Ash, La historia secreta (4 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

AVERIGUÓ LO QUE podía hacer con aquella belleza infantil acentuada por las cicatrices.

A los nueve años tenía una masa de rizos que se dejaba crecer casi hasta la cintura y que se lavaba una vez al mes. Su cabello plateado tenía el lustre grisáceo de la grasa. En un campamento de soldados nadie sería capaz de notar el olor. Jamás enseñaba las orejas. Aprendió a vestirse siempre con calzas y jubón recortados, con frecuencia con un justillo de adulto por encima. Había algo en aquellas ropas demasiado grandes que le hacían parecer incluso más pequeña.

Uno de los artilleros le daba siempre comida o monedas de cobre. La doblaba sobre una cureña, le soltaba los ojales de las calzas y la follaba por el culo.

—No tienes que tener tanto cuidado —se quejaba Ash—. No voy a tener un niño. No me han salido flores ni sangre, todavía.

—Tampoco te ha salido una polla —respondía el artillero—. Hasta que encuentre un chavalín guapo, tendrás que servir tú.

Una vez le dio una cinta de malla que le había sobrado. La niña mendigó un poco de hilo de uno de los sastres de la compañía y un trozo de cuero del curtidor y le cosió los eslabones de metal remachado. Le dio la forma de un gorjal o cuello de malla y se la ató para proteger la garganta. Lo usaba en cada escaramuza, en cada robo de ganado, en cada emboscada de bandidos donde aprendió su oficio, que era, como siempre había sabido, el oficio de la guerra.

Rezaba para que hubiera guerra de la misma forma que otras niñas de su edad, en los conventos, rezan para ser la novia elegida del Cristo Verde.

Guillaume Arnisout era artillero en la compañía de mercenarios. Jamás la tocó. La enseñó a escribir su nombre con el alfabeto griego: una barra vertical con cinco cortes horizontales («el mismo número de dedos que tienes») sobresaliendo por el lado derecho («¡la mano de la espada!»). No la enseñó a leer porque él no sabía. La enseñó a calcular. Ash pensó,
todos los artilleros saben calcular hasta el mínimo grano de pólvora
, pero eso fue antes de que entendiera a los artilleros.

Guillaume le mostró el fresno y la enseñó a fabricar arcos de caza con aquella madera («un palo más ancho de lo que necesitas para un arco de tejo»).

La llevó a visitar el matadero, después del asedio de Dinant, en agosto, antes de que la compañía saliera de nuevo del país.

El sol de primavera rielaba sobre los capullos de espinos que bordeaban los pastos. Aún soplaba un aire frío. El viento se llevaba el ruido y el olor del campamento lejos de allí.

Ash cabalgó sobre la vaca hasta el pueblo, sentada de lado sobre la ristra de huesos puntiagudos del lomo. Guillaume caminaba al lado de la vaca, por la vereda llena de baches. La niña bajó la vista para verlo caminar por el polvo. Llevaba un bastón tallado en una madera desconocida, de color negro, y lo utilizaba para apoyarse a cada paso. Ash sabía que ella aún no había nacido cuando un jifero le había destrozado la rodilla en primera línea de batalla y se había retirado a las armas de asedio.

—Guillaume...

—Mm.

—Podría haberla traído sola. No tenías que venir.

—Mm.

Ash miró hacia delante. El capitel doble de la iglesia se dejaba ver ya sobre los árboles. Subía un humo azul. Llegaron al borde del claro que rodeaba la empalizada de la aldea y cambió el viento. El olor del matadero era intenso y asfixiante.

—¡Por la sangre de Cristo! —maldijo Ash. Una mano dura le golpeó la delgaducha zanca. Bajó la vista con los hombros encorvados para mirar a Guillaume y dejó que las lágrimas le llenaran los párpados inferiores.

—Pues allí —señaló Guillaume—, es a donde vamos. Bájate de ese viejo saco de huesos y llévala de la cuerda, por el amor de Dios.

