—¡Y ahora llora! —Guillaume la hizo girar de golpe y le estrelló la mano contra el rostro. El golpe habría lastimado a un adulto.
Asombrada, Ash estalló en fuertes sollozos. Se quedó allí quieta durante quizá un minuto, llorando. Luego balbució:
—¡Aún no soy lo bastante mayor para entrar en primera línea!
—No este año.
—¡Soy muy pequeña!
—Y ahora lágrimas de cocodrilo —suspiró Guillaume—. Te lo agradezco —y añadió sin sombra de humor—, ahora mata a la bestia. —Cuando la niña volvió la vista, le estaba dando al matarife una moneda de cobre—. Vamos señorita. Volvemos al campamento.
—Tengo la espada sucia —dijo la niña. De repente dobló las piernas, se sentó en el suelo, en medio de la sangre y la mierda del animal y soltó un alarido. Tosió, luchó por respirar. Grandes jadeos y estremecimientos le sacudían el pecho. El pelo enrojecido le colgaba sobre la cara y le manchaba las mejillas marcadas y húmedas. Le caían los mocos.
—Ya. —La mano de Guillaume la cogió por el cuello del jubón y la levantó en el aire para posarla luego sobre los pies desnudos. Con fuerza—. Mejor. Ya basta. Ya está.
Le señaló un abrevadero que había al otro lado del patio.
Ash se arrancó los cordones que le sujetaban la parte frontal de la ropa. Se quitó el jubón y las calzas de una sola pieza, sin molestarse en desabrochar los ojales que los mantenían unidos en la cintura. Hundió la lana empapada de sangre en el agua fría y la utilizó para lavarse. Sintió el sol mañanero calentarle con fuerza la piel desnuda y fría. Guillaume se quedó quieto, con los brazos cruzados, y la contempló.
Y durante todo el proceso la niña mantuvo el cinturón de la espada que se había quitado bajo los pies y los ojos clavados en los matarifes.
Lo último que hizo fue limpiar la hoja, secarla y pedir un poco de grasa para aceitarla y que no se oxidara. Para entonces la ropa ya no estaba mojada. El cabello le colgaba húmedo, como colas blancas de rata.
—Volvemos al campamento —dijo el artillero.
Ash salió por la puerta de la aldea al lado de Guillaume. Ni siquiera se le ocurrió pedir que la acogiera una de las familias del pueblo.
Guillaume bajó la vista y miró los ojos brillantes, inyectados en sangre, de la niña. La suciedad se le acumulaba en los pliegues de la piel, claramente visibles bajo el sol ardiente. Luego dijo:
—Si te ha parecido fácil, piensa en esto. Era una bestia, no un hombre. No tenía voz para amenazarte. No tenía voz para pedir compasión. Y no estaba intentando matarte.
—Lo sé —dijo Ash—. He matado a un hombre que sí lo intentó.
Cuando tenía diez años estuvo a punto de morir, pero no en el campo de batalla.
LLEGARON LAS PRIMERAS luces. Ash se apoyó en el brocal de piedra de la torre del campanario. Estaba demasiado oscuro para ver el suelo y hacia abajo se extendían quince metros de aire vacío. Relinchó un caballo. Otros cien le respondieron, a lo largo de todas las líneas de batalla. Una alondra cantó en el arco del cielo. El valle plano del río empezó a surgir de la oscuridad.
El aire se calentaba con rapidez. Ash vestía una camisa robada y nada más. Era una camisa de hilo de hombre y todavía olía a él, le llegaba por debajo de las rodillas. Se la había sujetado con el cinturón de la espada. El lino le protegía la nuca, los brazos y la mayor parte de las piernas. Se frotó la piel de gallina. Muy pronto haría un calor insoportable.
El cielo empezó a clarear por el este. Las sombras se arrastraron hacia el oeste. Ash percibió un alfilerazo de luz a unos tres kilómetros de distancia.
Uno. Cincuenta. ¿Mil? El sol centelleó en los cascos y las corazas, en las hachuelas de mano, en los martillos de guerra y en las puntas agudas de las flechas de yarda.
—¡Están en orden de batalla y en marcha! ¡Tienen el sol a la espalda! —Saltó de un pie al otro—. ¿Por qué no nos deja luchar el capitán?
—¡Yo no quiero! —El niño de pelo moreno, Richard, que era su amigo en esos momentos, gimoteó a su lado.
Ash lo miró con una expresión de total asombro.
—¿Tienes miedo? —Se lanzó como un rayo hacia el otro lado de la torre, se apoyó y contempló el fuerte de carretas de la compañía. Las lavanderas, las putas y las cocineras estaban encajando las cadenas que unían las carretas. La mayor parte llevaban picas de casi cuatro metros de altura y lanzas afiladas como cuchillas. Se asomó un poco más. No veía a Guillaume.
