Ash, La historia secreta (33 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Cuando el nivel de ruido descendió hasta un punto en el que podía hacerse oír, volvió a colocarse la celada y exclamó:

—¡Adelante!

Cabalgó con cincuenta hombres, pasó al lado de hogueras que ardían ahora las veinticuatro horas del día y salió por las verjas de Guizburg. Pasaron al lado de algunos de sus hombres que volvían de expediciones a un bosque incólume arrastrando cargas de pino para hacer antorchas. Lo que pensó que eran agujas de pino plateado eran, como vio al acercarse más, agujas de pino cubiertas de escarcha. Escarcha. En julio.

La rueda del molino estaba silenciosa por donde cruzaron el vado entre salpicaduras; y en la oscuridad vio vacas perdidas que no sabían cuándo volver a casa para el ordeño. Una extraña medio canción se escuchaba en el monte bajo, los pájaros no sabían si dormir o si reclamar su territorio. Una sensación opresiva le recorría la espalda bajo el forro sonrosado de seda del jubón de la armadura y la hacía sudar; todo esto antes de ver mil antorchas que bajaban por el valle poco profundo y el águila plateada de los estandartes visigodos y antes de que oyera los tambores.

Joscelyn van Mander exigió que lo tranquilizaran, con los ojos clavados en los lanceros y en los arqueros que había colina abajo.

—Nunca he luchado contra los visigodos, ¿cómo es?

Ash volvió a apoyar la lanza erguida contra el hombro blindado. El pendón de cola de zorro colgaba en el aire inmóvil. Godluc retozó un poco, la cola atada con una guirnalda de hojas de roble y campanillas.

—¿Angelotti?

Antonio Angelotti cabalgaba a su lado, con la armadura puesta y una medalla de Santa Bárbara atada alrededor del puño del guantelete.

—Cuando estuve con el lord-amir Childerico, sofocamos una rebelión local. Yo tenía la capitanía de los
hackbutters
[53]
. Los visigodos son comandos rápidos.
Karr wa farr
: atacan varias veces y se van. Golpean y huyen, te cortan las líneas de abastecimiento, te niegan los vados, asedios indiferentes durante un año o tres y luego toman la ciudad por asalto. Que yo sepa, jamás han buscado al ejército enemigo para una batalla campal. Han cambiado de táctica.

—Eso es evidente. —Van Mander emitía un fuerte olor a cerveza sin diluir.

Ash echó la vista atrás, y para ello se volvió sobre la alta y erguida silla de guerra. Aparte de los habituales oficiales de mando, había traído a Euen Huw y su lanza; Jan-Jacob Clovet y treinta arqueros; diez hombres escogidos de la banda de van Mander y su senescal, Henri Brant (con el torso envuelto en vendas) para supervisar en nombre de los no-combatientes. La mayoría de sus jinetes llevaban antorchas.

Angelotti dijo:

—Deberías haber dejado que mis bombardeos abrieran la torre de Guizburg. Sería mucho más difícil sacarnos de ahí,
madonna
.

—Intenta no pensar en ello como en un montón de escombros, sino como en nuestro montón de escombros. ¡Me gustaría mantenerla de una pieza!

Confiaba en el número y disposición de al menos esta parte de las fuerzas visigodas, dado que los exploradores de la compañía eran fiables; Ash siguió bajando la colina entre campos pulcramente divididos y rediles cercados con zarzo. El estandarte de la compañía y su pendón personal cabalgaban entre la masa de hombres, oscuros contra el cielo oscuro, antinatural, entre las antorchas que llameaban y se sacudían.

Llegaron a la cima de una ligera elevación. Ash mantuvo a Godluc en movimiento cuando este hubiera respondido al cambio de peso de su jinete al ver esta lo que esperaba a poca distancia. Una cosa es disponer de información fiable que dice que hay una división de un ejército, ocho o nueve mil hombres más el tren de equipaje, acampados justo al lado del camino de Innsbruck. Otra muy diferente ver cien mil antorchas, hogueras brillantes, oír los resoplidos y los pateos de las líneas de caballos y los gritos de los guardias; vislumbrar, en aquel día sin luz, la inmensa rueda de tiendas, cubiertas de cuerdas tirantes como telarañas, atestadas de hombres armados y rodeadas de carretas; y eso era ese ejército, en carne y hueso.