Ash sacó los talones de una patadita y se lanzó al aire. Aterrizó en los polvorientos baches del camino, se agachó por un momento para equilibrarse con una mano y se incorporó de un brinco. Rodeó de unos cuantos saltos exuberantes a la vaca, que no había dejado su paso tranquilo, y luego volvió corriendo junto al hombre.

—Guillaume. —La niña lo cogió por el brazo, por la manga del color marrón oxidado del jubón. No había tela bajo el puño: en aquel momento el artillero no tenía más camisa a su nombre que la propia Ash—. Guillaume, ¿es que te gustan los chicos?

—¡Ja! —Bajó la vista y la miró fijamente con sus ojos oscuros. El cabello negro y fibroso le llegaba desde la cabeza hasta los hombros, salvo por la coronilla, donde empezaba a quedarse calvo. Tenía la costumbre de afeitarse con cierta frecuencia con la daga, normalmente el mismo día que se acordaba de afilarla, pero tenía las mejillas curtidas y acartonadas y apenas mostraban algún corte más del filo.

—¿Que si me gustan los chicos, señorita? ¿Es que me estás preguntando por qué no se me cae la baba contigo como les pasa a los demás? ¿Y por eso ya me tienen que gustar los chicos más que las chicas?

—La mayoría hacen lo que yo quiero cuando finjo.

El hombre le tiró de un mechón de cabello plateado.

—Pero a mí me gustas como eres.

Ash se retiró el pelo detrás de las orejas puntiagudas. Le dio una patada a las briznas de hierba que crecían al lado del camino de la aldea y que se balanceaban al viento.

—Soy hermosa. Aún no soy una mujer pero soy hermosa. Llevo sangre de elfo en las venas, mira el cabello. Mírame el cabello, a ti no te importa... —Cantó para sí durante unos minutos y luego levantó la mirada con lo que sabía que eran unos ojos enormes, muy separados—. Guillaume...

El artillero siguió adelante, sin hacerle caso. Plantaba el bastón con firmeza en el polvo y luego, con un ademán, saludaba a los dos guardias que había a las puertas de la aldea. Ash se dio cuenta de que llevaban barras con puntas de hierro y gruesos justillos de cuero a modo de armadura.

La niña cogió la cuerda que colgaba alrededor del cuello de la vaca. La vaca llevaba seca seis meses y permanecía estéril, fuera el que fuese el toro del pueblo al que la llevaran los mercenarios en su camino por la campiña. Se convertiría en una carne llena de fibras pero daría un buen cuero para zapatos. Ash dio unas pataditas con las plantas desnudas de los pies. O buen cuero para cintos donde ceñir la espada.

Ahora que el olor de las calles del pueblo vencía al olor de la carretera polvorienta, la niña se hizo una pregunta, ¿un lugar más donde le gritarían obscenidades por las cicatrices y harían la señal de los Cuernos?

—¡Ash!

La vaca se había desviado hacia un lado del sendero y mordisqueaba la hierba sin demasiado entusiasmo. Ash clavó los talones desnudos en el camino y empujó. La vaca levantó la cabeza. Aspiró ruidosamente y mugió. Unos cabos de saliva le colgaban de las mandíbulas. Ash la llevó hacia la puerta de la aldea y las casas de zarzas mal pintadas, tras Guillaume.

Ash ya tenía espada. La manoseó mientras clavaba los ojos en los tipos de la puerta. Había sido en principio la daga de alguien, de casi seis centímetros de longitud, así que para ella era más bien una espada corta. A sus nueve años era bajita, se podía pensar que tenía siete. Venía con su propia vaina y un gancho para colgársela del cinturón. Se la había ganado. Robaba comida pero no pensaba robar armas. Los otros mercenarios (últimamente había estado pensando en ellos y en sí misma en esos términos) lo consideraban un rasgo interesante y bastante peculiar y se aprovechaban.

