Ash, La historia secreta (25 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

—¿Qué están haciendo aquí los visigodos?

—Quemar Génova.

—Quemar...

—¡Génova! Es una fuerza de invasión. Jamás he visto tantos barcos en un solo lugar... —Ash se limpió un trozo de polvo de los labios—. El Cordero se ha tropezado con ellos. Se están produciendo luchas.

—¿Luchas?

El tal Matthias, en un dialecto del sur de Alemania, dijo.

—Sí, Ferdie, luchas. Entrenamientos, torneos, ¿guerras? ¿Ese tipo de cosas?

Femando dijo:

—Guerra.

El joven alemán lo riñó con talante animoso:

—Si quisieras molestarte. ¡Entreno yo más que tú! Si es que eres más vago que un oso, joder...

Ash interrumpió la ociosa conversación.

—Mi señor marido, tienes que ver esto. ¡Vamos!

Volvió a montar, hizo girar al Bruto y lo espoleó sin piedad, con lo que se ganó una coz (por cuestiones de temperamento) y luego una galopada larga, baja, difícil, pendiente arriba para llegar sudando y nerviosa a asomarse por la larga cuesta a Génova.

Esperaba que Fernando estuviese a su lado en un par de latidos: le pareció que pasaban largos minutos hasta que subió él, con la coraza y el espaldar atados a su cuerpo casi de cualquier manera y el lino blanqueado de las mangas de la camisa sobresaliendo entre las placas de los brazos.

—¿Bueno? ¿Dónde...? —Se le apagó la voz.

La base de la colina estaba negra, repleta de hombres que corrían.

Otto, Matthias, Joscelyn van Mander, Ned Aston y Robert Anselm, todos llegaron a su lado en un frenesí de crines y nubes de polvo húmedo. Todos quedaron en silencio bajo la bruma de la mañana. Allí delante, el humo de Génova mancillaba el cielo.

En el mismo tono asombrado de Fernando del Guiz, Joscelyn van Mander dijo:

—¿Visigodos?

Robert Anselm dijo:

—O venían a por nosotros o a por los turcos. Resultó que éramos nosotros.

—Escuchad. —Los nudillos de Ash empalidecieron sobre las riendas—. Una docena de hombres montando solos pueden moverse más rápido que esta compañía. Mi señor marido, Fernando... vuelve con los caballos, díselo al Emperador, ¡tiene que saberlo ya! ¡Llévate a Quesada y a Lebrija contigo como rehenes! Puedes hacerlo en unos cuantos días si cabalgas sin parar.

El joven se quedó mirando desde su caballo a los estandartes que se aproximaban por el mar. Tras él, los líderes de lanza y los hombres del león Azur eran una masa de yelmos de acero y banderas polvorientas, las cabezas de las lanzas rielaban con el calor. Fernando dijo:

—¿Y por qué no tú, capitán?

Serena sobre las rodadas polvorientas, oliendo a caballo, mojada por el sudor, Ash se sintió como si estuviera poniendo la mano sobre una espada conocida: una sensación de control que no sentía desde que habían abandonado Colonia quince días antes.

—Eres un caballero —le dijo—, no un campesino, ni un mercenario. A ti te escucharán.

Anselm consiguió decir, con tono servil:

—Tiene razón, mi señor. —Roberto no se encontró con la mirada de Ash pero la joven le leyó el pensamiento con la claridad que le daba tantos años de relación.
¡No dejes que a este muchacho se le ocurran ideas sobre cargas de muerte o gloria contra esa hueste!

—Hay sesenta quinquerremes... —Van Mander parecía asombrado—. Treinta mil hombres.

Fernando bajó la vista y miró a Ash. Luego, como si no hubiera hablado nadie, como si fuera decisión suya, le gritó.

—¡Le llevaré a mi imperial primo la noticia! Tú lucha contra esos bastardos por mí. Te lo ordeno.

¡Lo pillé!
, pensó ella exultante y luego humilló con la mirada a Joscelyn van Mander, que había escuchado la orden con toda claridad.

Hicieron girar los caballos por tácito consentimiento y bajaron trotando la pendiente. El primer calor de la mañana cubrió de sudor cremoso los flancos de los caballos. La bruma marina de la costa mediterránea se disipó un poco más. La dura luz del sol le escoció a la mercenaria en los ojos.

Le hizo un gesto a Godfrey Maximillian cuando se acercó con los dos visigodos tambaleándose tras él.

—Súbelos a unos caballos. Encadénales las muñecas. ¡Vete!

Ash le dio un golpe con la palma enguantada y abierta al cuello satinado del Bruto. No podía dejar de sonreír. El castrado se encabritó y le volvió la boca; los dientes inmensos sacaron chispas a las grebas de metal que le cubrían los flancos.

—Está bien, Bruto, así que te gusta la gente, ¿por qué cojones no puedes tolerar a los demás caballos? Uno de estos días te convertirás en estofado. Estate quieto.

