Ash, La historia secreta (17 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Ash se puso en pie.

—Mira, te contaré algo sobre... la familia del Guiz, Robert. Luego, puedes decirme qué puedo hacer. Porque yo no lo sé.

Cuatro días después de que tanto las tropas de Carlos el Temerario de Borgoña como los hombres del emperador Federico III se retiraran de Neuss, terminando así el asedio
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de forma efectiva, Ash se encontraba en la gran Catedral Verde de Colonia.

Demasiada gente atestaba el cuerpo principal de la catedral para que el ojo humano lo absorbiera todo. Todos hombro con hombro, hombres con túnicas plisadas de terciopelo azul y lana de color escarlata, cadenas de plata alrededor del cuello, monederos y dagas en el cinturón, y extravagantes gorros enrollados de carabina con colas que les colgaban por debajo de los hombros. La corte del Emperador.

Mil rostros salpicados de la luz que entraba sesgada por unas vidrieras rojas y azules y caía de ventanas ojivales situadas a una altura capaz de retorcerte los intestinos, muy por encima de las losas del suelo. Delgadas columnas de piedra perforaban una cantidad de aire aterradora, demasiado frágiles para soportar el techo abovedado. Y alrededor de las bases de esos pilares, hombres con pan de oro en las empuñaduras de las dagas y carne de sobra en la quijada, seguían hablando en un tono de voz que ya empezaba a elevarse.

—Va a llegar tarde. Llega tarde. —Ash tragó saliva mientras se le retorcían los intestinos con ademán incómodo—. No me lo creo. ¡Me va a dejar plantada!

—No puede ser. No puedes tener tanta suerte —siseó Anselmo—. Ash, ¡tienes que hacer algo!

—¡Pues tú dirás qué! Si no se me ha ocurrido en cuatro días, ¡no se me va a ocurrir ahora!

¿Cuántos minutos han de pasar antes de que el poder de contratar a la compañía pase de esposa a marido? Agotados todos los demás recursos, la única forma que le quedaba de deshacerse de la boda era salir del edificio. Ahora.

Delante de la corte del Emperador.

Y tienen razón
, pensó Ash.
La mitad de las familias reales de la Cristiandad está casada con la otra mitad; no conseguiríamos otro contrato hasta que se hubieran calmado. No hasta el año que viene, quizá. No he apartado el dinero suficiente para darnos de comer si tardamos tanto en tener patrón. Ni de cerca
.

Robert Anselm miró por encima de ella, al padre Godfrey Maximillian, que estaba detrás de ella.

—No nos vendría mal una plegaria que nos bendiga, padre.

El barbudo asintió.

—No es que ahora importe mucho, pero ¿habéis averiguado quién me ha metido en esto? —Quiso saber Ash, en voz lo bastante baja para que solo la oyeran sus seguidores.

Godfrey, a su derecha, respondió en voz igual de baja.

—Segismundo del Tirol.

—Maldita sea. ¿Segismundo? ¿Pero qué le...? Ese hombre tiene mucha memoria. ¿Esto es porque luchamos del otro lado en Héricourt?

Godfrey inclinó la cabeza.

—Segismundo del Tirol es demasiado rico para que Federico lo ofenda rechazando una sugerencia tan útil. Me han dicho que a Segismundo no le gustan «los mercenarios con más de cincuenta lanzas». Al parecer, piensa que son una amenaza. Para la pureza del noble arte de la guerra.

—¿«Pureza» de la guerra? Hombre, no me jodas.

El barbudo sacerdote esbozó una sonrisa maliciosa.

—Destrozaste las tropas de su casa, si no recuerdo mal.

—Me pagaban para eso. Por dios. ¡Es una mezquindad crearnos tantos problemas por eso!

Ash miró por encima del hombro. La parte de atrás de la catedral también estaba repleta de hombres de pie, mercaderes de Colonia con suntuosos atavíos, los líderes de lanza de Ash, que los superaban en riqueza y un revoltijo de mercenarios a los que habían obligado a dejar las armas fuera de la catedral y por tanto no superaban a nadie en brillo.

No se oían ninguno de los comentarios obscenos y risotadas alegres que se habrían escuchado si se casara uno de sus hombres de armas. Aparte de poner en peligro el futuro de sus hombres, la mercenaria vio que todo aquello los obligaba a mirarla y ver una mujer, en una ciudad, en paz, donde antes habían visto un mercenario, en el campo de batalla, en la guerra, donde, por tanto, podían evitar la molestia de considerar cuál era su sexo.

