nada útil mientras se recuperan! Y cuando están bien, son una chusma indisciplinada que se dedican a darles palizas a los campesinos de la zona. ¡Argghhh!
Florian volvió a ofrecerle el odre.
—Eso es lo que te pasa cuando le pagas a ochocientos hombres para que te sigan.
—No me siguen. Me permiten que los dirija. Que no es lo mismo.
En un tono bastante diferente, Florian de Lacey le dijo en voz baja.
—Todo irá bien, Ash. Nuestro estimado Emperador no querrá perder un considerable contingente de mercenarios de su ejército.
—Espero que tengas razón.
Oyó una voz a pocos centímetros de su espalda que dijo, con total inconsciencia:
—No, mi señor, la capitana Ash aún no está aquí. La he visto, una criatura fornida, hombruna; más grande que un hombre, de hecho. Tenía una chiquilla abandonada con ella cuando la vi en el cuarto noroeste de nuestro campamento; un miembro de su «tren de equipajes», la acariciaba, ¡y de qué forma más asquerosa! La niña se encogía debajo de su mano. Esa es su comandante y «mujer-soldado».
Ash abrió la boca para hablar, sorprendió las cejas levantadas de Florian de Lacey y no se volvió para corregir al desconocido caballero. Se alejó unos cuantos pasos, hacia uno de los capitanes imperiales veteranos, ataviado con una librea amarilla y negra.
Gottfried de Innsbruck inclinó la cabeza para saludar a Ash.
—Buena escaramuza.
—Esperábamos conseguir refuerzos del pueblo. —Ash se encogió de hombros—. Pero supongo que Herman de Hesse no va a salir a atacar.
El caballero imperial Gottfried hablaba con los ojos puestos en la entrada del pabellón del Emperador.
—¿Y por qué habría de hacerlo? Ha aguantado ocho meses sin nuestra ayuda cuando yo no le habría dado ni ocho días. No en una ciudad tan pequeña y contra los borgoñones.
—Una ciudad tan pequeña que se está rebelando contra su «legítimo gobernante», el arzobispo Ruprecht —dijo Ash al tiempo que permitía que una gran porción de escepticismo se colara en su tono.
Gottfried lanzó una sonora risita.
—El arzobispo Ruprecht es el hombre del Duque Carlos, borgoñón hasta los tuétanos. Por eso los borgoñones quieren ponerlo de nuevo al mando de Neuss. Bueno, capitán Ash, quizá os guste esto, Ruprecht era el candidato del padre de este duque para el arzobispado; ¿sabéis lo que Ruprecht le envió al difunto duque Felipe de Borgoña como regalo de agradecimiento cuando consiguió el empleo? ¡Un león! ¡Un león vivo de verdad!
—Pero no era azul. —Los interrumpió una voz ligera de tenor—. Aunque dicen que duerme como un león, su Duque Carlos, con los ojos abiertos.
Al volverse para mirar al joven caballero que había hablado y mientras formulaba una respuesta, la joven pensó de repente,
¿no te conozco de algo?
No sería tan extraño reconocer a un caballero alemán de algún otro campamento o alguna otra temporada de campañas. Lo examinó de forma superficial con un solo vistazo: un hombre muy joven, poco mayor que ella; de piernas largas y ágil, con una anchura de hombros que terminaría de llenarse en un año o dos. Llevaba una celada gótica, que incluso con la cimera levantada le ocultaba la mayor parte de la cara y la dejaba que valorara el lujoso jubón y calzas de color verde y blanco, botas altas de montar de cuero puntiagudas bajo las faldas del jubón y espuelas de caballero.
Y una coraza gótica estriada muy estrafalaria para un hombre que hoy no había participado en ninguna escaramuza.
Dos o tres hombres de armas que estaban con él, jóvenes y duros, llevaban una librea verde. ¿Mecklenburg? ¿Scharnscott? Ash recorrió mentalmente toda la heráldica sin mucho éxito.
Luego dijo con ligereza.
—He oído que el Duque Carlos duerme sentado en una silla de madera, con toda la armadura puesta. Por si acaso lo cogemos por sorpresa. Cosa que algunos de nosotros tenemos más probabilidades de hacer que otros...
Bajo la cimera levantada de su celada, la expresión del caballero alemán se congeló.
—Una perra vestida de hombre —dijo—. Algún día, capitán, tendréis que decirnos para qué os sirve la bragueta.
Robert Anselm, Angelotti y media docena más de los lugartenientes de Ash se acercaron un poco más hasta que sus hombros blindados tocaran los de su capitana. La joven pensó con resignación,
en fin
...