Ash tiró de las riendas en el punto de encuentro señalado, un importante cruce de caminos, y se levantó la cimera de la celada con el pulgar. Todo su grupo cabalgaba con la armadura completa por órdenes suyas; los caballos con la barda completa y las gualdrapas; pañuelos retorcidos de seda de colores envolvían los yelmos; los portapenachos en las celadas y en los almetes alternaban con plumas blancas de avestruz. Los ballesteros montados habían sacado las armas de los estuches y tenían los virotes a mano.

—Allí —dijo la mercenaria mientras se esforzaba para ver en la oscuridad.

Un jinete con el pendón de una lanza blanca salió a caballo del campamento visigodo. Al poco rato la mercenaria consiguió distinguir una armadura europea, las curvas redondeadas de la cota de malla milanesa y una mata de cabello negro y rizado que le sobresalía del cuello del almete.

—¡Es Agnes!

Robert Anselm gruñó:

—Será pelota, el muy bruto. Tenían que contratar al Cordero.

—¡En medio de una puta batalla! Debe de haber firmado un contrato mientras todavía estaban en plena escaramuza. —Hasta donde se lo permitía la armadura, Ash sacudió la cabeza con tristeza—. ¿No te encantan los mercenarios italianos?

Se encontraron en medio del hedor de las humeantes antorchas de pino. El Cordero se desabrochó con cuidado el visor del almete y mostró su rostro bronceado.

—Planeando una escapada rápida, ¿verdad?

—A menos que el ejército visigodo de ahí abajo en pleno venga tras nosotros, conseguiríamos atravesar las puertas de la ciudad. —Ash metió la lanza en el ristre de la silla para darle a sus manos más libertad. Hablaba sobre todo por sus oficiales—. Y a menos que tu patrona quiera en realidad quedarse sentada delante de un diminuto castillo bávaro durante las próximas doce semanas, no creo que le interese demasiado intentar sacarnos a rastras de Guizburg.

»Dile a tu general que, como es comprensible, no nos entusiasma mucho la idea de entrar en su campamento pero que si quiere subir hasta aquí, negociaremos.

—Eso es lo que quería oír. —Cordero hizo girar su castrado roano, flaco y huesudo, levantó la lanza y bajó el pendón blanco al suelo. Otro grupo de jinetes salió del fuerte de carretas, unos cuarenta quizá. Demasiado lejos para distinguir los detalles en medio de aquella oscuridad, podían ser cualquier grupo de hombres armados.

—¿Y qué extra te pagaron para que subieras hasta aquí tú solo?

—Lo suficiente. Pero me han dicho que tratas bien a tus rehenes. —Curvó los labios con gesto insinuante; las convicciones religiosas de Agnus Dei no llegaban (según los rumores) al celibato. Ash le devolvió la sonrisa y pensó en Daniel de Quesada y Sancho Lebrija, a los que ahora entretenían de forma obligatoria en Guizburg hasta que ella volviera ilesa.

—Nada se resiste ahora en las ciudades-estado salvo Milán — añadió el Cordero al tiempo que hacía caso omiso de la repentina obscenidad de Antonio Angelotti—, y de los cantones suizos, solo Berna.

—¿Han jodido a los suizos? —Ash se quedó tan asombrada que por un momento no supo qué decir—. Sus líneas de abastecimiento están despejadas hasta el Mediterráneo; ¿pueden mantener ejércitos como este en el campo y seguir presionando hacia el norte? ¿Y mantener el territorio que dejan atrás?

Era una forma muy poco elegante de intentar sonsacar información, o más bien, de reafirmar una información que según sus fuentes era verdad. La atención de Ash se fijó en los jinetes que se aproximaban.