Ash gruñó con un susurro:

—¡Cristo, ojalá hubiera nacido hombre! Me habría dado casi dos centímetros más de alcance, la capacidad de mear de pie... ¡y no tendría que soportar toda esta mierda!

El ceño adulto y preocupado de Robert Anselm se desvaneció en un chisporroteo repentino de carcajadas.

Ash buscó de forma automática el escepticismo de Florian, que siempre la animaba, pero el cirujano no estaba allí; la mujer disfrazada se había desvanecido entre la masa de la compañía que había levantado el campamento en Neuss cuatro días antes y desde entonces nadie la había visto (desde luego no mientras plantaban el campamento a las afueras de Colonia, donde, como recalcó un amplio número de mercenarios uniformados, había que levantar grandes pesos).

Ash añadió:

—Y podría tomarme como algo personal que Federico pusiera la boda el día de San Simeón
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... ¿Quizá podríamos aparecer con un compromiso nupcial previo? Alguien que se acercara al altar de piedra y jurara que teníamos un contrato prenupcial de niños.

Anselm, a su izquierda, dijo:

—¿Quién va a levantarse y comerse ese marrón? Yo no.

—No te lo pediría. —Ash dejó de hablar cuando el Obispo de Colonia se acercó al grupo de la novia—. Su Gracia.

—Nuestra sumisa y dulce novia. —El alto y delgado obispo Stephen estiró la mano para manosear los pliegues del estandarte de la mercenaria, cuyo mástil sujetaba Robert Anselm. Se inclinó para inspeccionar las letras de color escarlata bordadas bajo el león—. ¿Qué es esto?

—Jeremías, capítulo cincuenta y uno, versículo veinte —citó Godfrey.

Robert Anselm gruñó una traducción:

—«Eres mi hacha de batalla y mi arma de guerra; por ti romperé en mil pedazos las naciones y contigo destruiré reinos». Es una especie de declaración de intenciones, su Gracia.

—Qué... apropiado. Muy... pío.

Una nueva voz susurró con sequedad.

—¿Quién es pío?

El obispo inclinó el cuerpo delgado ataviado con alba y casulla verde.

—Su Majestad Imperial...

Federico de Habsburgo atravesó cojeando la multitud de hombres que se apartaban de su camino. Ash se dio cuenta de que se apoyaba en un bastón. El hombrecito miró al sacerdote de la compañía de Ash como si fuera la primera vez que veía a aquel hombre.

—¿Tú, verdad? ¿Un hombre de paz en una compañía de guerra? No me parece. «Reprende a la compañía de lanceros... espanta al pueblo que se deleita con la guerra»
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.

Godfrey Maximillian se quitó la capucha de la túnica y se presentó con la cabeza respetuosamente desnuda (si bien despeinada) ante el Emperador.

—Pero, Su Majestad, ¿Proverbios ciento cuarenta y cuatro, por ejemplo?

El Emperador soltó una risita ronca y seca.

—«Bendito sea el Señor, mi fuerza, que enseña a mis manos el arte de la guerra y a mis dedos a luchar». Vaya, un sacerdote culto.

—Y como sacerdote culto que eres —dijo Ash—, ¿quizá pudieras decirle a Su Majestad cuánto tiempo tenemos que esperar a un novio invisible antes de poder irnos todos a casa?

—Vosotros a esperar —dijo Federico en voz baja. Se produjo una repentina falta de conversación.

Ash se habría paseado por el altar, pero los pliegues del vestido y las miradas de los reunidos la detuvieron. Sobre el altar, las Nueve Órdenes de los Ángeles relucían en la piedra: Serafines, Querubines y Tronos, que son los que más cerca están de Dios; luego Dominaciones, Potestades y Virtudes; luego Principados, Arcángeles y Ángeles. Al Principado de Colonia lo habían esculpido con unas alas arqueadas y género ambiguo, sonriendo, aferrado a una representación de la corona imperial de Federico.

¿A qué estaba jugando Fernando del Guiz?

No se atreverá a ofender al Emperador. ¿Verdad? ¿Verdad?

Después de todo, es un caballero. Quizá no quiera casarse con una campesina. Cristo, espero que sea eso
...

