Ash, La historia secreta (50 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

—Estamos a vuestras órdenes, mi señor Conde —dijo Ash y tampoco llegó a añadir, «o eso me han dicho...».

—Os encuentro recuperada, ¿señora?

—Sí, mi señor.

—Vuestros oficiales me han hablado de la fuerza de vuestra compañía. Quiero conocer el modo que tenéis de mandarlos. —El Conde de Oxford giró en redondo y empezó a caminar hacia los caballos. Ash murmuró una breve orden dirigida a Anselm, lo dejó que devolviera la compañía al campamento y se alejó con paso vivo en pos de de Vere. El hecho de que aquel hombre supusiera que no tenía que decirle a nadie que lo siguiera la divertía tanto como la impresionaba, porque al parecer tenía razón.

Al borde del bosque encontró a sus sirvientes y a los mozos de cuadra de de Vere compitiendo por la sombra y montó sin apenas aspavientos. Godluc meneaba los grandes cuartos traseros bajo ella, presionando para lanzarse al galope. Lo condujo al lado del castrado bayo del Conde de Oxford.

Por encima del tintineo de los arreos, el inglés dijo:

—Una mujer, extraordinario —y sonrió. Le faltaba un diente en un lado y ahora que habían salido a la luz, la joven vio antiguas cicatrices blancas que le arrugaban las muñecas y se desvanecían por debajo del cuello de la camisa. El hoyuelo profundo de una herida de flecha le había dejado una marca en una mejilla.

Añadió:

—Parecen fieles a vos. ¿Sois una virgen-puta?

Ash soltó una risita al oír la traducción inglesa de «
pucelle
» y dijo alegremente:

—Coño, no creo que eso sea asunto vuestro. Señor.

—No. —El hombre asintió. Se inclinó en la silla y le volvió a ofrecer la mano—. John de Vere. Podéis llamarme «su Gracia» o «mi señor».

Modales de campamento militar, no de la corte
, pensó Ash.
Bien. Siempre ayuda que sepan algo sobre soldadesca. Debo de haber visto a su padre por ahí en algún momento; me resulta conocido
.

Le estrechó la mano. El apretón era sólido.

Vamos a retrasar las preguntas un poco. Hasta que tenga tiempo de pensar en las respuestas
.

—¿Y qué es lo que queréis que hagan mis hombres, su Gracia?

—En primer lugar, estoy aquí para rogarle algo al borgoñón Carlos. Si se niega, formarán parte de mi escolta hasta la frontera y de vuelta a Inglaterra. Les pagaré en Londres.

—¿Qué posibilidades hay de que nos denieguen la solicitud? —preguntó Ash con gesto pensativo—. ¿Quiere su Gracia que levante al león Azur contra toda la maquinaria militar borgoñona? Es probable que pueda llevaros a los puertos del Canal, en ese caso, pero no me apetece demasiado dejar hasta el último hombre en el empeño, que es, siendo realistas, lo que eso significaría.

John de Vere volvió sus ojos de color azul pálido hacia ella. Su bayo tenía un aspecto brioso, el pecho como un barril y algo malvado en los ojos. El noble lo montaba sin dificultad. A Ash, todas las señales le decían «este hombre es un soldado».

Casi con recato, el conde exiliado dijo:

—Estoy aquí para encontrar a un aspirante de la casa de Lancaster al trono inglés; tras el asesinato del fallecido Enrique, de glorioso recuerdo, y con su hijo muerto en la batalla de Tewkesbury
[86]
, la casa York no tiene tan seguro el trono. Un heredero legítimo podría destronarlos.

Ash, que no sabía prácticamente nada de las luchas dinásticas de los
rosbifs
después de su breve implicación cinco años atrás, recordó algo y le lanzó a John de Vere una mirada perpleja.

Sereno, este dijo:

—Sí, soy consciente de que el Duque Carlos está casado con la hermana de Eduardo de York.

—Eduardo de York, que en la actualidad es Eduardo, cuarto de ese nombre, rey de Inglaterra por la Gracia de Dios.

De Vere la corrigió con un aire de inmensa autoridad.

—Rey usurpador.

—¿Así que estáis aquí, en la corte de un príncipe casado con la hermana del rey de la casa York, para encontrar a un aspirante de la casa Lancaster que esté dispuesto a invadir Inglaterra y luchar contra el rey de la casa York para quitarle el trono? Ya. Claro.

Ash volvió a relajarse en la silla y controló el obvio deseo de Godluc de echarse y rodar en la exuberante hierba verde sobre la que cabalgaban. Le resultó imposible mirar al Conde de Oxford durante un minuto y cuando lo hizo ya no estaba tan segura de si este había estado sonriendo o no.

—Recordadme que vuelva a negociar nuestro contrato si se llega a eso, su Gracia. Estoy bastante segura de que Anselm no querría que lo firmara.