El Cordero resultó tener los labios sellados.

—Veinte años de preparación ayudan, creo,
madonna
Ash.

—Veinte años. Me cuesta imaginarlo. Eso es todo lo que yo he vivido. —La mención de su juventud tenía un propósito completamente malicioso, dado que el Cordero tenía treinta y pocos. Tan joven, tan famosa; mejor que no se confiara demasiado también, concluyó la mercenaria y esperó a que los jinetes subieran la colina. Una ráfaga de viento barrió la hierba oscura e hizo susurrar los lejanos pinares. Tenía una impresión, casi física, como la sensación que se tiene al conseguir montar un caballo brioso que apenas se puede controlar.

—Dulce Cristo —murmuró alegremente, casi para sí misma—. Es el Armagedón. Todo está cambiando. Están volviendo a la Cristiandad del revés. ¿Quién querría ahora ser campesino?

—O mercader. O señor. —El Cordero tiró de las riendas—. Este es el único oficio posible,
cara
.

—¿Eso crees? Luchar es lo único que sé hacer. —Un momento extraño: aquel hombre despeinado y ella se comprendían muy bien. Ash dijo—: Quédate en primera línea hasta que tengas treinta años y mueras, para que yo mande. Quédate al mando hasta que seas viejo, cuarenta años o así, y mueras. De ahí... —Con un gesto de la mano blindada apuntó a Guizburg—. El juego de los príncipes.

—¿Mmm? —El Cordero ladeó tanto el cuerpo como la cabeza en el arnés para poder mirarla directamente—. Oh, sí,
cara
. He oído rumores, que la mitad de tu problema era que querías una hacienda y un título. En cuanto a mí... —Suspiró con cierto grado de contento—. Tengo el dinero que gané en las últimas dos campañas invertido en el negocio inglés de la lana.

—¿Invertido? —Ash se lo quedó mirando con fijeza.

—Y ahora poseo un taller de teñido en Brujas. Muy cómodo.

Ash se dio cuenta de que se le había quedado la boca abierta. La cerró.

—¿Así que, quién necesita tierras? —Concluyó Agnus Dei.

—Bueno... Sí. —Ash volvió a dirigir su atención a los visigodos—. Has estado con ellos, qué, ¿dos semanas o más? Cordero, ¿qué pasa aquí?

El mercenario italiano acarició el cordero que llevaba en la sobrevesta.

—Pregúntate si tienes elección,
madonna
, y si no es así, ¿qué importancia tiene mi respuesta?

—Es buena. —Ash contempló la procesión iluminada por antorchas que se acercaba. Lo bastante para ver a los adelantados, cuatro hombres con túnicas y velos que montaban unas mulas, con lo que parecían barriles octogonales abiertos colocados en las sillas delante de ellos. Había algo extraño en el tamaño de los cuerpos y las cabezas de aquellos hombres. Los identificó como enanos un momento después de darse cuenta de que estaban golpeando con palos los laterales de cuero rojos y dorados de los barriles que eran, en realidad, tambores de guerra. La creciente vibración hizo que Godluc echara hacia atrás las orejas.

Ash dijo, muy deprisa.

—Nos dio una paliza en Génova. ¿Te crees todo eso de una cabeza parlante que le dice lo que tiene que hacer? ¿Has visto esa máquina?

—No. Sus hombres dicen que la cabeza parlante, que ellos llaman «Gólem de Piedra», no está aquí con ella. Está en Cartago.

—Pero con el tiempo que te pasarías esperando una respuesta, mensajes, jinetes en caballos de posta, palomas... no puede estar usándola en el campo de batalla. No cuando combate en tiempo real.

—Pero sus hombres dicen que sí. Dicen que la oye al mismo tiempo que habla en la Ciudadela, en Cartago. —El mercenario hizo una pausa—. No lo sé,
madonna
. Dicen que es una mujer, así que solo puede ser así de buena si hay voces.