Un objeto duro la golpeó con un ruido sordo entre los hombros, mellando las placas de metal que llevaba en el interior de la brigantina. Ash lanzó un taco. La flecha gastada cayó al suelo.

Hizo girar al castrado con las rodillas.

Una fila de caballos ligeros y jinetes con librea negra se recortaba sobre la colina que tenía delante. Arqueros montados.

—¡Parad! —le gritó a Henri Brant al ver que el senescal le voceaba a los boyeros y a los hombres de armas para que levantaran aquellos vehículos de grandes ruedas y formaran con ellos un fuerte de carretas—. Ya os podéis olvidar de eso. ¡Ahí abajo hay un puto ejército! Coged lo que podáis en caballos de carga. Dejaremos el resto.

Espoleó el caballo hasta el lugar donde Anselmo formaba una larga fila de caballeros montados en el fondo de la colina con Jan-Jacob y Pieter a ambos lados con arqueros montados.

Azuzó al Bruto con ferocidad. Ojalá estuviera montando a Godluc... ¡puto Fernando! «No traigas caballos de guerra, cabalgamos en son de paz». Tenía la espada bastarda en la mano derecha, no recordaba haberla desenvainado; y sus manos desprotegidas no llevaban más que los guantes de montar de cuero: el estómago se le encogió de puro terror por lo vulnerable que era a las armas de filo cortante. Se permitió mirar un momento para ver a una docena de jóvenes caballeros alemanes que cabalgaban como alma que lleva el diablo camino abajo, perdidos en penachos de polvo; luego cruzó al galope la línea de batalla, salió al flanco y se quedó mirando el mar.

Estandartes oscuros con grupúsculos de hombres bajo ellos se esforzaban por las pendientes rocosas hacia ella. El sol sacaba reflejos de sus armas. Un par de miles de lanzas, al menos.

Volvió al galope al estandarte del león Azur y también encontró allí a Rickard, con su estandarte personal. Se acercó con Robert Anselm y exclamó:

—¡Hay árboles tres kilómetros más atrás! Henri, todos los que vayan en las carretas van a cortar las correas de sus caballos, que carguen lo que puedan y que monten. Cuando lleguéis a la curva que hay a un kilómetro y medio, dejad el camino y cabalgad hacia las colinas. Nosotros os cubriremos.

Ash hizo girar al Bruto en el sitio, sobre los cascos traseros y se puso al frente de la línea de batalla. Se encaró con ellos: unos cien hombres con armadura y a caballo, otros cien por los flancos, con arcos:

—Siempre he dicho que sois unos bastardos que haríais cualquier cosa por vino, mujeres y una canción, ¡pues allá va vuestro vino, rumbo a los bosques de ahí atrás! Dentro de un minuto vamos a seguirlo. Primero a estos hijos de puta del sur les vamos a poner las cosas lo bastante difíciles como para que no se atrevan a seguirnos. Lo hemos hecho en otras ocasiones ¡y lo haremos otra vez!

Voces toscas entonaron:

—¡Ash!

—¡Los arqueros arriba, en la cima..., moveos! Recordad, no volvemos hasta que vuelve el estandarte. ¡Y luego volvemos con tranquilidad! Y si son lo bastante estúpidos como para seguirnos a los bosques, se merecen todo lo que les caiga encima. Muy bien, ¡aquí vienen!

Euen Huw voceó.

—¡Apuntad! ¡Soltad!

El silbido fino de una flecha partiendo aire, seguido por doscientas más. Ash vio a un jinete con librea visigoda en la colina que levantaba los brazos y caía, con virotes de ballesta emplumados bajo el corazón.

Una multitud de lanceros de la colina volvió corriendo.

Anselm exclamó:

—¡Mantened la formación!

Ash, en uno de los extremos, vio más visigodos a caballo con arcos pequeños y curvados en las manos y murmuró.

—Unos sesenta hombres, saben disparar a caballo.

Si se reúnen, carga contra ellos con caballeros. Si corren, retirada
.

—Ahá —murmuró pensativa para sí y le hizo una señal al estandarte del león Azur para que se retirara. Le hizo otra señal a la columna para que montara. A un kilómetro a paso de marcha, con los ojos clavados en los arqueros de la caballería visigoda, que no los siguieron.

—No me gusta esto. No me gusta esto en absoluto...

—Hay algo raro. —Robert Anselm tiró de las riendas a su lado mientras los hombres de armas pasaban a su lado a caballo y subían al terreno elevado—. Esperaba que esos hijos de perra se nos echaran encima.

—Los superamos en número. Los haríamos pedazos.

—Eso nunca detuvo a las tropas de siervos visigodos. Son un chaparrón de mierda indisciplinada.

