Ash, La historia secreta (35 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

—¡Mierda!

Rickard se sobresaltó. Aventuró:

—El maestro Angelotti quiere hablar con vos.

La mano de Ash se dirigió de forma automática al cuello de Dama cuando esta le dio un golpecito con el hocico. La caricia la calmó.

—¿Dónde está?

—Fuera.

—Bien. Sí, le veré ahora. Diles a todos los demás que no estaré disponible durante la próxima hora.

Cinco días sin ser consciente de que había viajado entre paredes inclinadas de rocas desnudas, con parches de nieve blanca a la luz de la luna. Sin ser consciente del camino. Monte bajo helado, hierbas alpinas, brezo y el tintineo de las piedras que caen poco a poco por los acantilados que dejan a ambos lados. La luz de la luna sobre los lagos, muy por debajo de los caminos sinuosos y la ladera de la montaña cubierta de cantos rodados. Ahora, si luciera la luz del sol, estaría mirando a lo lejos y vería prados verdes sin cercas y pequeños castillos sobre las cimas de las colinas.

La luz de la luna no le mostraba nada del campo circundante cuando dejó las filas de caballos. Desde el campamento no se veía nada a lo lejos.

—Jefe. —Antonio Angelotti se volvió, estaba hablando con los guardias. Vestía un voluminoso manto rojo de lana, que no debería necesitar en julio, encima de la brigantina y la armadura de las piernas. Lo que crujía bajo sus botas mientras se acercaba a ella no eran los juncos secos sino la escarcha.

Los círculos interno y externo que formaban las carretas de la compañía estaban erizados de armas, con tras pavesas grandes como puertas de iglesia. Las hogueras ardían dentro del campamento central, donde dormían los hombres en sus petates y ardían también al otro lado del perímetro, por orden suya, para que se viera el campo que había más allá y para evitar que cualquier arquero o arcabucero que pasara pudiera distinguir sus siluetas contra las llamas. La mercenaria sabía dónde estaba el campamento visigodo, a kilómetro y medio de allí, gracias a las llamas de las hogueras y a los hombres que cantaban a lo lejos, borrachos de alcohol o de ardor bélico, eso no quedaba claro.

—Vamos. —Caminó con Antonio Angelotti hasta llegar al bulto del cañón y los artilleros acampados alrededor de sus fuegos sin hablar más que de asuntos logísticos. Cuando aquel hombre asombrosamente guapo se hizo a un lado para que ella pudiera entrar en su pequeña tienda, la mercenaria supo que el silencio que había mantenido hasta entonces estaba a punto de terminar.

—Rickard, vete a ver si puedes encontrar al padre Godfrey y a Fl... Florian. Mándamelos aquí. —Agachó la cabeza para traspasar la solapa del pequeño pabellón y entró. Sus ojos se acostumbraron a las sombras. Se sentó en un cofre de madera, atado con correas y hierro, que contenía la pólvora suficiente para mandarla a ella y a los artilleros que había fuera al Abismo—. ¿Qué tienes que decir en privado?

Angelotti se puso cómodo apoyándose contra el borde de la mesa de caballete, sin prenderse el borde superior de los quijotes que le armaban los muslos. Una gavilla de papel, cubierta de cálculos, calló al suelo cubierto de juncos.
Aquel joven
, pensó Ash,
era incapaz de tener un aspecto que no fuera elegante en cualquier situación; pero no era incapaz de parecer turbado
.

—Así que soy una bastarda del norte de África en lugar de una bastarda de Flandes, Inglaterra o Borgoña —dijo ella, con dulzura—. ¿Tanto te importa?

Él se encogió de hombros con ligereza.

—Eso depende de la familia noble de la que procede nuestra Faris y de si ellos te encontrarán a ti embarazosa. No. En cualquier caso, eres una bastarda de la que una familia tendría que sentirse orgullosa. ¿Qué pasa?

—¡Org....! —Ash resolló. Le ardía el pecho. Se deslizó por el costado del cofre y se quedó sentada, con las piernas separadas, en los juncos, con tal ataque de risa que casi no podía respirar. Las placas de la brigantina crujían con el movimiento de las costillas—. ¡Oh, Ángel! Nada. «Orgullosa». ¡Menudo piropo! Tú... no, nada.

Se pasó el dorso de los guantes bajo los ojos. Un empujón de las poderosas piernas la volvió a subir al cofre de madera.

—Maese artillero, sabéis mucho sobre los visigodos.

—El norte de África es donde aprendí las matemáticas que sé.

Quedó claro que Angelotti estaba estudiando el rostro de la mercenaria. No daba la sensación de saber que eso era lo que estaba haciendo.

—¿Cuánto tiempo pasaste allí?

Con los párpados ovalados sobre los ojos, Angelotti tenía el rostro de un icono bizantino, bajo la luz de las velas y las sombras, con la juventud que lo cubría como la película blanca de la superficie de una ciruela.

—Tenía doce años cuando me llevaron. —Los párpados de largas pestañas se elevaron y Angelotti la miró a la cara—. Los turcos me sacaron de una galera cerca de Nápoles y los visigodos tomaron su barco de guerra. Pasé tres años en Cartago.

