Verás, lo que intento decir es en realidad a Borgoña le llevó más o menos una generación desvanecerse por completo, la única hija de Carlos, María, se casó con Maximiliano de Austria y se convirtieron en los Habsburgo austro-húngaros, que duran hasta la 1ª Guerra Mundial, pero lo que yo quería DEMOSTRAR es de lo que se trata es que tú no sabías que Borgoña era una de las mayores potencias europeas y que estuvimos así de cerca de tener quinientos años de dominio borgoñón en lugar de francés... bueno, si no lo sabías, no te enterarías. Es como si todo el país se OLVIDARA en el mismo momento en que Carlos el Temerario muere en el campo de batalla de Nancy.
¡Nadie lo ha explicado jamás de forma satisfactoria! Algunas cosas no entran en la historia, así de simple.
Creo que algo parecido ocurre con el asentamiento «visigodo»
Aquí estoy yo, farfullando al teclado de madrugada, vas a pensar que soy idiota.
Discúlpame, por favor. Estoy agotado. Tengo un asiento reservado en un avión que sale de Heathrow y solo tengo una hora para hacer la maleta, el taxi está a punto de llegar y entonces decidí comprobar el teléfono y encontré tu último mensaje.
Anna, ¡ha ocurrido lo más asombroso, lo más maravilloso que puedas imaginarte! Me ha llamado mi colega, la Dra. Isobel Napier-Grant. Está a cargo de las excavaciones que se realizan a las afueras de Túnez, (el
GUARDIAN
ha estado publicando artículos sobre sus últimos descubrimientos, quizá los hayas visto), ¡y ha encontrado algo que podría ser uno de los «caminantes de arcilla» del texto de del Guiz!
¡Cree que «quizá podría haber sido» una pieza «móvil» tecnológica, de verdad! (quizá medieval, post-romana) o es posible que sea una completa tontería, algún extraño invento o falsificación victoriana que solo lleva cien años bajo tierra.
Túnez, claro está, se encuentra cerca de las ruinas históricas de la Cartago romana.
Ha llegado el taxi. Si funciona este maldito trasto, te he enviado la siguiente sección traducida de Ash. Te llamo en cuanto vuelva de Túnez.
Anna, si el gólem es verdad, ¿qué más lo es?
2 de julio, 1476 — 22 de julio de 1476
Hecuba Regninum
[36]
FLOTANDO SOBRE EL río Rin y con la barcaza balanceándose bajo sus pies, Ash levantó la barbilla y se desabrochó la celada.
—¿Qué hora es?
Philibert la recogió de sus manos.
—El atardecer.
De mi noche de bodas
.
El pequeño paje, con la ayuda de Rickard, algo más mayor, desabrochó las correas de la brigantina de la mujer, le desató el gorjal que le rodeaba la garganta, le desabrochó el cinturón de la espada y le quitó las armas y la armadura del cuerpo. La joven suspiró de forma inconsciente y estiró los brazos. La armadura no resulta pesada cuando te la pones, no pesa nada durante diez minutos y cuando te la quitas pesa como el plomo.
Las barcazas del Rin ya presentaban bastantes problemas: se separaron doscientos hombres de la compañía del león (por insistencia, perfectamente legal, de Fernando del Guiz) para escoltar a los embajadores visigodos caídos en desgracia; viajarían desde Colonia hasta los cantones suizos, atravesarían el paso y bajarían hasta Génova. Por tanto, doscientos hombres, con su equipo y caballos, que había que organizar. Y un comandante sustituto que había que dejar atrás con el resto de la compañía: en este caso, su decisión unilateral señaló a Angelotti, con Geraint ab Morgan.
Fuera se oyó un gruñido sólido y el sonido de un peso que caía con un ruido sordo en cubierta: sus senescales, que empujaban con una pértiga al último de los novillos que había que subir a bordo. Oyó pasos, el agua que se vertía con cubos de cuero para limpiar la cubierta de la barcaza, donde las jofainas no recogían toda la sangre: el desgarro de piel cuando se aplica el cuchillo del carnicero a la res muerta.
—¿Qué vais a comer, jefe? —Rickard pasaba el peso de un pie a otro. Era obvio que estaba ansioso por salir a cubierta con el resto de la compañía. Hombres que jugaban y bebían; putas que disfrutaban de la noche sobre el lento fluir del río.
