Ash, La historia secreta (53 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Robert Anselm soltó una risita.

—Sí, capitán.

—¡Y eso también va para los oficiales y los líderes de lanza! De acuerdo. —Ash lanzó una mirada a toda la mesa—. ¿Qué se piensa en el campamento sobre este contrato con los ingleses?

Godfrey Maximillian se limpió el sudor de la frente con un gesto rápido. Miró a Anselm como pidiéndole disculpas y luego dijo:

—Los hombres hubieran preferido que fuera algo que tú negociaras en persona, capitán. Creo que están esperando a ver cómo respiras tú.

—¿Geraint?

El gales dijo, como quitándole importancia:

—Ya conoces a los arqueros, jefe. ¡Por una vez están luchando del mismo lado que alguien que se supone que habla peor que ellos! No os ofendáis, vuestra Gracia.

John de Vere miró con bastante severidad al capitán de los arqueros, pero no dijo nada.

Ash insistió.

—¿Nadie disiente?

—Bueno... La lanza de Huw cree que deberíamos haber intentado conseguir otro contrato con los visigodos. —Geraint no miró a Oxford y dijo con tono firme—. Y yo también, jefe. Un ejército al que superan en número no gana batallas y al del Duque lo superan y con mucho. La forma de conseguir que te paguen es estar del lado del ganador.

Ash miró con expresión interrogativa a Antonio Angelotti.

—Ya conoces a los artilleros —se hizo eco Angelotti—. Muéstranos algo a lo que podamos disparar y todo el mundo contento. La mayor parte de mi personal está en el campamento borgoñón ahora mismo, echándole un vistazo a su artillería... hace dos días que no veo a la mayoría.

—Los visigodos no utilizan mucha artillería —comentó Geraint—. A vosotros eso no os haría mucha gracia.

Angelotti esbozó su reservada sonrisa.

—Algo de bueno tiene estar del mismo lado que los grandes cañones.

—¿Y los hombres de armas? —preguntó Ash a Robert Anselm.

—Yo diría que más o menos la mitad, Carracci y todos los chavales italianos, los ingleses y los del este, están contentos con el contrato. A los chavales franceses no les hace mucha gracia estar del mismo lado que los borgoñones pero se aguantarán. Todos creen que les debemos a esos andrajosos algo por lo de Basilea.

Ash bufó.

—He mirado en el cofre de guerra, ¡ellos nos deben algo a nosotros!

—Ya se atascarán cuando llegue el momento —continuó Anselm, divertido. Luego frunció el ceño—. No puedo responder por los flamencos, capitán. Ahora ya no hablo con di Conti y los demás, solo hablo con van Mander; dice que ahorra tiempo si pasa él las órdenes.

—Ya. —Ash comprendió perfectamente la inquietud de Anselm y asintió—. De acuerdo, sigamos adelante...

John de Vere habló por primera vez.

—Estas lanzas disconformes, mi señora capitán, ¿van a significar un gran problema?

—Ninguno en absoluto. Va a haber algunos cambios.

Ash se encontró con la mirada de Vere. Había algo en su expresión decidida que debía de ser convincente porque el noble se limitó a asentir y dijo:

—Entonces ocupaos vos de ello, capitán.

Ash dejó el tema.

—Bien, lo siguiente...

Más allá de los hombres apiñados alrededor de la mesa de lino, detrás de los tejados puntiagudos de las tiendas, relucía el color verde de las colinas de piedra caliza cubiertas de bosques que rodeaban Dijon. Por debajo de la línea de árboles, en el valle, las pendientes fulguraban con tonos verdes y marrones: filas de parras que maduraban al sol. Ash entrecerró los ojos para protegerlos de aquel fulgor mientras intentaba juzgar si ese sol en Leo seguía brillando con tanta fuerza como el día anterior.

—Lo siguiente —dijo Ash—, es el asunto de lo que vamos a hacer.