Ash no tenía la sangre fría necesaria para preguntarle más por aquella época de lo que él parecía dispuesto a ofrecer de forma voluntaria. Era más de lo que le había dicho en cuatro años. Se preguntó si hubiera preferido, en aquel tiempo, no haber sido tan guapo.

—Lo aprendí en la cama —dijo Angelotti con suavidad, con un giro humorístico en la boca que dejaba claro que para él era transparente el curso de los pensamientos de la mercenaria—. Con uno de sus
amirs
[56]
, sus magos-científicos. Lord-Amir Childerico. Que me enseñó trayectorias balísticas, náutica y astrología.

Ash, acostumbrada a ver a Angelotti siempre limpio (aunque un poco chamuscado) y pulcro, en sí mismo un milagro en medio del barro y del polvo del campamento y, sobre todo, reservado, pensó,
¿tanto cree que necesita llegarme para contarme esto?

Se apresuró a hablar.

—Roberto podría tener razón, esto podría ser su crepúsculo... que se extiende. Godfrey lo llamaría un contagio infernal.

—No lo haría. Respeta a sus
amirs
, como yo.

—¿Qué es lo que quieres decirme?

Angelotti deshizo los nudos del cordón de su manto. La tela roja de lana se deslizó por su espalda, hasta la mesa, y quedó allí arremolinada.

—Mis artilleros se están amotinando. No ha sentado muy bien que cancelaras el asedio de Guizburg. Dicen que fue porque del Guiz es tu marido. Que ya no tienes la sonrisa de la Fortuna.

—¡Oh, Fortuna! —Ash esbozó una amplia sonrisa—. Veleidosa como una mujer, ¿no es eso lo que están diciendo? De acuerdo, hablaré con ellos. Págales más. Sé por qué están furiosos. Tenían galerías excavadas casi hasta la puerta del castillo. ¡Sé que estaban deseando volarlo en mil pedazos...!

—Así que se sienten engañados. —Angelotti parecía muy aliviado—. Si hablas tú con ellos... bien.

—¿Es todo?

—¿Son tus voces como las de ella?

El golpecito más ligero puede hacer añicos la cerámica, si se da en el lugar correcto. Ash sintió las grietas que salían disparadas de su pregunta. Se puso en pie de un salto en el atestado pabellón.

—¿Te refieres a si mi santo no es nada? ¿El león no es nada? ¿Me habla un demonio? ¿Acaso oigo la voz de una máquina, como dicen que le pasa a ella? No lo sé. —Ash jadeaba y se dio cuenta de que los dedos de la mano izquierda se habían tensado alrededor de la vaina de la espada. Tenía los nudillos blancos—. ¿Puede hacer lo que dicen que hace? ¿Puede oír algo, un mecanismo, que está al otro lado del mar central? Tú has estado allí, ¡dímelo tú!

—Podría ser solo un rumor. Una mentira descarada.

—¡No lo sé! —Ash despegó los dedos poco a poco. Amotinados o no, oía a los artilleros celebrando fuera el día de uno de sus oscuros santos patrones
[57]
; alguien cantaba algo en voz muy alta y bronca sobre un toro al que llevan a una vaca. La mercenaria se dio cuenta de que llamaban al toro, Fernando. Alzó una de sus cejas oscuras. Quizá no les faltaba tanto para el motín, después de todo.

—Los hombres de la Faris han estado construyendo puestos de observación de ladrillo por todos los caminos, a lo largo de la marcha. —Angelotti alzaba la voz por encima del embarazoso coro.

—Están clavando este país. —Ash tuvo un momento de auténtico pánico al pensar,
¿pero dónde estamos?
El miedo se desvaneció cuando los recuerdos de los últimos días brotaron obedientes en su mente—. Supongo que por eso quieren coronar a ese «virrey» visigodo suyo en Aquisgrán
[58]
.

—Hace mal tiempo. Dijiste que tendrían que conformarse con algo más cerca y tenías razón,
madonna
.

En el silencio de aquel momento, Ash oyó ladrar a los perros y los saludos amistosos de los guardias; y entró Godfrey Maximillian quitándose los mitones de piel de cordero, con Floria detrás. El cirujano hizo una señal y el chico, Bernard, con un brasero, despejó un espacio en la tienda para ponerlo y apilar encima más carbones calientes. A un gesto de Angelotti, el chico sirvió con torpeza cerveza floja, mantequilla y pan de dos días antes de irse.

—Odio los malos sermones. —Godfrey se sentó en otro cofre de madera—. Acabo de darles Éxodo capítulo diez, versículo veintidós, en el que Moisés hace caer del cielo una espesa oscuridad sobre Egipto. Cualquiera que sepa algo tendrá que preguntarse por qué eso duró solo tres días y esto lleva tres semanas así.

El sacerdote bebió y se limpió la barba. Ash comprobó con cuidado la distancia entre los varios cofres y frascos de pólvora y los carbones ardientes del brasero.
Supongo que está bien
, pensó, no tenía mucha fe en el buen sentido de Angelotti en lo que a la pólvora se refería.

Floria se calentó las manos en el brasero.

