—¡No! No hasta que te haya vestido y preparado para esta boda.
—Oídme, mirad... —Ash separó los pies y los plantó con firmeza bajo aquellas faldas voluminosas y sueltas. Clavó los puños en las caderas. Las mangas apretadas de las enaguas crujieron de repente por las costuras de los hombros.
Los hilvanes se soltaron.
El vestido de terciopelo azur se deslizó por el cinturón colgante y se le arrugó en la cintura. El peso repentino del monedero le torció el cinturón. El tocado enastado con forma de corazón, con la rueda acolchada y la tela que lo ajustaba a las sienes, se deslizó hacia un lado y prácticamente se desprendió.
Ash lanzó un bufido al jirón retorcido del velo de lino que se le metía por los ojos.
—Niña... —A Constanza le fallaba la voz—. ¡Pareces un saco de grano atado con un trozo de cuerda!
—Bueno, entonces dejadme llevar mi jubón y mis calzas.
—¡No puedes casarte con ropa de hombre!
Ash lanzó una risotada amplia e irreprimible.
—Decidle eso a Fernando. A mí no me importa si quiere llevar él el vestido...
—¡Oh!
Godfrey Maximillian estudió a su capitán, dobló las manos sobre el vientre envuelto en la túnica y dijo en voz alta lo que estaba pensando, cosa muy poco inteligente por su parte.
—No me había dado cuenta. Pareces más baja, con vestido.
—¡Soy más alta en el maldito campo de batalla, coño! Muy bien, se acabó. —Ash se arrancó de la cabeza el tocado astado y los velos, hacía una mueca cada vez que las horquillas le tiraban del pelo y no prestaba atención a las protestas de la sastra.
—¡No puedes irte ahora! —le rogó Constanza del Guiz.
—¡Cómo que no! —Ash atravesó a zancadas la sala. La falda larga del traje aleteaba alrededor de sus pies calzados con delicadas zapatillas. Recogió el manto húmedo de Godfrey y se lo colgó de los hombros.
—Nos vamos de aquí, Godfrey. ¿Tenemos aquí más de un caballo de la compañía?
—No. Solo mi palafrén.
—Mala suerte. Puedes montar detrás de mí. Lady Constanza, lo siento... de veras. —Ash dudó un momento. Le ofreció a aquella mujer diminuta una sonrisa alentadora y le sorprendió descubrir que era un gesto sincero—. De veras. Debo ocuparme de mis hombres. Volveré. Tendré que volver. Dado que es el regalo del Emperador Federico, ¡no puedo no casarme con vuestro hijo Fernando!
Se produjo cierto debate en la puerta noroeste de Colonia: ¿una dama, con la cabeza descubierta y cabalgando sin más compañía que un sacerdote? Ash les dio unas monedas y unas cuantas muestras de su dominio del vocabulario soldadesco y la irritó comprobar que luego los guardias de la puerta la dejaban pasar apuntándola como puta acompañada por su chulo.
—¿Me vas a decir qué es lo que te molesta? —le dijo a Godfrey por encima del hombro una hora más tarde.
—No. No a menos que sea necesario.
La lluvia convirtió las carreteras en un camino de dos días en lugar de uno. Ash estaba furiosa. Las profundas rodadas de carretas llenas de barro cansaban al caballo, hasta que la joven se rindió y compró otro en una granja en la que se alojaron; luego, Godfrey y ella siguieron atravesando el chaparrón, hasta que olieron el hedor que les traía el viento de un campamento y supieron que debían de estar cerca de Neuss.
—¿No te preguntas cómo es —dijo Ash distraída y melancólica—, que conozco ciento treinta y siete palabras diferentes para describir enfermedades de caballos? Ya va siendo hora de que tengamos algo más fiable. ¡Sube, eso!
Godfrey tiró de la rienda de su palafrén y esperó.
—¿Qué te pareció la vida en las salas de las mujeres, en el castillo?
—Día y medio es suficiente para toda una vida. —El castrado roano volvió a frenar al sentir que su jinete se distraía de nuevo. Ash presintió un cambio en el aire y miró hacia el norte, a una brecha en las nubes—. Me he acostumbrado a que la gente me mire en cuanto entro en una habitación. Bueno, no... Me miraban a mí en el solar de Constanza, ¡pero no por las mismas razones! —Entrecerró los ojos con una expresión divertida—. Me he acostumbrado a que la gente espere que sea yo la que esté al mando, Godfrey. En el campamento siempre es, «Ash, ¿qué hacemos ahora?» Y en Colonia es «¿quién es este monstruo antinatural?».
—Siempre has sido una mocosa dominante —comentó Godfrey—. Y, ahora que lo pienso, siempre fuiste bastante antinatural.
—¿Y por eso me rescataste de las monjas?
El hombre se pasó una mano por la barbilla peluda y le guiñó un ojo a la joven.
—Me gustan las mujeres extrañas.
—No está mal, ¡para venir de un casto sacerdote!
—Si quieres más milagros y el estado de gracia para la compañía, será mejor que reces para que siga siendo casto.