El día se fue despejando deprisa. Ash estiró el cuello para mirar la pendiente que bajaba hasta la orilla del río. Galopaban unos cuantos caballos con los jinetes ataviados en colores vivos. Una bandera: la enseña de la compañía. Luego caminaban los hombres de la compañía, con las armas en la mano.
—Ash, ¿por qué vamos tan lento? —Richard temblaba—. ¡Nos alcanzarán antes de que estemos preparados!
Ash había empezado a hacerse más fuerte durante el último medio año o así, de la misma forma que los
terriers
y los ponis de montaña se hacen fuertes, pero seguía sin aparentar más de ocho años. La desnutrición tenía mucho que ver en ello.
Rodeó al niño con un brazo.
—Hay problemas. No podemos pasar. Mira.
Toda la ribera del río estaba teñida de rojo bajo el sol naciente. Enormes campos de maíz, tan repletos de amapolas que no se veía el grano. Maíz y amapolas juntos, los cultivos estaban tan pegados y enmarañados que ralentizaban a los mercenarios que avanzaban con sus lanzas, espadas y alabardas. Los hombres que con armaduras iban a caballo se habían adelantado un poco más y se anunciaban en el horizonte escarlata, bajo el estandarte.
Richard envolvió a Ash en sus brazos. Estaba tan pálido que la marca de nacimiento se destacaba como un estandarte en su rostro.
—¿Morirán todos?
—No. No todos. No si algunos de los otros se pasan a nosotros cuando empiece la lucha. El capitán los compra si puede. Oh. —A Ash se le contrajeron las entrañas. Se llevó la mano a la entrepierna y sacó los dedos ensangrentados.
—¡Dulce Cristo Verde! —Se limpió la mano en la camisa de lino al tiempo que echaba una mirada por la torre del campanario para ver si alguien la había oído maldecir. Estaban solos.
—¿Estás herida? —Richard dio un paso atrás.
—Oh. No. —Mucho más perpleja de lo que aparentaba, Ash dijo—: ya soy una mujer. Me lo dijeron, en las carretas, que podría ocurrir.
Richard se olvidó del movimiento de los hombres armados. Tenía una dulce sonrisa en los labios.
—Es la primera vez, ¿verdad? ¡Me alegro tanto por ti, Ashy! ¿Tendrás un bebé?
—Ahora mismo no...
El niño se echó a reír, el miedo había desaparecido. Hecho eso, la niña se volvió hacia los campos del río rojo que se alejaban de la torre. El rocío se evaporaba convertido en una bruma brillante. Ya no amanecía, había llegado la mañana.
—Oh, mira...
A un kilómetro de distancia, el enemigo.
Los hombres de la Novia del Mar subían una pendiente, pequeños y relucientes. Estandartes rojos, azules, dorados y amarillos resplandecían sobre la masa apretada de los yelmos. Demasiado lejos para verles las caras, incluso la V invertida que revelaba la boca y la barbilla cuando, por el calor, se quitaban las baberas y barbotes
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.
—¡Ashy, son tantos...! —gimió Richard.
La hueste de la Serena Novia del Mar se dividió en tres grupos. La vanguardia o unidad de avance ya era bastante grande sin necesidad de nadie más. Tras ella, en perpendicular hacia un lado, se acercaba el cuerpo central, con los estandartes de la Novia del Mar y la enseña de su comandante. De nuevo en perpendicular, de la retaguardia solo se veía una espesura móvil de picas y lanzas.
Las primeras filas se acercaban con lentitud. Arqueros con cotas de malla cortas forradas de hilo, con gorros de guerra de acero relucientes y las archas brillantes con hoja en forma de gancho sobre los hombros. Ash sabía que aquellos ganchos tenían algún uso en los campos de labranza, pero no se le ocurría cuál podría ser. Con aquel arma se podía enganchar a un caballero vestido con su armadura, derribarlo del caballo y luego abrirle las placas protectoras de metal. Hombres de armas con armadura de a pie, con hachas al hombro como campesinos que van a cortar leña... Y arqueros. Demasiados arqueros.
—Tres líneas de batalla. —Le indicó a Richard a gritos mientras lo sujetaba por los estrechos hombros. El niño temblaba—. Mira, cobarde. En la línea frontal. Hay lanceros, luego arqueros, luego hombres de armas, luego arqueros, luego lanceros, luego más arqueros... por toda la línea.
Una voz ronca, audible a pesar de la distancia, gritó.
—¡Apuntad! ¡Disparad!
Ash se rascó la camisa manchada. Todo se dispuso ante ella, de repente muy claro en su cabeza. Por primera vez, lo que había sido el sentido implícito de una pauta encontraba palabras para expresarse.
Empezó a tartamudear, con una forma de hablar demasiado rápida y excitada para entenderse.
