—Aquí —señaló una casa de tres plantas con un rimero de ventanas colgantes. Rochester sorbió por la nariz. La mercenaria no podía ver mucho del rostro del moreno inglés bajo el visor, pero cuando estudió la casa ante la que se detuvieron, supuso la razón de su malhumor. Cien velas de junco brillaban en las ventanas, había alguien cantando y alguien tocaba un laúd sorprendentemente bien mientras tres o cuatro hombres vomitaban en la alcantarilla que había en el centro del callejón. Las casas de putas siempre hacen buen negocio en tiempos de crisis.
—Chicos, esperadme aquí. —Ash bajó de la silla con un ágil movimiento. La luz se reflejaba en su armadura de acero—. Y me refiero a aquí. ¡No quiero encontrarme con que falta ninguno cuando vuelva!
—No, jefe —sonrió Rochester.
Hombres de cuellos gruesos, con jubones y calzas, con la luz en la espalda, la dejaron pasar al ver la armadura y la chaqueta de la librea. No tenía nada de extraño un caballero con voz de niño ni unos hombres de armas en una casa de putas de Basilea. Dos preguntas le proporcionaron la información necesaria sobre la habitación ocupada por un cirujano con acento borgoñón y pelo rubio, dos monedas de plata de origen indeterminado se ganaron el silencio de los informadores. Subió a zancadas las escaleras, llamó una vez y entró.
Había una mujer echada sobre un jergón en la esquina de la pequeña habitación. Tenía el corpiño bajado y le colgaban los largos pechos llenos de venas. Todas las camisolas y la falda de lana estaban arremolinadas alrededor de los muslos desnudos. Podría tener cualquier edad entre los dieciséis y los treinta años, Ash no sabría decirlo. Tenía el pelo teñido de rubio y una barbilla pequeña y regordeta.
La habitación olía a sexo.
Había un laúd al lado de la puta, y una vela y algo de pan en un plato de madera en el suelo. Floria del Guiz estaba sentada al través en el jergón con la espalda apoyada en el yeso de la pared. Bebía de una botella de
cuero. Tenía todos los ojales desabrochados; un pezón moreno era
visible allí donde el pecho le sobresalía de la camisa abierta.
Mientras Ash miraba, la puta le acariciaba el cuello a Floria.
—¿Es que es pecado? —exigió saber la chica con fiereza—. ¿Lo es, señor? Pero la fornicación es un pecado en sí mismo y yo he fornicado con muchos hombres. Son toros en un campo, con sus grandes pollas. Esta es dulce y salvaje conmigo.
—Margarita. Shhh. —Floria se inclinó hacia delante y besó a la joven en la boca—. Debo irme, ya veo. ¿Quieres que vuelva a visitarte?
—Cuando tengas el dinero. —Una chispa, bajo toda la chulería, de algo más—. La madre Astrid no te dejará pasar si no lo tienes. Y vuelve en tu forma de hombre. No quiero convertirme en hoguera para la iglesia.
Floria se encontró con la mirada negra de Ash. Los ojos del cirujano bailaban.
—Esta es Margarita Schmidt. Es excelente con los dedos... en el laúd.
Ash le dio la espalda a la joven puta que se arreglaba la ropa, y a Floria, que se ataba los ojales con la pulcritud de un cirujano. Cruzó el suelo. Las tablas crujieron. Una voz masculina y profunda gritó algo desde arriba; hubo una serie de gritos crecientes, fingidos, en otra habitación de arriba.
—¡Yo nunca puteé con mujeres! —Ash se volvió, rígida, embutida en las placas de metal—. Iba con hombres. Nunca fui con animales, ¡ni mujeres! ¿Cómo puedes hacer eso?
Margarita murmuró sorprendida:
—¡Es una mujer! —A lo que Floria, que ya se ataba el manto y la capucha, dijo:
—Lo es, corazón mío. Si te atrae la vida en los caminos, hay peores campamentos a los que podrías unirte.
Ash quería gritar, pero mantuvo la boca cerrada, la cohibía la toma de decisiones que cruzaba el rostro de la joven.
Margarita se frotó la barbilla.
—No es vida, entre los soldados. Y escúchalo, escúchala, no podría estar contigo, ¿verdad?
—No lo sé, mi cielo. Jamás he mantenido a ninguna mujer hasta ahora.
—Vuelve antes de irte. Te daré entonces mi respuesta. —Con un autocontrol admirable, Margarita Schmidt colocó el laúd y el plato en un taburete de roble en el claroscuro de la vela de junco—. ¿A qué estás esperando? Madre me va a enviar a otro. O te cobrará el doble.
Ash no esperó para ver lo que creyó que podría ser un beso de despedida, salvo que las putas no besan, pensó;
yo nunca
...
Se volvió y bajó con gran estrépito las estrechas escaleras, entre puertas en ocasiones abiertas a hombres con botellas y dados, a veces a hombres fornicando con mujeres, hasta que se detuvo y se giró de golpe en el pasillo y estuvo a punto de empalar al cirujano en el borde afilado del codal de acero.
—¿Qué cojones te crees que estás haciendo? ¡Se supone que tenías que estar sondeando a los otros médicos, recogiendo los chismorreos del oficio!