Ash miró a Oxford. Se encontró escarbando con la punta del cuchillo y aire ausente la pasta negra como el carbón que había confinado un filete de vaca y una empanada de queso. La hoja esparció fragmentos por el mantel.

—Es lo que ya os había comentado, mi señor. Esta compañía es demasiado grande para que vos nos queráis como simple escolta. Pero en absoluto lo bastante grande para enfrentarnos a un ejército... ya sea visigodo o borgoñón.

El conde inglés sonrió un instante al oír eso. Los oficiales de la mercenaria hicieron una mueca.

—Así que... he estado pensando, su Gracia. —Ash hizo un gesto brusco con el pulgar por encima del hombro. Por donde se quitaron las paredes de la tienda quedó visible la larga pendiente de pastos que subían hasta los muros de la ciudad y los tejados puntiagudos del convento—. Mientras estaba allí arriba. Tuve tiempo para pensar. Y se me ocurrió una idea que tengo a medio cocer y con la que quiero acercarme al Duque. La pregunta es, su Gracia, ¿vos y yo hemos tenido la misma idea a medio cocer?

Robert Anselm se frotó la mano húmeda por la cara para esconder una sonrisa; Geraint ab Morgan se atragantó y Angelotti miró a Ash bajo unos párpados ovalados ambiguamente bajos.

—¿A medio cocer? —preguntó el Conde Oxford con suavidad.

—Una «idea loca» si lo preferís. —El entusiasmo la embargaba y por un momento borró tanto el calor opresivo como las secuelas de la herida y se inclinó sobre la mesa—. No vamos a atacar a toda la fuerza de invasión visigoda, ¿verdad? ¡Para eso se necesitaría todo lo que el Duque Carlos tiene aquí y algo más! Pero... ¿por qué tendríamos que atacarlos de frente?

De Vere asintió por un momento.

—Una incursión.

Ash hundió la punta del cuchillo en la mesa.

—¡Sí! Una fuerza incursora podría descabezarlos... una fuerza incursora de, digamos, setenta u ochenta lanzas: ochocientos hombres. Más grande que una escolta pero aun así lo bastante pequeña para moverse con rapidez y para salir del lío si nos encontramos con su ejército. Y esos somos nosotros, ¿verdad?

Oxford se echó hacia atrás un poco, la armadura le tintineó. Sus tres hermanos empezaron a mirarlo fijamente.

—No es ninguna locura —dijo el Conde de Oxford.

El vizconde Beaumont ceceó:

—¡Solo en comparación! No es una locura tan grande como algunas de las cosas que hemos hecho, John.

—¿Y cómo ayuda eso a Lancaster? —interrumpió el más joven de los de Vere.

—¡Silencio! Rufianes. —El Conde de Oxford le dio una palmada a Beaumont en el hombro y revolvió el pelo de Dickon. Su rostro cansado y arrugado estaba lleno de vida cuando devolvió su atención a Ash. Sobre él, la lona blanca llameaba con un tono dorado que ocultaba el fiero sol europeo del sur.

—Sí, señora —confirmo—. Hemos estado pensando lo mismo. Una incursión para quitarles su comandante, su general. Su Faris.

Por un momento, lo que la mercenaria ve no es el campamento bañado por el sol que tiene en Borgoña, sino un vergel
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cubierto de escarcha de Basilea: una mujer con un camisote visigodo y una sobrevesta limpiando el vino derramado de la ondulada tela de seda, con el ceño marcado en el rostro, el rostro de Ash. Una mujer que ha dicho hermana, hermanastra, gemela.

—No.

Ash, por primera vez, vio que el Conde parecía sobresaltarse.

Con un tono muy práctico, Ash repitió:

—No. No su comandante. No aquí, en Europa. Creedme, la Faris espera algo así. Sabe muy bien que en estos momentos todos los príncipes enemigos quieren su cabeza en una estaca, y está bien protegida. En medio de unos doce mil soldados. Atacarla ahora mismo es imposible.