—Necesito un milagro, desde luego. Hasta que llegué a Colonia, pensaba que quizá el Emperador Federico no hablaba en serio. —Ash cambió el peso de los tobillos e interrumpió la inmovilidad del roano, que empezó a andar muy despacio. La lluvia comenzó a cejar.
—Ash... ¿vas a seguir con esto hasta el final?
—Desde luego que sí. Constanza vestía más dinero del que he visto en las últimas dos campañas.
—¿Y si la compañía pone objeciones?
—Me despellejarán porque no les permití hacer prisioneros para conseguir rescates durante la escaramuza, eso seguro. Apuesto a que no soy la persona más popular del mundo en este momento. Pero se animarán cuando se enteren de que es un matrimonio por dinero. Ahora seremos dueños de tierras. Tú eres el único que pone objeciones, Godfrey, y no quieres decirme por qué.
Se enfrentaron desde las sillas de montar: la sorprendente autoridad de la joven y la reservada preocupación del sacerdote. Este repitió:
—Solo si resulta necesario.
—Godfrey, en ocasiones eres un auténtico y bendito grano en el culo. —Ash se quitó la capucha de lana mojada—. Y ahora, vamos a ver si podemos reunir toda la lanza de mando en un sitio al mismo tiempo, ¿quieres?
Ya estaban viendo el lado suroeste del fuerte de carretas imperial. El pequeño contingente extranjero de carretas de grandes ruedas, encadenadas entre sí para facilitar las defensas y de las que chorreaban los últimos arroyos de agua. El agua bajaba a borbotones de las placas de hierro forjado que conformaban los costados de las carretas de guerra, con el metal ya veteado de óxido naranja
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Por encima de los lados de las carretas de guerra de hierro, dentro del inmenso espacio interior, Ash vio un arco iris de blasones y estandartes chorreando. Los conos de lona de las tiendas de rayas colgaban inertes de los mástiles centrales, con las cuerdas estiradas y húmedas. La lluvia salpicó el rostro de Ash cuando se acercaron a la verja. Pasaron sus buenos cinco minutos antes de que el grupo apiñado de guardias les diera el alto.
Euen Huw, que se adentraba con cautela por la verja tras pasar a su lado con un pollo debajo del brazo, se detuvo con una expresión de absoluto asombro.
—¿Jefe? Oye, jefe, ¡bonito vestido!
Ash miró con resignación hacia delante, mientras los caballos bajaban con dificultad por las largas calles revestidas de carretas y tiendas. Antonio Angelotti llegó corriendo segundos más tarde, con las hermosas y pálidas manos amarillas a causa del azufre.
—Nunca te había visto con vestido, jefe. No está mal. ¡Te has perdido todo el espectáculo! —Su rostro perfecto irradiaba alegría, como un ángel degradado—. Heraldos subiendo desde el campamento borgoñón. Heraldos imperiales bajando al campamento borgoñón. Se han propuesto los términos.
—¿Términos?
—Desde luego. Su Majestad Federico le dice al Duque Carlos, retírate treinta kilómetros. Levanta el asedio. Luego dentro de tres días, nosotros nos retiramos treinta kilómetros.
—Y el Duque Carlos aún se está riendo, ¿verdad?
Los rizos rubios de Angelotti flotaron cuando sacudió la cabeza.
—Según se dice, los va a aceptar. Y eso significa la paz entre el Emperador y Borgoña.
—Oh, mierda —comentó Ash, con el tono de alguien que, dos minutos antes, había sabido con exactitud lo que iban a hacer durante los próximos tres meses ochocientos y pico hombres, mujeres y sus respectivos niños. Y que ahora no lo sabía, y tendría que encontrar algo—. Por el dulce Jesucristo. Paz. Allá se va nuestro cómodo asedio de verano.
Angelotti adoptó el mismo paso que el castrado de su jefa.
—¿Qué pasa con ese matrimonio tuyo, madonna? ¿El Emperador no hablará en serio?
—¡Joder que si habla en serio!
Tras cabalgar diez minutos a través del campamento llegaron a los refugios con forma de A y a las filas de caballos de la esquina noroeste. Los voluminosos pliegues del traje de terciopelo se le pegaban húmedos a las piernas mientras la lluvia oscurecía la tela hasta hacer que adoptara un tono de color azul real. Todavía llevaba el manto de Godfrey. El propio peso de la lana mojada lo rendía y descubría el ropaje de la falda y el lino húmedo de la camisola.
La compañía había separado una esquina del campamento imperial con una valla de zarzas y una verja improvisada, algo que no le había parecido nada bien al furriel imperial hasta que Ash le dijo sin faltar a la verdad que sus tropas robarían cualquier cosa que no estuviera clavada. Un estandarte del león Azur colgaba allí desanimado, bajo la lluvia.
Un hombre pelirrojo de la lanza de Ned Aston, que vigilaba la verja, levantó los ojos y efectuó una voltereta perfecta.
—¡Ah, bonito vestido, jefe!
—¡Vete a tomar por el saco!
Unos minutos después se encontraba en la tienda de mando, Anselm, Angelotti y Godfrey presentes; Florian de Lacey ausente; y los otros lugartenientes principales de la compañía ausentes.