—Robert ya viene de camino.

Esto es una reunión convocada sin mi consentimiento
, comprendió Ash.
Y apuesto a que llevan esperando cinco días para hacerlo. Le dio un pensativo mordisco al pan y lo masticó
.

La voz de Anselm ladró algo fuera. Se agachó a toda prisa para atravesar la solapa de la tienda.

—No puedo quedarme, tengo que ir a solucionar la guardia de la puerta para esta noche..., para hoy. —Se levantó el gorro de terciopelo al ver a Ash. La luz de las velas brillaba sobre su cráneo afeitado y en la insignia de la librea del león de peltre que llevaba pegada al gorro—. Así que has vuelto.

Lo extraño, quizá, es que nadie cuestionó la elección de palabras. Todos se volvieron para mirarla, los rasgos dignos del fresco de un altar de Angelotti, la barba salpicada de migas de Godfrey, Floria con la expresión cerrada.

—¿Dónde está Agnes? —exigió saber Ash de repente—. ¿Dónde está el Cordero?

—A un kilómetro al noreste de nosotros, acampado, con cincuenta lanzas. —Robert Anselm se quitó la vaina de la espada de encima y se quedó con Floria ante el brasero de hierro.
Se movería de una forma totalmente diferente
, pensó Ash de repente,
si se diera cuenta de que Floria no era un hombre
.

—El Cordero lo sabía —gruñó Ash—. ¡El muy cabrón! Debió de saberlo, en cuanto la vio... su general. ¡Y me dejó meterme en eso sin una sola advertencia!

—También dejó a su general meterse en eso —señaló Godfrey.

—¿Y todavía no lo ha cambiado?

—Según me han dicho, afirma que no se había dado cuenta de lo grande que era el parecido. Al parecer, la Faris le cree.

—Joder —Ash se sentó al borde de la mesa de caballete, al lado de Angelotti—. Enviaré a Rickard para retarlo a un duelo personal.

—No hay mucha gente que sepa lo que hizo, si es que lo hizo y no fue un simple pecado de omisión. —Godfrey se chupó un poco de mantequilla de las yemas blancas de los dedos, con los ojos oscuros clavados en ella—. Públicamente, no hay necesidad.

—Quizá me pelee con él de todos modos —gruñó Ash. Se cruzó de brazos sobre la brigantina y se quedó mirando los remaches dorados y el terciopelo azul—. Mirad. Ella no es una aparición mía y yo no soy su diablo personal. No soy más que un accidente de la familia de un
amir
, eso es todo. Dios sabe que la Grifo en Oro cruzaba el Mediterráneo con harta frecuencia hace veinte años. Seré una prima segunda bastarda o algo así.

Levantó la cabeza y sorprendió a Anselm y Angelotti intercambiando una mirada que fue incapaz de interpretar. Floria escarbaba entre los carbones al rojo vivo y Godfrey bebía de un tazón de cuero.

—Hay algo que pensé que queríamos decir. —Godfrey se limpió la boca y miró con timidez por la tienda, los pliegues ocultos en sombras y los rostros perfilados por la luz de las velas—. Sobre nuestra total confianza en nuestro capitán.

Robert Anselm murmuró.

—No me jodas, escribano, ¡acaba ya!

Se produjo un silencio tenso de impaciencia.

Y en ese silencio resonaron los dos últimos versos de la balada de los artilleros, en los que al fracasado toro Fernando le hacía un servicio la buena de la vaca.

Ash se encontró con la mirada de Anselm y, atrapada entre la ira más absoluta y la risa, se vio precipitada a un ataque de risitas incontenibles provocada por lo que debía de ser una expresión exacta a la suya en el rostro de Robert.

—Yo no he oído nada —decidió con alegría.

Angelotti, que estaba garabateando algo con una pluma, levantó la vista y se apoyó en la mesa de caballete.

—No importa,
madonna
, ¡te lo he escrito por si se te olvida!

Godfrey Maximillian roció de migas de pan la tienda entera, y lo que fuera a decir se perdió o se sustituyó.

—Voy a hacerme con una nueva compañía —anunció Ash, inexpresiva, y quedó desconcertada cuando Floria, que se había quedado en silencio, dijo en tono neutro:

—Sí, si no confías en nosotros.

Ash vio la ausencia de cinco días escrita en la expresión de Floria. Asintió poco a poco.

—Confío. Confío en todos vosotros.

—Ojalá pensara que eso es cierto.

Ash señaló con el dedo a Floria.

—Y tú te vienes conmigo. Godfrey, tú también. Y Angelotti.

—¿Adonde? —quiso saber Florian.

Ash repiqueteó con los dedos en la vaina de la espada con un son arrítmico que no encajaba demasiado con sus cálculos.

—La general visigoda no puede coronar a su virrey en Aquisgrán; está demasiado lejos. Estamos girando al oeste. Eso significa que se dirige a la ciudad más cercana, que es Basilea...

Emocionado, Godfrey dijo:

—¡Lo que sería un primer movimiento muy útil! Deja la Liga y el sur de las Alemanias bajo su gobierno. Aquisgrán puede venir más tarde. Perdona. Continúa, niña.

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