Ash miró a su alrededor y luego volvió a mirar a de Vere.

—No, mi señor... cuando dije que tenía una idea a medio cocer, hablaba en serio. Quiero montar un ataque contra Cartago.

—¡Cartago! —bramó Oxford.

Ash se encogió de hombros.

—Os apuesto lo que queráis, eso no se lo esperan.

—¡Y con razón, coño! —exclamó uno de los de Vere medianos.

Godfrey Maximillian balbuceó «¡Cartago!» con un tono de asombro indignado.

Angelotti le murmuró algo a Robert Anselm al oído. Floria, quieta como un animal que olisquea a los perros de caza miró a Ash con una expresión estrecha, confusa, quejosa en su rostro manchado.

John de Vere, con el mismo tono escéptico que había utilizado ella antes al referirse a las pretensiones de la casa Lancaster, dijo:

—Señora, ¿planeabais pedirle a Carlos de Borgoña que os pagara por atacar al Rey Califa en Cartago?

Ash cogió aliento. Se apoyó en el respaldo del taburete, muerta de calor bajo el dosel de lona y levantó la copa para que Bertrand se la llenara de vino aguado.

—Hay dos cosas que se han de considerar, su Gracia. Una, su Rey Califa, Teodorico, está enfermo, quizá moribundo. Cosa que sé por fuentes muy fiables. —Por un momento la mercenaria se encontró con la mirada de Floria, de Godfrey—. Un Rey Califa muerto sería muy útil. Bueno, ¡un Califa muerto siempre es útil! Pero... si se fuera a producir una lucha dinástica en casa, no creo que el ejército visigodo fuera a seguir invadiendo el norte durante esta campaña. Es posible que incluso los reclamen y deban volver al norte de África. Como mínimo, los detendría durante el invierno. Es probable que no cruzaran la frontera borgoñona.

—Ahora veo por qué esperabais hablar con Carlos, señora. —John de Vere parecía pensativo.

Dickon de Vere farfulló algo. Protegida por la charla cada vez más alta de los nobles ingleses, Floria del Guiz dijo:

—¿Estás loca?

—De Vere es un soldado y no cree que sea una locura. No del todo —se corrigió Ash.

—Es una acción desesperada. —Robert Anselm frunció el ceño, distraído; las reservas en su voz se filtraban muy por encima de lo que decía. Se pasó la mano por la cabeza sudorosa y brillante—. Desesperada, no estúpida.

—Cartago —dijo Antonio Angelotti en voz baja. Había una expresión en el rostro del maestro artillero que Ash no consiguió identificar. Y eso la preocupaba, necesitaba saber cómo sería en el campo de batalla.

Godfrey Maximillian la miró.

—¿Y? —la animó a seguir...

—Y... —Ash apartó el taburete y se levantó. El debate de los nobles ingleses había alcanzado la proporción de una discusión a gritos, John de Vere golpeaba la mesa con el puño repetidas veces y el movimiento de la mujer pasó desapercibido. Como pájaros sorprendidos en medio del maíz, los rostros de sus oficiales se elevaron hacia ella.

Y ella pensó, al mirar alrededor de la mesa, que nadie que no conociera esos hombres podría haber percibido el ambiente creciente de desconfianza (desde luego de Vere y sus ingleses no parecían conscientes de él) pero para ella era tan audible como un grito.

—Jefe —dijo Geraint ab Morgan—. ¿Nos estás contando lo que tienes en mente?

Ash le dijo a Roberto, a Florian, a Godfrey, a Angelotti, a Geraint:

—Si muere su Rey Califa, eso nos dará un poco de espacio para respirar.

