Ash, La historia secreta (48 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

—Fl... Florian dice que ya estás lo bastante bien para hablar de negocios.

—¡Ahora también te pasa a ti! Eso dice, ¿eh? Coño, que amable por su parte.

Un gorrión bajó disparado y hundió el pico en las migas de pan que sostenía en la mano la mercenaria. Ash soltó un gorjeo al ver que el pajarito esponjaba las plumas marrones y la miraba con un ojo negro sin pupila. Luego dijo:

—Supongo que se considera,
de facto
, que hemos roto nuestro contrato con los visigodos. No cabe duda de que la Faris rompió el acuerdo que tenía conmigo. Creo que ya hemos elegido de qué lado no vamos a estar en esta guerra.

Godfrey dijo:

—Ojalá fuera así de simple.

Un pico afilado le picoteó la palma de la mano.

Ash levantó la cabeza y miró a Godfrey Maximillian.

—Sé que con solo apartarnos del camino no será suficiente. Los visigodos se dirigen al norte de todos modos.

—Ya han llegado hasta Auxonne. —Godfrey se encogió de hombros—. Tengo mis fuentes. Atravesamos Auxonne cuando veníamos de Basilea. No está a más de cincuenta y cinco o sesenta kilómetros de aquí.

—¡Sesenta kilómetros! —La mano de Ash dio una sacudida. El gorrión echó a volar de repente y cruzó el patio atestado de mujeres. El sonido de las voces de las monjas y el ruido del agua desbordándose de las tinas subió hasta la ventana.

—Eso es... llegar al punto en el que voy a tener que hacer algo. La pregunta es, ¿qué? la compañía primero. Necesito a los chavales otra vez en marcha...

Un reflejo de luz en los tejados de pizarra, brillante como el ala de un martín pescador, le llamó la atención. Más allá del muro del convento, detrás de las zonas de campos y sotos, las murallas blancas y los tejados de pizarra azul de una ciudad relucían limpios, brillantes y claros bajo la luz del mediodía. Bajo el sol.

—Godfrey. Tengo que preguntarte algo. Como mi escribano
[79]
. Llámalo confesión. ¿Puedo guiarlos al combate... si no puedo confiar en mi voz?

Una mirada al ceño que arrugaba el rostro masculino fue suficiente.

—Oh, sí —asintió Ash—. La Faris sí que tiene una máquina de guerra, una
machina rei militaris
. La vi hablar con ella. Esté donde esté (en Cartago o más cerca), no estaba en el mismo sitio que la mujer cuando habló con ella. Pero la oyó. Y yo... también la oí. Es mi voz, Godfrey. Es el león.

Mantuvo la voz firme pero le escocían las lágrimas en los párpados de los ojos.

—¡Oh, niña! —El hombre le colocó las manos en los hombros—. ¡Oh, mi querida niña!

—No. Eso puedo soportarlo. Fue un milagro real, una Bestia real, pero... los niños se imaginan cosas. Quizá yo ni siquiera estaba presente y solo oí a los hombres. Quizá me inventé que había visto al león en persona cuando empecé a oír voces. —Ash movió los hombros y se liberó de las manos del sacerdote—. Los visigodos, la Faris... ahora sospechará. Antes no tenían razones para pensar que otra persona pudiera utilizar la máquina. Ahora... quizá podrían evitar que yo la usara. Quizá podrían hacer que me mintiera. Decirme que haga otra cosa en el campo de batalla, conseguir que nos maten a todos...

El rostro de Godfrey mostraba la conmoción que sentía.

—¡Por Cristo y el Santo Madero!

—He estado pensando en eso, esta mañana. —Ash esbozó una sonrisa torcida, no le quedaba nada más que hacer que tirar hacia delante—. ¿Comprendes el problema?

—¡Me doy cuenta de que sería más inteligente no contarle nada a nadie! Esto está bajo el Santo Madero. —Godfrey Maximillian se persignó—. El campamento está revuelto. Inquieto. La moral podría subir o bajar. Niña, ¿puedes luchar sin tu voz?

El sol sacaba chispas de los guijarros del muro del convento, los veía relucir por el rabillo del ojo. Una bocanada de aire cálido le trajo tomillo, romero, cerafolio y más aro de la huerta. Ash miró al sacerdote cara a cara.

—Siempre he sabido que quizá tendría que averiguarlo. Por eso, cuando luchamos en el campo de Tewkesbury... no acudí a mi voz en todo el día. Si iba a guiar a unos hombres a una lucha en la que podrían matarlos, no quería que dependiera de un maldito santo, de un león nacido de una Virgen, quería que dependiera de mí.

Godfrey emitió un sonido ahogado. Ash, confusa, levantó la vista y miró al barbudo. Su expresión oscilaba entre la risa abierta y algo muy cercano a las lágrimas.