Dado que aún no hacía mucho que había amanecido, había pocos aldeanos en la calle. Ash sentía que no hubiera nadie allí para verla.

—Me dejan entrar armada en la aldea —presumió—. ¡No he tenido que entregar mi daga!

—Figuras en los libros como parte de la compañía. —Guillaume llevaba su propia falcata, una especie de cuchilla de carnicero con un único filo capaz de partir un pelo por la mitad, en el cinturón. De la misma forma que Ash solía vestir jubones demasiado grandes para convertirse en la mascotita del campamento, la niña tenía la profunda sospecha de que Guillaume interpretaba el estereotipo que los famélicos aldeanos tenían de los mercenarios: ropa mugrienta y armas impecables. Y desde luego hacía otra cosa que los palurdos esperaban de alguien como él: trampas con las cartas, pero mal; hasta Ash era capaz de pillarlo.

Ash caminaba con los hombros delgados echados hacia atrás y la cabeza levantada. Bajó la vista para clavarla en un par de ociosos que aguardaban bajo el matorral colgado que marcaba una choza como taberna.

—Por Dios que si no tuviera este animal estéril y podrido —le dijo con un gañido al artillero que caminaba delante de ella—, ¡parecería un auténtico soldado a sueldo!

Guillaume Arnisout se echó a reír por un momento y siguió caminando. No miró atrás.

La chiquilla molestó a la complaciente vaca hasta llevarla a las verjas del matadero antes de que el vientre del animal se llenara del olor. El hedor de los excrementos y la sangre era tan fuerte que resultaba tangible. Los ojos de Ash se llenaron de lágrimas. Tenía una especie de nudo en la garganta. Mientras tosía le entregó la brida de la vaca a uno de los matarifes que aguardaba a las puertas.

Bramó una voz.

—¡Ash! ¡Por aquí!

Ash se dio la vuelta. Algo cálido y pesado la golpeó en la cara y el pecho.

La sorpresa la hizo jadear y aspirar una bocanada de aire. De inmediato se atragantó con un líquido caliente. Una masa sólida se deslizaba por sus hombros y le bajaba por el pecho. Se clavó las palmas de las manos en los ojos ardientes. Tosió, volvió a asfixiarse y empezó a llorar. Las lágrimas le aclararon la visión.

Tenía la parte frontal del jubón y las calzas empapada de sangre. Una sangre cálida, humeante. Le pegaba el cabello blanco, convertido en zarcillos de color escarlata que chorreaban sobre el polvo. Le cubría las manos. Una masa amarilla le formaba costras en las arrugas de la ropa. Levantó la mano y sacó una masa del cuello de su jubón: un trozo de carne salpicada de cuajarones de sangre del tamaño de su pequeño puño.

La masa sólida se deslizó y le cayó con un sonido sordo sobre los pies desnudos. Estaba caliente. Templada. Se enfriaba con rapidez. Fría. Unos tubos de color rosa y otros tubos rojos se deslizaron hasta el suelo. Sacó el pie de debajo de un pedazo de carne con forma de riñón que no le habría caído en las dos manos.

Dejó de llorar.

Hizo algo. No era nada nuevo o no habría sabido cómo hacerlo ahora. Puede que fuera algo que hizo justo antes o después de disparar la ballesta a bocajarro contra su violador y de que el cuerpo de este explotara delante de ella.

Se limpió el dorso de la mano en la barbilla. La sangre se coaguló sobre su piel al secarse. La niña se deshizo del nudo en la garganta y de las lágrimas que le escocían tras los párpados.

Se quedó mirando a Guillaume y al matarife, que ahora llevaban sendos cubos de madera vacíos.

—Ha sido una estupidez —dijo, furiosa—. ¡La sangre es asquerosa!

—Ven aquí. —Guillaume señaló un punto que había delante de él.