—Pan, vino. —Ash hizo un gesto brusco—. Ya me lo trae Phili. Te llamaré si te necesito.
Philibert le puso un plato de loza en las manos y ella se puso a pasear de arriba abajo en el diminuto camarote mientras se metía las cortezas de pan en la boca, masticaba, escupía una miga y lo bajaba todo con un trago de vino; y durante todo el tiempo fruncía el ceño y se movía, con el recuerdo de Constanza en su solar de Colonia, no como una mujer sino como un niño de largas piernas.
—¡He convocado una reunión de oficiales! ¿Dónde cojones están?
—Mi señor Fernando lo volvió a programar para la mañana.
—Ah. ¿No me digas? ¿Eso hizo? —Ash sonrió con tristeza. Luego su sonrisa se desvaneció—. Dijo «Esta noche, no» y luego hizo chistes malos sobre noches de bodas, ¿verdad?
—No, jefe. —Philibert parecía angustiado—. Sus amigos sí. Matthias y Otto. Jefe, Matthias me dio confites y luego me preguntó qué hace la capitana-puta. No se lo digo. ¿Puedo mentirle la próxima vez?
—Miente hasta que te pongas verde si quieres. —Ash le dedicó una amplia sonrisa de conspiración a la que esbozó el muchachito, satisfecha y maliciosa—. Y eso también va por el escudero de Fernando, Otto. Mantenlos en suspenso, chaval. —¿Lo que hace la capitana-puta...? Bueno, ¿qué hago?
Sé viuda. Confiesa, haz penitencia. La gente lo hace
.
—¡Hostia puta! —Ash se arrojó sobre la caja-cama del camarote.
La madera de la barcaza del Rin crujió un poco. El aire nocturno salía como aliento del agua invisible, haciendo del camarote con techo de lona un lugar fresco y agradable. Una parte de su mente registró el crujir de las cuerdas, los caballos que movían los cascos, un hombre que alababa el vino y otro hombre que le rezaba con devoción a Santa Catalina, otras barcazas; todos los ruidos nocturnos de doscientos hombres de la compañía que viajan río arriba rumbo al sur, a medida que el largo séquito de barcazas va apartándose de Colonia.
—¡Joder!
—¿Jefe? —Philibert levantó la vista, estaba frotando con arena una coraza salpicada de óxido.
—¡Ya están las cosas bastante mal como para que encima...! —
Como para que encima la gente no sepa de quién se supone que tienen que aceptar las órdenes, de mí o... de él
—. No importa.
Con lentitud, sin apenas darse cuenta de que los dedos del niño le desabrochaban los ojales, se quitó el jubón y las calzas juntos y se volvió a echar vestida solo con la camisa. Unas risotadas provenientes de la cubierta rompieron el relativo silencio que reinaba en la barcaza. Se estremeció sin ser consciente de ello. Una mano tiró inconscientemente del borde de la camisa que se le había enrollado por encima de las rodillas desnudas.
—Jefe, ¿queréis los faroles encendidos? —Phili se frotó los ojos con los nudillos.
—Sí. —Ash contempló sin verlo a aquel pajecito de pelo desaliñado que colgaba los faroles de sus ganchos. Una luz de un color amarillo cremoso iluminó el opulento alojamiento, las almohadas de seda, la cama encajonada, el dosel de lona con los colores verde y dorado de los del Guiz cuarteado con los colores amarillo y negro de los Habsburgo.
Todos los cofres de viaje de Fernando estaban abiertos y descuidados. Atestaban el pequeño camarote, sus jubones sobresalían por los bordes y toda superficie disponible estaba cubierta por sus posesiones. La joven hizo un inventario mental automático de todas ellas: un monedero, un cuerno de caza, un pasacintas; una pastilla de cera roja, hilo de zapatero; una bolsa, una capucha forrada de seda, un ronzal de cuero dorado; fajos de pergaminos; una cuchillo con mango de marfil...
—Podría cantar para vos, jefe.
La mercenaria estiró la mano libre y le dio unos golpecitos a Philibert en la cadera.
—Sí.
El muchachito se quitó la capucha de la cabeza y se quedó allí de pie bajo la luz de la lámpara, con el pelo desgreñado y de punta. Apretó los ojos y empezó a cantar sin acompañamiento:
Al tordo ella le canta desde el fuego,
La Reina, la Reina es mi perdición...