—¿Qué te hace pensar que no lo he hecho?
La alta mujer comprobó cinturón, bolsa y daga con un gesto automático de una mano mientras la otra seguía agarrada al cuello de la botella de cuero.
—Hice que el médico del primo del Califa cogiera una buena curda, aquí mismo. Me dijo en plan confidencial que el Califa Teodorico tiene un cáncer, le quedan meses de vida, como mucho.
Ash solo podía mirar, las palabras le resbalaban.
—¡Qué cara pones! —Floria se echó a reír y a carcajadas y bebió de la botella.
—¡Mierda, Florian, te estás tirando mujeres!
—Florian está perfectamente a salvo tirándose mujeres. —Se envolvió otra vez el corte de pelo masculino con la capucha, que enmarcaba su rostro de huesos largos—. ¿No sería más inconveniente que quisiera tirarme a hombres?
—¡Creí que solo estabas pagando por una habitación y el tiempo de la chica! ¡Creí que era un truco, para mantener el disfraz!
La expresión de Floria se ablandó. Le dio unos suaves golpecitos a Ash en las cicatrices de la mejilla, luego soltó la botella vacía y se puso los mitones con gesto brusco para defenderse del frío que entraba de la calle.
—Dulce Cristo. Si me permites decirlo como lo haría nuestro excelente Roberto... haz el favor de no ser una perra dura y aburrida.
Ash emitió una especie de ruido, no eran palabras, todo aliento.
—¡Pero tú eres una mujer! ¡Vas con otra mujer!
—No te molesta con Angelotti.
—Pero él es...
—Es un hombre, ¿con otro hombre? —dijo Floria. Le temblaba la boca—. ¡Ash, por el amor de Dios!
Una mujer madura con la cara tensa bajo la cofia salió de las cocinas.
—¿Qué, bravucones, estáis buscando una mujer o haciéndome perder el tiempo? Señor caballero, os ruego que me disculpéis. Todas nuestras chicas son muy limpias. ¿Verdad, doctor?
—Excelentes. —Floria empujó a Ash hacia la puerta—. Volveré a traer a mi señor cuando hayamos terminado con nuestro asunto.
La fría oscuridad cegó a Ash al salir; luego, Thomas Rochester, sus hombres y sus antorchas de brea la marearon así que apenas vio que un muchacho le traía a Floria su bayo castrado. Montó y se acomodó en la silla de Godluc.
Abrió la boca para gritar y entonces se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué decir. Floria, que la miraba, parecía muy poco arrepentida.
—A estas alturas Godfrey ya estará en el ayuntamiento. —Ash cambió de postura y azuzó a Godluc, que emprendió la marcha a paso lento—. La Faris estará allí. Nos vamos.
El castrado de Floria se estremeció y levantó la cabeza con gesto brusco. El descenso blanco, silencioso, de una desorientada lechuza de granero dibujó una curva en pleno vuelo, a menos de un metro del sombrero del cirujano.
—Mira. —Floria señaló hacia arriba.
Ash levantó la cabeza para mirar los altos tejados de pizarra.
No estaba acostumbrada a notar la plenitud de los cielos de verano. Ahora, cada fila de tejas y cada alféizar estaba repleto de crías de pájaros, pichones, grajos, cornejas y zorzales que esponjaban las plumas contra el frío reinante. Mirlos, gorriones, cuervos; todos, envueltos en una paz extraña, compartían sus nidos sin que nadie los molestara con halcones esmerejones, halcones peregrinos y cernícalos. Un murmullo bajo, descontento, se alzaba entre las bandadas. El guano blanco chorreaba por las vigas y el yeso.
Sobre ellos, las nubes que cubrían el cielo de aquel día seguían siendo invisibles, y negras.
A pesar de la ordenanza visigoda que restringía la escolta de cualquier noble a seis miembros o menos, la sala civil de Basilea estaba repleta de hombres. Hedía a velas de sebo y a los restos de un enorme banquete y a doscientos o trescientos hombres sudorosos apretujados en el espacio que quedaba entre las mesas, esperando para presentar sus peticiones ante el virrey visigodo que se encontraba en el estrado.
La general visigoda no parecía hallarse presente.
—Hostia puta —maldijo Ash—. ¿Dónde está esa mujer?
Un aire viciado manchaba las alturas de la bóveda de cañón del techo, con los pendones del Imperio y de los Cantones colgando sobre los tapices de las paredes de piedra. Ash barrió con la mirada los juncos, las velas y los hombres con ropas europeas, jubón y calzas, y sombreros de fieltro sin ala de copa alta. Muchos más hombres llevaban las túnicas y cota de malla del sur: soldados y
'arifs y qa'ids
. Pero ni rastro de la Faris.
Ash se bajó la cimera de la celada, dejando solo a la vista la boca y la nariz, el cabello plateado oculto bajo el yelmo de acero. Con la armadura completa, no era fácil reconocerla de inmediato como mujer, y mucho menos como una mujer que tiene cierto parecido con la general visigoda.