De hecho, estoy bastante segura de que nada le gustaría más. ¡Maldito Robert! Jamás ha renunciado a sus putas guerras inglesas, ¡pero a mi no me va a meter en ellas!

Y no es que no prefiriera estar a media Cristiandad de aquí ahora mismo
...

—No penséis en ello como un acto de locura, capitán. —El rostro batido por los elementos del Conde de Oxford se arrugó, divertido—. O no penséis en ello como una locura peor que emplear a una mujer mercenaria para que ayude a las tropas que me traigo de casa.

Ash empezó a plantearse que bajo aquella fachada militar inglesa, John de Vere, Conde de Oxford, podría ser tan temerario como un caballero de quince años en su primera campaña.
Y tan chiflado como un perro con los huevos ardiendo
, pensó con severidad.
Robert, Angelotti, os habéis metido en un lío muy, muy grande
.

El Conde dijo:

—Venís del sur, capitán, y erais empleada del comandante visigodo. ¿Qué podéis decirme? Dentro de los términos de vuestra
condotta
.

Aquí está. Y no es más que el primero. Me van a plantear preguntas muy interesantes y no solo condes ingleses locos que se da la casualidad de que son mis patrones
...

—¿Y bien? —dijo de Vere.

Ash miró por encima del hombro y vio a su propia escolta, dirigida por Thomas Rochester con su estandarte personal. Cabalgaban entremezclados con las tropas vestidas de color morado y blanco.

El resto de la compañía, arqueros, archeros y caballeros juntos en promiscua armonía, se adelantaban con sus oficiales, a pie o a caballo para volver al campamento.

—Sí, su Gracia. —En aquel momento, Ash entrecerró los ojos para protegerse del sol y contempló la columna; desde esta ilusoria perspectiva, detrás de ellos, no parecían avanzar; solo semejaban un bosque de jiferos que se movía suavemente de arriba abajo. Una multitud de cascos de acero y cabezas de alabardas que relucían bajo el sol borgoñón.

Ash dijo:

—Si deseáis inspeccionar mi compañía, hay vino en mi tienda. Estoy considerando qué puedo contaros, sin traicionar a mi patrón anterior. —Dudó un momento, luego dijo—: ¿Por qué queréis saberlo?

El noble no pareció ofenderse y ella había respondido con la falta de ceremonia suficiente para provocarlo si pensaba dejarse provocar. La joven pensó,
ahora averiguaremos lo que quiere
y esperó con las riendas metidas entre los dedos y balanceando el cuerpo al ritmo del paso suelto de Godluc.

—¿Por qué? Porque he cambiado de opinión sobre este asunto desde que llegué aquí. —John de Vere cambió al francés borgoñón—. Con esta cruzada del sur desenrollándose sobre la Cristiandad como una alfombra, y mis señores príncipes de Borgoña y Francia peleándose en lugar de unirse, es necesario dejar la causa de Lancaster en suspenso. ¿De qué serviría tener un rey de la casa de Lancaster en el trono de Inglaterra si lo primero que ve es una flota de galeras negras subiendo por el Támesis?

Ash retrasó un poco a Godluc para poderle verle la cara al inglés. Los ojos de este, entrecerrados por el sol, mostraban unas profundas patas de gallo. No la miró a ella, ni a los kilómetros de suntuosos campos borgoñones que tenía ante él.

Por encima de los tintineos de los arreos y del largo resoplido de Godluc, el Conde de Oxford dijo:

—Estos visigodos son buenos. O bien nos conquistan, desunidos como estamos, o nos unimos y aun así podrían vencernos. Sería una mala guerra. Y luego están los turcos esperando al este, listos para bajar y arrebatarle al ganador los despojos. —Los nudillos finos y nudosos del noble empalidecieron sobre las riendas; el bayo agitó la cabeza—. ¡Quieto!

—Su Gracia me ha contratado porque he estado allí.

—Sí. —El inglés controló su caballo. Los pálidos ojos azules perdieron su expresión ensimismada y se clavaron en Ash:

—Señora, vos sois el único soldado que puedo encontrar en Borgoña que ha estado allí. Hablaré con vuestros oficiales, también; con vuestro maestro artillero en particular. Primero escucharé los detalles de las armas que portan y su modo de librar la guerra. Luego vos podéis contarme los rumores que los siguen. Como esa tontería de un cielo sin sol sobre las Alemanias.

—Eso es cierto.

El Conde de Oxford la miró fijamente.

—Es cierto, mi señor. —Ash se encontró más inclinada a llamarlo por su título, dado que estaba en el exilio—. He estado allí, mi señor. Los vi apagar el sol. Únicamente desde que llegamos aquí...

Agitó una mano enguantada para indicar la extensión verde de hierba que bajaba hasta la vega; las carretas, las tiendas y los pendones al viento del campamento del león Azur; el agua espumosa del río Suzon; y los tejados picudos de Dijon, las tejas azules que relucían como espejos bajo el sol estival.