—Esa no. —Ash levantó las piernas, se dio la vuelta y se sentó al borde del cajón de la cama—. Y esa canción no empieza así. Eso ya es cerca del final. Está bien, estás cansado. Vete a dormir.
El niño la miró con una expresión obstinada en los ojos oscuros.
—Rickard y yo queremos dormir aquí, como siempre.
No ha dormido sola desde que tenía trece años.
—No, vete a dormir con los escuderos.
Salió corriendo. El pesado tapiz dejó entrar un estallido de sonido al abrirse y lo volvió a cortar cuando el brocado volvió a su lugar. Una canción bastante más gráfica y descriptiva, biológicamente hablando, que la vieja tragedia rural de Philibert se cantaba en cubierta. Pensó que lo más probable era que el niño también se supiera la letra de esa;
pero lleva todo el día caminando a mi alrededor como si yo fuera cristal veneciano. Desde esta mañana, y la catedral
.
Se oyeron unos pasos fuera, en la cubierta. La mercenaria reconoció el sonido y toda su piel se estremeció. Volvió a echarse sobre el colchón.
Fernando del Guiz abrió la cortina de un empujón mientras por encima del hombro voceaba algo que hizo que Matthias, un joven amigo no tan noble, pensó Ash, aullara de risa. El joven dejó que la cortina cayese tras él, cerró los ojos y se balanceó al ritmo de la nave.
Ash se quedó donde estaba.
La cortina permaneció inmóvil. Nada de escuderos, ni de pajes; ninguno de sus amigos, los jóvenes y bulliciosos caballeros alemanes.
¿Qué pasa con esas aristocráticas costumbres nupciales tan públicas?
, se preguntó la mujer.
No, no, tú no lo harás, ¿verdad? ¿Sacar las sábanas de aquí para demostrar que no hay manchas de sangre virginal? No querrás escuchar que la gente dice que su esposa es una puta
.
—Fernando...
Las manos grandes del hombre desabotonaron la parte frontal del jubón de satén con mangas abullonadas y se lo quitó con un movimiento de hombros. Fernando esbozó una sonrisa especialmente maliciosa.
—Para ti es «marido».
El sudor le pegaba el pelo rubio a la frente. Luchó con los ojales de la cintura, los abandonó a medio camino y la tela se rasgó cuando sacó de un tirón el brazo de la camisa. Aun siendo de constitución delgada y aunque su cuerpo no había alcanzado todo su peso adulto, Ash lo encontró grande, así de simple: pecho masculino, torso masculino, los músculos duros de los muslos masculinos cuando el hombre es un caballero y monta a caballo todos los días.
No se molestó en desatarse la bragueta, metió la mano y se sacó la polla, ya medio rígida, por encima de la tela, se la agarró con una mano y con la otra trepó al cajón de la cama junto a ella. La luz amarilla del farol convertía su piel en oro aceitado. La joven aspiró el aire. Olía a hombre, también olía igual que las camisas de lino cuando se dejan secar al aire libre.
Con sus propias manos la mercenaria se levantó la camisa, debajo estaba desnuda.
Él bajó la mano y la envolvió alrededor de la polla púrpura, cada vez más gruesa, le levantó a ella las caderas con la otra mano y guió la embestida con un empujón inexperto.
Ya más que preparada (lista desde que se había dado cuenta de que eran sus pasos los que oía en el exterior), la mercenaria recibió toda su gruesa longitud en su interior, ardiente como si tuviera fiebre. Empalada, cercó la solidez masculina.
El rostro del joven bajó un poco más, a milímetros del de ella y vio en sus ojos que se había dado cuenta de que estaba húmeda. El hombre murmuró...
—Puta...
Le acarició con el pulgar las cicatrices de las mejillas, una cicatriz antigua en la base del cuello, una curva de cardenales negros donde un golpe en Neuss le había hincado la coraza bajo el brazo. La voz indistinta y joven farfulló:
—Tienes cuerpo de hombre.
Los ojales de las calzas masculinas se tensaron en la cintura, al igual que los de la bragueta. La fina lana se rasgó por una costura interior y expuso la carne dura del muslo. El torso del hombre cayó sobre ella. Aquel peso la obligó a luchar por respirar. La mercenaria enterró los dedos en los grandes músculos de la parte superior de los brazos masculinos, con fuerza. La piel que tenía bajo sus manos era terciopelo sobre acero, seda sobre hierro. La joven dejó caer la cabeza en las almohadas de seda y de su garganta salió un gemido.