Una mirada de firme incredulidad cerró la expresión de Godfrey Maximillian. Ya era suficiente: se giró de golpe y se movió un poco hasta quedar con la mano apoyada en uno de los mástiles de la tienda, con los ojos clavados más allá de la tela de araña de las cuerdas del pabellón, más allá de las sombras que arrojaban sobre el césped. Sus ojos contemplaron las chispas infinitas, brillantes, cálidas y relucientes que le arrancaba el sol al metal, las fuentes de plata, los pomos de las dagas, las hojas de las espadas en la vega, el florón de metal que coronaba el gran mástil del estandarte del campamento del león Azur.

Ash se volvió. El sol la cegaba: todo lo que había bajo el dosel era ahora impenetrable, bañado en sombras marrones, solo visible un fulgor de rostros blancos. Volvió a entrar y se dirigió a la mesa.

—De acuerdo. Eres muy listo. No el Rey Califa. —Posó la mano sobre el hombro de Robert Anselm y la cerró, sintió el lino basto teñido de azul de la almilla del hombre y la calidez de su cuerpo—. Aunque eso sería un incentivo.

Dejó que su mirada se deslizara por Godfrey, que estaba sentado acariciándose la barba de un color castaño ambarino, y luego pasó por el rostro de Floria hasta la solemnidad de icono bizantino de Angelotti y la expresión confusa e impaciente de Geraint.

Beaumont dijo algo en un rápido inglés.

—Sí —añadió Oxford, levantó la cabeza de la discusión para mirar a Ash y con un gesto de la cabeza, también al vizconde—. Habéis dicho, señora, que hay dos cosas que se han de considerar; ¿cuál es la segunda?

Ash le hizo un gesto a Henri Brant. El senescal se apresuró a echar a los pajes y sirvientes de la tienda. Una orden brusca atrajo la atención del capitán de la guardia y les ordenó a los hombres de armas que alejaran un poco el círculo que rodeaba la tienda. La mercenaria sonrió para sí y sacudió la cabeza.
Y aun así habrá rumores antes de que caiga la noche
.

—Lo segundo —su mirada adquirió una expresión ensimismada, seria, pragmática—, es el Gólem de Piedra.

Ash apoyó los puños en el mantel y miró a su alrededor, a sus oficiales y al Conde de Oxford.

—La
machina rei militaris
, la máquina táctica. Eso es lo que yo quiero capturar.

Ash, que miraba a Godfrey mientras hablaba, vio que sus ojos oscuros y brillantes parpadeaban. Tenía una arruga en la frente: miedo, condenación o preocupación, no había nada claro.

—¿Estás segura...? —empezó a decir.

Ash le hizo un gesto para que guardara silencio, no antes de ver la mirada que Floria del Guiz le dedicó al sacerdote.

—Sabemos que la Faris oye una voz —dijo Ash en voz baja—. Habéis oído todos los rumores sobre el Gólem de Piedra de los visigodos. Le habla desde Cartago, le dice cómo ganar batallas con sus ejércitos. Eso es lo que tenemos que sacar de allí. No al Califa. Quiero entrar allí para aplastar, quemar y destruir esa máquina de la que tanto habla. ¡Quiero borrar del mapa ese «Gólem de Piedra», cerrarle el puto pico para siempre!

Un pájaro carpintero empezó a martillar uno de los alisos que crecían al lado del río, el duro
toc-toc-toc
resonaba por el aire húmedo, más penetrante que el ruido de los hombres que practicaban con la espada. Al otro lado del río, no había nada que distinguiera el brillante horizonte sureño de la tarde de los otros tres puntos de la brújula.

El ceceo confuso del vizconde de Beaumont preguntó:

—¿Cuánto depende esa mujer de esa «machina» y cuánto de sus generales? ¿Su pérdida supondría una pérdida tan grande para ella?

Antes de que Ash pudiera responder, John de Vere interpuso:

—¿Has oído otra cosa, desde que pusiste los pies en Calais, salvo «el Gólem de Piedra»? Aunque solo exista como rumor, esa «machina» tiene para ella el mismo valor que un ejército.

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