—¡Sus arqueros están a salvo gracias a los hombres que llevan armas cortas! ¡Nos pueden disparar, soltar una flecha cada seis latidos y no podemos hacer nada! Porque si intentamos acercarnos más, sus lanceros o los caballeros de a pie nos matarán. Entonces sus arqueros sacarán las falcatas y también se meterán, o bien saldrán a los flancos y seguirán disparándonos. Por eso los han colocado así. ¿Qué podemos hacer?
—Si te superan en número, no puedes ir a su encuentro en unidades separadas. Forma una cuña. Una alineación con forma de cuña con la punta dirigida hacia el enemigo, entonces los arqueros de los flancos pueden disparar sin darles a los hombres que vayan delante. Cuando ataque su infantería, deben enfrentarse a vuestras armas en cada uno de los flancos. Manda a los hombres con las armas más pesadas a romper su flanco.
Ash se dio cuenta de que aquellas duras palabras no eran más difíciles de descifrar que los debates que había escuchado, echada sobre la hierba, en la tienda de mando del capitán. Mientras intentaba solucionarlo, dijo.
—¿Cómo vamos a hacerlo? ¡No tenemos hombres suficientes!
—Ashy —gimió Richard.
La niña protestó.
—¿Qué tenemos? ¡Los hombres del Gran Duque, más o menos la mitad! Y la milicia de la ciudad. Apenas saben lo suficiente para no sujetar la espada por la hoja. Dos compañías más. Y nosotros.
—¡Ash! —protestó el niño en voz alta—. ¡Ashy!
—Entonces no dispongas a tus hombres muy juntos. Son una masa a la que puede dispararles el enemigo. El enemigo está fuera de alcance. Debes moverte rápido y lanzar un ataque desde cerca.
La niña excavó con el dedo del pie la tierra que se amontonaba entre las losas de la torre sin mirar los estandartes que se aproximaban.
—¡Son demasiados!
—Ashy, basta. ¡Ya está bien! ¿Con quién estás hablando?
—Entonces debes rendirte y solicitar la paz.
—¡No me lo digas a mí! ¡Yo no puedo hacer nada! ¡No puedo!
Richard chilló.
—¿Decirte qué? ¿Quién lo dice?
Durante largos segundos no pasó nada. Luego, la masa de la compañía empezó a adelantarse, corriendo, las tropas del Gran Duque con ellos, estrellándose contra la primera línea del enemigo. Las banderas se hundieron y el color rojo de las amapolas se convirtió en una bruma roja; truenos, el hierro que golpea al hierro, chillidos, voces roncas que gritan órdenes, el chillido de una gaita se eleva entre el polvo que se levanta a unos cientos de metros de distancia.
—Lo has dicho tú... ¡te he oído! —Ash se quedó mirando el rostro blanco y de color vino de Richard—. Has sido tú... Oí que alguien decía... ¿Quién ha sido?
La línea de hombres del Gran Duque se dividió en varios nudos. Ya no era una cuña voladora, solo grupúsculos de hombres de armas reunidos alrededor de sus estandartes y enseñas. Bajo el polvo y el sol rojo, el cuerpo principal del ejército de la Serenísima Novia del Mar empezó a caminar. Haces de flechas espesaron el aire.
—Pero alguien ha dicho...
El brocal de piedra la golpeó en la cara.
La sangre emergió de su labio superior. Se llevó una mano a la nariz. El dolor la hizo gritar. Separó los dedos y se echó a temblar.
El ruido le llenó la boca, le llenó el pecho, hizo temblar el cielo, que se derrumbó sobre ella. Ash se tocó las sienes. Un gemido fino, penetrante, le llenó los oídos. El rostro de Richard estaba bañado en lágrimas y la boca era un cuadrado abierto. Apenas lo oía balbucear.
La esquina del parapeto desapareció sin ruido. El aire libre se abría ante ella. El polvo pendía como una bruma. La niña se puso a cuatro patas. Un zumbido violento pasó al lado de su cabeza como un estallido, lo bastante estrepitoso para que ella, medio sorda como estaba, lo oyera.
El niño se había quedado quieto con las manos a los costados. Tenía la mirada clavada encima de la cabeza de Ash, más allá de la torre rota del campanario. La niña vio que a su amigo le temblaban las piernas abigarradas. La bragueta del muchacho se mojó de orina. Con un sonido intenso y húmedo, el niño se cagó en las calzas. Ash levantó los ojos para mirar a Richard sin condenarlo. Hay momentos en los que perder el control de los intestinos es la única respuesta realista a una situación.
—¡Son morteros! ¡Agáchate! —esperaba estar gritando. Cogió a Richard por la muñeca y tiró de él hacia los escalones.
El borde afilado de los escalones le mordió las rodillas. Sus ojos, deslumbrados por el sol, no veían otra cosa que oscuridad. Cayó dentro de la torre del campanario y se golpeó la cabeza contra la pared de las escaleras. El pie de Richard le dio una patada en la boca. Sangró, aulló, bajó rodando hasta el nivel del suelo y echó a correr.