Ash bajó la vista deliberadamente y la clavó entre sus propios quijotes, en la tela que cerraba las calzas.
—Es un buen sitio para llevar un par de guantes extra. Me imagino que utilizáis la vuestra para lo mismo.
—¡Coño maldito!
—¿De verdad? —Ash inspeccionó el bulto de colores, verde y blanco, con visible cuidado—. No lo parece... pero yo diría que mejor que vos no lo sabe nadie.
Cualquier hombre que saque la espada entre la guardia del Emperador está buscando que lo partan en pedazos allí mismo así que a la joven no le sorprendió que el joven caballero alemán mantuviera la mano alejada de la empuñadura de la espada. Lo que la sobresaltó fue el brillo repentino de un guiño de elogio. La sonrisa de un joven que tiene la fuerza de aceptar un chiste contra sí mismo.
El caballero le dio la espalda y se puso hablar con sus amigos nobles, como si aquella mujer no hubiera dicho nada en absoluto, al tiempo que señalaba con un guantelete las colinas de pinos que había a varios kilómetros al este.
—¡Mañana, entonces! Una cacería. Hay un oso ahí fuera que le llega a mi yegua baya al pecho...
—No te hacía falta crearte otro enemigo —murmuró Godfrey con desesperación al oído de Ash. El calor o el esfuerzo le hacían palidecer el rostro por encima de la barba poblada.
—Es obligatorio cuando son gilipollas. Es siempre lo mismo. —Ash le sonrió ampliamente al sacerdote de su compañía—. Godfrey, no sé quién es pero no es más que otro señor feudal. Nosotros somos soldados. Yo tengo «
Deus Vult
» grabado en la espada, la suya tiene «Extremo afilado hacia el enemigo»
[14]
.
Sus oficiales se echaron a reír. Una ráfaga de aire levantó el estandarte imperial, de tal modo que por un segundo el sol atravesó con toda su fuerza la tela amarilla y negra. El olor a carne asada se elevó desde las largas avenidas revestidas de tiendas del campamento. Alguien estaba cantando algo espantosamente mal, sin que consiguiera esconderlo la flauta que sonaba ahora en el pabellón del emperador Federico.
—He trabajado para esto. Hemos trabajado para esto. Así funcionan las reglas del poder. O subes o bajas, pero no hay sitio para descansar.
La joven contempló los rostros de su escolta, tropas que contaban alrededor de veinte años; luego miró a sus oficiales, Angelotti, Florian, Godfrey y Robert Anselm, le resultaban tan familiares como su propia cara marcada; el resto eran nuevos esta temporada. La mezcla habitual de líderes de lanza: los escépticos, los que mostraban un exceso de devoción, los arrastrados y los competentes. Tres meses en el campo de batalla y ya conocía por el nombre a la mayor parte de sus hombres.
Dos guardias vestidos de negro y amarillo salieron de la tienda.
—Y no me importaría comer algo. —Ash se pasó la mano por el pelo. Llevaban allí parados esperando el tiempo suficiente para que los últimos rizos plateados se le secaran después de las apresuradas abluciones. El peso del cabello le tiró de la cabeza cuando la volvió y las madejas espesas y sueltas se le engancharon en las placas de la armadura: se arriesgaba por la imagen que sabía que daba.
—Y... —Ash buscó con la mirada a Florian de Lacey y se dio cuenta de que el rostro del cirujano había desaparecido del grupo de mando—. Joder. ¿Dónde está Florian? ¿No estará cabreado otra vez...?
Todas las charlas quedaron silenciadas por un toque de trompeta. Un puñado de guardias y seis de los nobles más influyentes de la corte de Federico salieron de la tienda con el propio Emperador. Ash se puso derecha bajo aquel calor ardiente. Vio de nuevo al forastero del sur (¿un observador militar?), que todavía llevaba los ojos tapados por tiras traslúcidas de tela pero seguía sin vacilar los pasos de Federico al tiempo que evitaba con precisión las cuerdas guía del pabellón.
—Capitán Ash —dijo el Emperador Federico.
La joven se hincó sobre una rodilla, con cuidado, ya que llevaba la armadura puesta, delante de aquel hombre maduro.
—En este decimosexto día de junio, año de nuestro Señor 1476
[15]
—dijo el Emperador—, me complace elevaros a un cierto grado de distinción por vuestro valiente servicio en el campo contra nuestro enemigo, el noble Duque de Borgoña. Así pues, he dado en reflexionar sobre lo más adecuado para un soldado mercenario a nuestro servicio.