—¡Por Cristo y su Santa Madre! —exclamó.

—¿Qué? ¿Godfrey, qué?

—No querías que dependiera de «un maldito santo»... —Sus carcajadas profundas, resonantes, atronaron el lugar; lo bastante altas para hacer que algunas de las monjas más cercanas levantaran la cabeza y se quedaran mirando la ventana, con los ojos entrecerrados para defenderse del brillo del sol.

—No sé lo que...

—No. —La interrumpió Godfrey mientras se secaba los ojos—. Supongo que no lo ves.

La miró radiante, con una cálida sonrisa en los labios.

—¡A ti no te bastan los milagros! Necesitas saber que puedes hacerlo sola.

—Cuando hay gente que depende de mí, sí, así es. —Ash dudó—. Eso fue hace cinco años. Seis. No sé si ahora puedo hacerlo sin mi voz. Todo lo que sé es que ya no puedo confiar en ella.

—Ash.

La mercenaria levantó los ojos para encontrarse con la mirada seria de Godfrey.

El sacerdote señaló la ciudad que se veía a lo lejos.

—El Duque Carlos está aquí. En Dijon. Ha establecido la corte aquí desde que retiró su ejército de Neuss.

—Sí, me lo dijo Florian. Creí que se habría ido al norte, a Brujas o algún otro sitio.

—El Duque está aquí. Y la corte. Y el ejército. —Godfrey posó una mano en el brazo de la mercenaria—. Y también otros mercenarios.

Lo que la mujer había tomado por una continuación lejana de los muros blancos de Dijon, ahora vio que era lona blanca. Tiendas blanqueadas por el sol. Cientos de tiendas... Más, vio mientras recorría con los ojos los doseles terminados en punta. Miles. El fulgor de la luz reflejada en armaduras y armas. El enjambre de hombres y caballos, demasiado lejos para distinguir las libreas, pero la mercenaria supuso que eran Rossano, Hawkwood, Monfort, así como las propias tropas de Carlos al mando de Olivier de la Marche.

Con tono sombrío, Godfrey dijo:

—Tienes ochocientos guerreros ahí fuera en el león Azur, por no mencionar el tren de equipaje, y todos hablan. Se sabe que has estado con los visigodos... y con su Faris-General. Por tanto, hay muchas personas que están esperando con ansia la oportunidad de hablar contigo, cuando te recuperes y dejes este lugar.

—Oh. Mierda. ¡Oh, mierda!

—Y no sé cuánto tiempo van a esperar.

Capítulo 4

EL CALOR DE la mañana siguiente extendió un barniz azul sobre los árboles más lejanos y pintó el cielo de un color gris caliente y polvoriento. Ash bajó entre los terraplenes cubiertos de margaritas y enormes matojos de perejil. Se había dejado la media túnica y las mangas del jubón atrás, rumbo al lugar donde había instalado su campamento el león Azur, el medio kilómetro prometido más allá de los terrenos del convento. Llegó hasta allí sin anunciarse, a través de un soto de abedules y el ganado y las cabras de la compañía, que pastaban en la suntuosa vega.

Rascó una de las pavesas de mimbre que estaban atadas al costado de una carreta, a cierta distancia de la puerta principal, y tomó nota de que la idea que tenía Geraint de la distancia que debía haber entre los piquetes no era demasiado afortunada.

—No debería poder hacer esto...

Se quedó mirando el campamento que aguardaba detrás de las carretas, los cortafuegos que había entre las tiendas pisoteados y convertidos en polvo y las figuras de los hombres ataviados con la librea del león, tirados en su mayor parte alrededor de hogueras muertas, comiendo gachas en cuencos de madera.

Muy bien. ¿Qué se ha cambiado? ¿Qué diferencias hay? ¿Quién...?

—¡Ash!

Ash echó la cabeza hacia atrás protegiéndose los ojos del sol y se quedó mirando la parte superior de la carreta. El calor le tostaba la piel de la nariz y las mejillas.

—¿Blanche? ¿Eres tú?

Hubo un destello de piernas blancas y una mujer saltó por encima de los ejes de la carreta y le echó los brazos al cuello a Ash. La ex puta de cabellos rubios le dio unas fuertes palmadas en la espalda. Las lágrimas inundaron los ojos de Ash.

—¡Oye! ¡Tranquila, chica! ¡He vuelto pero no querrás matarme antes de que entre!

—Mierda. —Blanche lanzó una sonrisa radiante y feliz. La luz blanca del sol destacaba las manchas húmedas de sus mejillas—. Creímos que te estabas muriendo. Creímos que no nos íbamos a quitar de encima a ese bastardo del galés. ¡Henri! ¡Jan-Jacob! ¡Venid aquí!