El astuto comentario del Cordero le dolió. Ash hizo caso omiso de él por un momento, absorta en la idea de lo que podría significar estar en constante comunicación, en tiempo real, con la ciudad natal de uno, con los comandantes, a miles de kilómetros de distancia.

—Un Gólem de Piedra... —dijo la mercenaria con lentitud—. Cordero, escuchar a los santos de Nuestro Señor es una cosa; escuchar una máquina...

—Probablemente solo sean rumores. —Soltó el Cordero—. La mitad de lo que dicen que tienen en el norte de África, no lo tienen, solo manuscritos y los recuerdos de algún bisabuelo. Esta mujer es nueva, y comandante de ejércitos. Por supuesto que habrá historias ridículas. Siempre las hay.

Hubo algo en aquel precipitado discurso que la obligó a levantar la vista: no cabía duda de que el Cordero estaba nervioso. Sorprendió la mirada de Robert Anselm, Geraint ab Morgan, Angelotti... todos sus oficiales estaban listos para esto, para lo que podría ser una negociación y lo que podría ser una emboscada, y que en cualquier caso hay que aguantar el tiempo suficiente para averiguarlo. Bajó la vista al palafrén de Godfrey Maximillian. El sacerdote tenía la vista clavada en las antorchas que se aproximaban.

—Reza por nosotros —le ordenó.

El barbudo agarró la cruz y empezó a mover los labios.

Aparecieron más antorchas, más bajas, las llevaban hombres a pie. Ash oyó un juramento supersticioso de boca de Robert Anselm. Los portadores de las antorchas eran figuras de hombre hechas de arcilla y latón, gólems que portaban chorreantes antorchas de brea cuya luz bañaba su piel roja y ocre carente de rasgos.

—Muy bonito —admitió la mercenaria—. Si fuera ella y tuviera algo así de desconcertante, también lo usaría.

Se acercaban los caballos visigodos, entre dos filas de gólems. Caballos pequeños que pisaban alto, con sangre del desierto en las venas y arreos dorados que les cruzaban el cuello y el lomo, cada bocado, cada anilla, cada estribo, resplandecía bajo la luz de las antorchas. Traían consigo un aroma a estiércol de caballo especiado, muy diferente del estiércol que producían los caballos de guerra europeos, de cuello más grueso. Godluc se removió. Ash agarró bien la rienda.
Algunos son yeguas
, pensó;
y nunca he terminado de convencerme de que Godluc se da cuenta de que lo han capado
. Las sombras móviles molestaban al palafrén de Godfrey; la mercenaria le indicó a un arquero que se bajase y sujetase la brida, para que Godfrey pudiera continuar con su plegaria sin interrupciones.

Detrás de los jinetes visigodos venía el portador del estandarte, con una bandera negra y un águila sobre un asta. Llevaba el caballo con armadura y Ash sonrió para sí misma al verlo, tras haber llevado el estandarte en cierto número de batallas y haber llegado a entender lo que las voces que oía querían decir al hablar de imán para el fuego. Un poeta con armadura cabalgaba a su lado y le cantaba algo demasiado coloquial para que ella lo entendiese, pero recordó la costumbre que había visto en Túnez: vates que cantaban para subir la moral.

—Menudo jaleo. Me pregunto si están intentando impresionarnos. —Ash permanecía sobre la alta silla de montar, con las piernas casi rectas en los estribos y el centro de gravedad en las caderas o justo debajo: la sensación era diferente a cuando caminabas con la armadura. Cambió de postura de forma imperceptible y mantuvo quieto a Godluc. Los caballos visigodos emitieron un sonido desapacible cuando se detuvieron. Lanzas y escudos, espadas y ballestas ligeras... La mercenaria estudió a los hombres que llevaban camisotes por encima de la armadura forrada, con sobrevestas blancas y yelmos abiertos. Se inclinaban en las sillas hacia los demás, hablaban de forma abierta y algunos señalaban a los caballeros mercenarios europeos.

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