Alrededor de las paredes, en su función de sirvientes, esperaban los gólems visigodos del color de la arcilla, sin ojos y con articulaciones de metal, cuya piel cocida crujía al calor de las grandes chimeneas. Ash se puso de puntillas sobre los pies blindados y vio que había un gólem de pie detrás del virrey visigodo, vestido este con una túnica blanca (era, notó con cierta sorpresa, Daniel de Quesada); el gólem sujetaba una cabeza parlante que en ese momento de Quesada consultaba para supervisar el cambio de moneda.
Floria cogió vino de uno de los meseros que pasaban a toda prisa, sin que al parecer le importara que procediera de algún lugar muy oculto.
—¿Cómo demonios se distingue a todos estos? Oso, cisne, toro, marta, unicornio... ¡Es un bestiario!
Un rápido escrutinio de la heráldica de las libreas le mostró a Ash que allí había hombres procedentes de Berna, Zurich, Neufchatel y Solothurn, y de Friburgo y Aargau... la mayor parte de los señores de la confederación suiza, o como se llamase a los señores en la Liga de Constanza, todos con la misma expresión cerrada en sus rostros. Se hablaba en suizo, italiano y alemán pero la charla principal (la charla a gritos de la mesa principal) era en cartaginés. O en el latín del norte de África cuando los
amirs
visigodos y los
qa'ids
recordaban sus modales, cosa que nadie les obligaba a hacer.
¿Y ahora dónde la busco?
Thomas Rochester volvió al lado de Ash tras atravesar toda la multitud civil. Los abogados y los funcionarios de Basilea se retiraban de forma automática, como suele pasar con un hombre con armadura de acero, pero aparte de eso hacían caso omiso del hombre de armas mercenario. Bajó la voz para hablar con Ash.
—Ha salido al campamento, a buscaros.
—¿Qué?
—El capitán Anselm mandó un jinete. La Faris ya viene hacia aquí.
A Ash le costó mantener la mano apartada del mango de la espada; gestos como aquel tenían tendencia a ser malinterpretados en una sala atestada de gente.
—¿El mensaje de Anselm decía qué la había llevado allí?
—Hablar con uno de sus
junas
mercenarios. —Sonrió Thomas—. Somos lo bastante importantes para que ella venga a nosotros.
—¡Y yo soy las tetas de santa Ágata! —De repente estaba mareada, Ash contempló la multitud que rodeaba a Daniel de Quesada, que no se reducía solo porque la miraran. En el rostro de Quesada ya apenas se notaban las cicatrices. Sus ojos se movían a gran velocidad por toda la sala y cuando uno de los perros blancos de cola enhiesta que husmeaba entre los juncos dio un aullido, el cuerpo del visigodo se sobresaltó de forma incontrolable.
—Me pregunto quién lo está manejando —pensó Ash en voz alta—. ¿Y esa mujer solo salió para echarme un vistazo, cuando estábamos en Guizburg? Quizá. Ahora se ha ido al campamento. Eso es molestarse mucho solo para ver a una bastarda que alguien de tu familia engendró con la puta de unos mercenarios hace veinte años.
Antonio Angelotti apareció a su lado, alto, sudando y tambaleándose.
—Jefe. Me vuelvo al campamento. Es cierto. Sus ejércitos derrotaron a los suizos hace diez días.
Saber que ha debido de pasar y oírlo eran dos cosas muy diferentes. Ash dijo:
—Dulce Cristo. ¿Has encontrado a alguien que haya estado allí, que lo viera?
—Aún no. Su táctica fue superior. A la de los suizos.
—Ah, por eso todo el mundo está lamiéndole el culo al Rey-Califa. Por eso todo el mundo celebra banquetes. Hijo de puta. Me pregunto si Quesada hablaba en serio cuando dijo que tenían la intención de llevar la guerra hasta Borgoña. —La mercenaria sacudió el hombro de Angelotti con brusquedad—. De acuerdo, vuelve al campamento; estás como una cuba.
El maestro artillero, al irse, la hizo mirar hacia las grandes puertas. Godfrey Maximillian entró con paso tranquilo, miró a su alrededor y se dirigió a las libreas del león Azur. El sacerdote se inclinó ante Ash y miró a Floria del Guiz antes de abrir la boca para hablar.
—Esa es la mirada que odio —dijo la mujer disfrazada sin esforzarse mucho por bajar la voz—. Cada vez que quieres dirigirte a mí. No muerdo, Godfrey. ¡Cuánto tiempo hace que me conoces! ¡Por el amor de Cristo!
Se ruborizó, tenía los ojos brillantes. El corte de pelo con forma de cuenco estaba erizado a causa de la llovizna. Un sirviente y un mesero la miraron al pasar a toda prisa, con los delantales blancos manchados. ¿Qué veían, cuando la veían?, se preguntó Ash. Un hombre, desde luego. Sin espada, por tanto un civil. Con una profesión, por la media túnica de lana bien cortada y forrada de piel, el jubón suntuoso, las botas y el gorro de terciopelo. Una insignia de librea sujeta al ala doblada del sombrero de terciopelo: por tanto un hombre que le pertenece a un señor. Y... dada la prominencia del león, le pertenecía a Ash.