Ash se aupó sobre los ejes de la carreta, y saltó a la paja aplastada que sembraba esta parte del campamento y la alejaba aún más de las tiendas de los caballeros, y a continuación se irguió para encontrarse con que le aplastaba la mano su senescal, Henri Brant y con que Jan-Jacob Clovet luchaba por atarse la bragueta con el brazo herido y darle golpes en la espalda al mismo tiempo. La hija de Blanche, Baldina, una mujer pelirroja, se bajó las faldas con aplomo y se levantó de la paja donde había estado complaciendo al hombre de armas.

—¡Jefe! —exclamó con la voz ronca—. ¿Has vuelto para siempre?

Ash despeinó el llameante cabello de la puta.

—No, me voy a casar con el Duque Carlos de Borgoña y nos vamos a pasar cada día comiendo hasta explotar y follando sobre colchones de plumón de cisne.

Baldina dijo con tono jovial:

—Por nosotros vale. Te convertiremos en viuda para que puedas hacerlo. Es decir, si ese picha floja con el que te casaste sigue vivo en alguna parte.

Ash no pudo responder. La había envuelto el abrazo larguirucho de Euen Huw y un torrente de admiración y quejas galesas y se encontraba en el centro de una multitud cada vez mayor, compuesta por los chicos de la compañía, los músicos, las lavanderas, las putas, los mozos de cuadras, los cocineros y los arqueros, y todos ellos la llevaban en volandas (como era su intención) hacia el centro del campamento.

Primero, los hombres de armas. Thomas Rochester le echó los brazos al cuello con el duro rostro bañado en lágrimas.

—¡El típico
rosbif
sentimental! —Ash le dio unas palmadas en la espalda. Josse y Michael se lanzaron encima de ellos y la mitad de las lanzas inglesas con ellos.

Quince minutos más tarde, con el corazón saltándole en el pecho y medio ciega por el dolor renovado, recibía de Joscelyn van Mander un apretón que dejó huellas rojas en los dedos de la mercenaria y los ojos azules del flamenco llenos de agua.

—¡Gracias a Cristo! —explotó. Miró a su alrededor, a la multitud de hombres de armas, arqueros y alabarderos que se empujaban y a los caballeros que se abrían paso a codazos, todos intentando llegar a Ash—. ¡Señora, gracias a Cristo! ¡Estáis viva!

—No durante mucho más tiempo —dijo Ash sin aliento. Consiguió liberarse las manos. Un brazo rodeó el hombro de su camarada Euen Huw y descargó todo su peso en el pequeño galés; el otro brazo sujetaba la mano de Baldina, la puta pelirroja no estaba dispuesta a separarse de ella ni un momento y le secaba la cara con el borde de la falda.

Joscelyn van Mander interrumpió la fiesta, bajó la voz para preservar la confidencialidad y, echándole el olor a vino en la cara, dijo:

—He estado hablando con el vizconde-alcalde en nombre de la compañía; tenemos problemas a la hora de permitir que los caballeros entren en la ciudad...

Oh, así que has estado hablando tú en nombre de la compañía, ¿eh? Vaya, vaya
.

Ash miró radiante al caballero flamenco.

—Yo lo arreglaré.

Sonrió alegre a la multitud de rostros.

—¡Es el jefe!

—¡Ha vuelto!

—Bueno... ¿dónde está Geraint, el bastardo del galés? —Inquirió Ash con un tono rebosante de buen humor.

En medio de un rugido de carcajadas, Geraint ab Morgan se abrió camino entre la multitud que había delante de la tienda de mando. El grandullón se estaba metiendo la camisa por las calzas, entre un grupo de ojales rotos. Los ojos azules inyectados en sangre se estremecieron un momento al ver a Ash en medio de una muchedumbre de entusiasmados admiradores.

Geraint repartió unos empujones con los dos brazos para despejar un espacio e hincó las dos rodillas en el suelo delante de ella.

—¡Es toda tuya, jefe!

Ash sonrió al oír la nota de alivio sincero que había en la voz del hombre.

—¿Estás seguro de que no quieres quedarte con mi trabajo?

En este punto la mercenaria sabía con exactitud la respuesta que le iba a dar. Geraint no tenía alternativa. Ella había decidido entrar con los miembros más bajos de la compañía, que no tenían opción, y nunca la tendrían, a conseguir una posición de rango dentro de la misma. Aquella alegría sincera se transmitía a los hombres y eso dejaba a los caballeros (dada la
volte face
de van Mander) sin nada que hacer salvo olvidar cualquier ambición viable que hubiera empezado a crecer en su ausencia, cualquier ascenso o degradación no autorizada, y hacerse eco de las aclamaciones.

En un galés con marcado acento, Geraint dijo:

—¡Guárdate tu puto trabajo, jefe, quédate con él y que te vaya bien!

—¡Portadora de la luz! —gritó alguien tras ella y otra persona, Jan-Jacob Clovet, pensaba, bramó:

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