—... únicamente aquí he vuelto a ver el sol.

De Vere tiró de las riendas.

—¿Por vuestro honor?

—Por mi honor, de la misma forma que con mi honor firmo un contrato. —A Ash le sorprendió su propia honestidad. Se metió las riendas debajo del muslo y se subió las mangas de la camisa de lino. Ya tenía la piel enrojecida del calor de la mañana, pero lo agradeció, nunca tenía suficiente, quemada o no.

—¿Todavía brilla el sol sobre Francia e Inglaterra?

Hubo algo en la intensidad de su pregunta que debió de transmitirse al Conde porque de Vere se limitó a decir:

—Sí, señora. Así es.

Godluc bajó la cabeza. Una espuma blanca empezaba a formarse en sus flancos. Ash dirigió una mirada experta a las filas de caballos (formadas en esa parte del campamento que incluía los árboles y el río) y consideró su frescor y su sombra. Los caballos de guerra, separados por los sufridos mozos de cuadra de las monturas normales, parecían malhumorados.

Una figura salió corriendo de la puerta de carretas del campamento y mientras la contemplaba cruzó a toda velocidad la vega hacia ellos, hacia el estandarte del león Azur que sujetaba Thomas Rochester, supuso la mercenaria, y por tanto hacia ella.

Con la mirada prendida de la figura que corría, el Conde de Oxford dijo:

—¿Y esa máquina de guerra suya? ¿También la habéis visto?

—Yo no vi ninguna máquina —dijo Ash con cuidado. La figura lejana era Rickard—. Os diré lo que sé —dijo la mercenaria con tono decidido y luego, con humor—. Me habéis contratado por lo que sé, su Gracia. Así como por estos hombres. Y en lo que pueda, os diré la verdad.

—Bien entendido que no sentís más lealtad hacia mí que hacia el último hombre que os contrató —comentó el Conde.

—Ni menos lealtad. —Lo corrigió Ash. Azuzó un poco a Godluc y se acercó a Rickard, que haciendo trabajar sus largas piernas pisoteaba la hierba y los botones de oro para hablar con ella.

Rickard se detuvo, se inclinó hacia delante y con las manos se agarró los muslos, empezó a recuperar el aliento y se irguió. Con el rostro enrojecido le tendió un rollo de pergamino.

Ash bajó la mano.

—¿Qué es esto?

El muchacho de cabellos negros se lamió los labios resecos y jadeó.

—Un requerimiento del Duque de Borgoña.

Capítulo 5

ASH FUE CONSCIENTE de que el pulso se le disparaba, la boca se le secaba a toda prisa y sentía la necesidad de visitar las letrinas. Cerró la mano con fuerza alrededor del pergamino del Duque de Borgoña.

—¿Cuándo? —quiso saber, no pensaba deletrear la escritura de un escribano palabra por palabra delante de un nuevo patrón. Al ver el rostro de un color rojo subido de Rickard, soltó el cuero de agua de la silla y se lo pasó al muchacho—. ¿Cuándo nos quiere el Duque?

Rickard bebió, se echó un chorro chispeante por los rizos negros y sacudió la cabeza rociándolo todo de gotas.

—A la quinta hora pasado el mediodía. ¡Jefe, ya es casi mediodía!

Ash esbozó una sonrisa tranquilizadora.

—Tráeme a Anselm, Angelotti, Geraint Morgan y al padre Godfrey, ¡corre!

Le falló la voz.

Se volvió a erguir en la silla y vio que Robert Anselm acababa de dejar el campamento otra vez, y con él el maestro artillero. Al tiempo que el muchacho pasaba a su lado corriendo, los dos hombres cruzaron a grandes pasos la hierba verde y espesa y se acercaron a ella y al séquito del Conde de Oxford.

—Aquí vienen... los chicos blancos como azucenas —comentó con tono seco y en voz baja.
¡Robert, en qué me has metido!
—. Mi señor de Oxford, ¿querríais aceptar mi hospitalidad?

El rubio inglés colocó su caballo al lado de Godluc y contempló el campamento del león Azur, que empezaba, mientras ellos miraban, a parecerse a una colmena que acaba de recibir la patada de un burro. Con una sonrisa ligera murmuró:

—El Conde de Oxenford
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quizá haría mejor en irse durante una hora para dejar que pongáis orden entre vuestros hombres.

—No. —El tono áspero no abandonó la voz de Ash. Tenía los ojos clavados en los oficiales que se aproximaban—. Sois mi jefe, mi señor. Y ahora es decisión vuestra si debo obedecer este mandato de ir a ver al irreflexivo Duque. Y, si voy, cómo voy y qué debo decirle. Es cosa vuestra, mi señor.

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