—Están por ahí, murmurando por las esquinas. Yo los dejaría en paz hasta que tengas algo que contarles. —Robert se retorció la capucha de lana—. Dinos hasta qué punto estamos jodidos.
—¡No estamos jodidos, esta es una oportunidad cojonuda!
Ash se vio interrumpida por la entrada de Geraint ab Morgan, que tuvo que agachar la cabeza.
—Qué hay, jefe.
Geraint, nuevo esta temporada, y en estos momentos sargento supervisor de arqueros, era un hombre de hombros anchos con el pelo muy corto del color de las hojas caídas que se le erizaba sobre el cráneo. El blanco de los ojos lo tenía perpetuamente inyectado en sangre. Cuando entró, Ash se dio cuenta de que los ojales que le abrochaban la parte posterior de las calzas a la parte posterior del jubón estaban desabrochados, y que la camisa se le había subido y salido por la brecha para descubrir un harapiento justillo y la hendidura entre las nalgas.
Consciente de que había vuelto sin anunciar, Ash guardó un discreto silencio, salvo por una mirada furiosa que hizo que Geraint evitara mirarla a los ojos y se quedara con la vista clavada en el techo cónico de la tienda, donde las armas y el equipo se colgaban de puntales de madera para alejarlos de la humedad.
—Informe del día —dijo Ash con tono seco.
Geraint se rascó las nalgas bajo las calzas de lana blancas y azules.
—Los chavales llevan dos días metidos en las tiendas, para resguardarse de la lluvia, limpiando el equipo. Jacobo Rossano intentó robarnos dos de nuestras lanzas flamencas y estos lo mandaron a la mierda... no está muy impresionado. Y Henri de Treville está con los alcaides, arrestado por emborracharse e intentar prenderle fuego al cocinero.
—No te refieres a la carreta del cocinero, ¿verdad? —preguntó Ash con ansia—. Te refieres al cocinero.
—Hubo varios comentarios sobre que los asediados comían mejor en Neuss —dijo Florian de Lacey, cuando entró el cirujano embarrado hasta las rodillas cubiertas con unas botas—. Y se dijo algo de que la rata era una delicadeza en comparación con la carne asada de Wat Rodway...
Angelotti mostró sus blancos dientes.
—«Dios nos envía comida, y el Diablo nos envía cocineros ingleses».
—¡Ya basta de refranes milaneses! —Ash intentó darle una colleja que el hombre esquivó—. Muy bien. Nadie ha conseguido robarnos nuestras lanzas. Todavía. ¿Noticias del campamento?
Robert Anselm ofreció de inmediato:
—Segismundo del Tirol se retira; dice que Federico no va a luchar contra Borgoña. Segismundo está cabreado con el Duque Carlos desde que perdió Héricourt en el 74. Sus hombres llevan un tiempo armando camorra con los arqueros de Gottfried de Innsbruck. Oratio Farinetti y Henri Jacques han reñido, los cirujanos recogieron dos muertos de las broncas de sus hombres.
—¿Y supongo que no nos hemos enfrentado con el enemigo de verdad? —Ash se dio una buena palmada en la frente de forma un tanto teatral—. No, no; que tonta... no necesitamos ningún enemigo. Ningún ejército feudal lo necesita. ¡Que Cristo me proteja de la nobleza facciosa!
Una lanza de sol entró sesgada por la solapa abierta de la tienda. Todo lo que Ash veía a través de aquella brecha estaba chorreando y brillando como una gema. Contempló las brigantinas rojas y las casacas de las libreas azules de los hombres que salían para engatusar a las hogueras y que volvieran a cobrar vida, y para sangrar los barriles de cerveza que superaban la altura de un hombre, y que se ponían a jugar con cartas grasientas sobre las cubiertas de los tambores, a los que les habían dado la vuelta. Se despertaban los ecos de voces cada vez más altas.
—Bien. Robert, Geraint, que salgan los chavales, decidles a los líderes de las lanzas que los dividan en pañuelos rojos y azules y que los pongan a jugar al fútbol fuera del fuerte de carretas.
—¿Fútbol? ¡Maldito juego inglés! —Florian la miró furiosa— ¿Te das cuenta de que tendré que vérmelas con más lesiones que después de la escaramuza?
Ash asintió.
—Ahora que lo pienso... ¡Rickard! ¡Rickard! ¿Dónde está ese chico?
Su escudero se escabulló en la tienda. Tenía catorce años, el cabello negro y brillante y unas cejas espesas y aladas; consciente ya de lo guapo que era y con una creciente aversión a mantener la bragueta cerrada.
—Tendrás que acercarte hasta los alcaides y advertirles de que el ruido que hay aquí abajo no es una escaramuza, sino un juego.
—¡Sí, mi señora!
Robert Anselm se rascó la cabeza afeitada.
—No van a esperar mucho más, Ash. Durante los últimos dos días se me han acercado líderes lanceros a la tienda cada hora.
—Lo sé. Cuando se hayan desahogado bien —continuó Ash—, reúnelos a todos. Voy a hablar con todo el mundo, no solo con los líderes de las lanzas. ¡Vete!