El artillero aguardaba ante un potro para desollar. Unas vigas tan sólidas como las que conformaban una máquina de asedio sostenían una cadena sobre una polea. Unos ganchos colgaban de la cadena, sobre un canal abierto en el suelo. Ash sacó los pies de unas entrañas de cerdo y se acercó a Guillaume. Se le pegaba la ropa. Su nariz ya estaba dejando de percibir el hedor del matadero.

—Saca la espada —dijo el hombre.

La niña no tenía guantes. La empuñadura del arma estaba ceñida por tiras de cuero y le resbalaba por la palma de la mano.

—Corta —dijo Guillaume con calma mientras señalaba a la vaca que ahora colgaba cabeza abajo a su lado, todavía viva, con los cascos atados—. Rebánale el vientre.

Ash no había estado en ninguna iglesia pero sabía lo suficiente para mirarlo con el ceño fruncido.

—Hazlo —dijo el hombre.

La larga daga de Ash le pesaba en la mano. El metal le tiraba de la muñeca.

Los ojos de largas pestañas de la vaca rodaban en las cuencas y el animal gruñía, frenético. Los tirones que daba de la cuerda no conseguían otra cosa que hacerla rodar de lado a lado en el gancho. Un chorro de mierda le resbalaba por los flancos cálidos y palpitantes.

—No puedo hacerlo —protestó Ash—. Sé hacerlo, conozco la manera. Pero no puedo hacerlo. ¡No, es como si me fuera a hacer daño!

—¡Hazlo!

Ash le dio un torpe capirotazo a la hoja y la lanzó hacia delante. Se apoyó con todo su peso en la punta, como le habían enseñado, y el metal afilado perforó la piel marrón y blanca de la vaca. Esta abrió la boca y gritó.

Un chorro de sangre la salpicó. El sudor hizo que la daga resbalara en la mano de Ash. La daga salió con suavidad de la herida, que no era muy profunda. La niña se quedó mirando a aquel animal que era ocho veces más grande que ella. Cogió la hoja con las dos manos y cortó un poco más. El filo rozó el flanco de la vaca.

—A estas alturas ya estarías muerta —dijo Guillaume con la voz ronca.

Las lágrimas empezaron a derramarse de los ojos de Ash. Se acercó un poco más al cuerpo cálido y palpitante. Levantó la gran daga por encima de su cabeza y la bajó de golpe con las dos manos.

La punta de la hoja perforó la piel dura y el músculo delgado, y penetró en la cavidad abdominal. Ash dio un tirón violento y bajó el filo aún más. Era como acuchillar una tela. A sacudidas, venciendo obstáculos. Un montón de cuerdas teñidas de rosa cayeron a su alrededor en aquel patio del alba y humearon bajo el aire fresco de las primeras horas. Ash siguió dando tajos con tenacidad. La hoja topó con hueso y se atascó. Una costilla. La niña dio un tirón. Estiró. La carne de la vaca se cerró como una ventosa alrededor de la hoja.

—Retuércela. Utiliza el pie si no te queda más remedio —la dirigía la voz de Guillaume por encima de su aliento forzado y áspero.

Ash apoyó la rodilla en el cuello húmedo de la vaca y lo presionó contra el marco de madera con su peso diminuto. Torció las muñecas con fuerza hacia la derecha y la hoja giró, rompiendo así el vacío que la sujetaba a la herida y zafándose del hueso. Los gritos de la vaca ahogaban cualquier otro sonido.

—¡Ahhhh! —Con las dos manos en la empuñadura de la daga, Ash limpió la hoja en la piel estirada de la garganta de la vaca. La costilla debió de hacerle una muesca en el metal. Sintió la irregularidad del acero que se enganchaba en la carne. Se abrió una amplia brecha. Durante una fracción de segundo se vio un corte transversal de piel, envoltura de músculo, músculo y pared arterial. Luego se acumuló la sangre, que salió a borbotones y le dio en la cara. Caliente.
El calor de la sangre
, pensó la niña, y soltó una risita.

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