—Sí. Lo sé. Pero hoy no están actuando así. —Ash levantó la mano y se bajó un poco la cimera de la celada para protegerse los ojos con el pico de metal—. Gracias a Cristo que se fue. Te juro que pensé que mi señor esposo iba a ordenarnos que cargáramos directamente contra esos.

A lo lejos, hacia los edificios en llamas de Génova, vio estandartes. No gallardates, sino banderas visigodas coronadas con lo que podrían ser (dado que la distancia era engañosa) águilas doradas.

Le llamó la atención un movimiento bajo las águilas.

Visto solo, podría haber sido un hombre. Visto con los comandantes visigodos sobre los lejanos páramos, estaba claro que les sacaba una cabeza. El sol brillaba sobre sus superficies ocres y de latón. Conoce esa silueta.

Ash contempló, al gólem de arcilla y latón que empezaba a moverse hacia el sureste. No caminaba más deprisa que un hombre, pero aquel movimiento incesante se comía el terreno y jamás vacilaba sobre rocas ni orillas, hasta que lo perdió bajo la calima.

—Mierda —dijo—. Los están enviando como mensajeros. Eso quiere decir que esta no es la única cabeza de playa.

Anselm le dio unos golpecitos en el hombro. Ella siguió la señal de su brazo. Se alejaba otro gólem, este se dirigía al noroeste, por la costa. Tan rápido como el trote de un hombre. Más lento que un caballo... pero incansable. No necesitaba comida ni descanso, viajaba tan bien de noche como de día. Ciento ochenta kilómetros en veinticuatro horas y en las manos de piedra, órdenes escritas.

—¡No hay nadie preparado! —Ash cambió de postura en la silla de guerra—. No solo engañaron a nuestras redes de espías, Robert. Los bancos, los sacerdotes, los príncipes... que Dios nos ayude. No van tras los turcos. Nunca fueron tras los turcos...

—Vienen a por nosotros. —Gruñó Robert y se giró para cabalgar con la columna—Es una puta invasión.

Capítulo 3

PARA CUANDO ALCANZARON en las primeras pendientes de las colinas al tren de equipaje cargado a toda prisa, la cabeza de la columna ya se desvanecía en un valle coronado por un acantilado. Ash cabalgaba entre cien arqueros y cien hombres de armas. Las rodadas de las ruedas revolvían la carretera y los tojos bajos, las últimas carretas abandonadas marcaban el lugar donde los animales de carga habían dejado la carretera principal. Ash guiñó los ojos a través de un aire que empezaba a rielar a medida que la mañana se calentaba. Lo más probable es que un río fluyera por el valle, en invierno. Estaba seco, ahora.

Robert Anselm, Euen Huw, Joscelyn van Mander, sus pajes y el senescal, Henri Brant, se apiñaban bajo su estandarte mientras doscientos hombres armados pasaban cabalgando. Los arreos tintineaban.

Ash dio un golpe seco con el puño en la silla. Se quedó por un momento sin aliento.

—Si están quemando Génova, están preparados para ir a la guerra con Saboya, Francia, las ciudades italianas, el Emperador... ¡dulce Cristo Verde!

Van Mander la miró, enfadado.

—¡Es imposible!

—Está ocurriendo. Joscelyn quiero a tus lanzas delante, en vanguardia. Euen, ocúpate de los arqueros; Robert, para ti los hombres de armas montados. Henri, ¿pueden mantener el ritmo los animales de carga?

El senescal, que ahora llevaba una armadura forrada mal ajustada, asintió con entusiasmo.

—Vemos lo que tenemos detrás. ¡Seguirán el ritmo!

—Muy bien, vamos.

Hasta que entró en el escarpado valle, y en el refugio que le ofrecía, no se dio cuenta de que la brisa, cada vez mayor, le retumbaba en los oídos, allí fuera, en el páramo. El silencio del lugar resonaba ahora con los cascos de los caballos, el tintineo de los arneses, los murmullos de los hombres. El sol entraba sesgado a través de los pocos pinos del suelo del valle. Los promontorios que había a ambos lados estaban repletos de pinos y ramas muertas. Y colmado de monte bajo, en los bordes del acantilado, donde los árboles no le robaban el alimento a las zarzas.

Le picaba el cuello. Con completa claridad, Ash pensó,
mierda, por eso no atacaron; ¡nos han vuelto a meter en una emboscada!
, y abrió la boca para chillar.

Una tormenta de ochenta flechas oscureció el aire. Una multitud de ellas dio en el blanco, todas en la lanza de Joscelyn van Mander, que iba en cabeza. Por un segundo fue como si no hubiera pasado nada. El zumbido murió. Luego gritó un hombre, el metal resplandeció; otra espesura de flechas sobresalió de los flancos de los caballos, de los hombros de los hombres, de la cimera de una celada; siete caballos chillaron y se volvieron atrás y la cabeza de la columna se convirtió en un caos de hombres que corrían, desmontaban e intentaban controlar a los aterrorizados caballos.

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