A la izquierda del altar, por un arranque de buen humor de los canteros, el Príncipe de Este Mundo se había tallado ofreciéndole una rosa a la figura desnuda del Lujo. Sapos y serpientes se aferraban a la espalda de los suntuosos pliegues de piedra de su túnica
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. Ash contempló la figura del Lujo. Había muchas mujeres presentes en la piedra. En carne y hueso, solo cinco, ella y sus doncellas. Las acostumbradas damas de honor de la novia se encontraban a su espalda, Ludmilla (con una de las mejores túnicas de la costurera) y las otras tres: Blanche, Isobel y Eleanor. Mujeres que conocía desde que de niñas puteaban juntas en el Grifo en Oro. Ash había sentido una cierta satisfacción al ver cuántos de los muchos nobles de Colonia presentes ya habían reconocido muy nerviosos a Blanche, Isobel y Eleanor.

Si tengo que soportar esta puta ceremonia, ¡lo voy a hacer a mi manera!

Ash contempló al Emperador, que se alejaba inmerso en una conversación con el obispo de Colonia, Stephen. Los dos se paseaban como si estuvieran en un salón real y no en un edificio sagrado.

—Fernando llega tarde. ¡No va a venir! —La alegría y el alivio la inundaron—. Bueno, oye, no es nuestro enemigo... Esto lo hizo el Archiduque Segismundo. Segismundo me está obligando a competir en el campo de la política, donde no sé lo que hago, en lugar de en el campo de batalla, donde sí que lo sé.

—Mujer, te has dejado las entrañas para conseguir que Federico te diera tierras. —Godfrey, que parecía casi tan escéptico como Florian—. El otro se limitó a aprovecharse de ese pecado de avaricia.

—Nada de avaricia. Estupidez. —Ash se contuvo para no mirar a su alrededor otra vez—. Pero todo va a salir bien.

—Sí... No. Hay gente fuera.

—¡Mierda! —Aquel susurro marcado por la erre hizo que las dos primeras filas de hombres miraran a la novia un poco indecisos.

Ash llevaba el pelo plateado suelto, como hacen las doncellas. Dado que habitualmente lo llevaba trenzado, se rizaba por ello y las ondas fluían y le bajaban por encima de los hombros, por la espalda, no solo hasta los muslos, sino hasta la parte posterior de las rodillas. El velo de hilo más delicado y transparente le cubría la cabeza y el tocado de plata que lo sujetaba estaba trenzado con una guirnalda de margaritas silvestres. El velo estaba hecho de un lino tan fino que se podían ver a través de él las cicatrices que le cubrían las mejillas.

Se alzaba fornida y sudorosa, ataviada con las fluidas y voluminosas túnicas azules y doradas.

Sonaron los tambores y los cuernos. Le dieron un vuelco las tripas. Fernando del Guiz y sus seguidores recorrían a toda prisa el trayecto que los separaba de la pantalla de separación rematada por un crucifijo; todos nobles jóvenes de las Alemanias, todos con más dinero encima que el que ella ve en seis años de poner su cuerpo en primera línea de batalla para que el hacha, la espada y la flecha lo golpeen.

El emperador Federico III, Sacro Emperador Romano, se acercó con su séquito a ocupar el lugar real que le pertenecía en la parte frontal. Ash reconoció el rostro del duque Segismundo del Tirol. El hombre no le dio la satisfacción de sonreír.

La luz caía sesgada desde las inmensas ventanas ojivales perpendiculares, manchando con una luz verde la figura de una mujer tallada en mármol negro que cabalgaba a lomos del Toro en el altar
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. Ash levantó los ojos desesperada y contempló la enigmática sonrisa de piedra de aquella mujer y la tela bordada con hilos de oro que la ocultaban cuando los niños vestidos con tunicelas blancas, entraron en el coro con las velas de cera verde ardiendo. Fue consciente de que alguien se colocaba a su lado.

Miró a su derecha. El joven caballero Fernando del Guiz se encontraba allí, mirando con igual deliberación hacia arriba, al altar, no a ella. Parecía algo más que despeinado y no llevaba sombrero. Por primera vez pudo verle bien la cara.

Creí que era mayor que yo. No puede serlo. No más de un año o dos
.

Ahora lo recuerdo
...

No fue su rostro, ahora algo mayor, de piel clara y cejas atrevidas, pecas cubriéndole la nariz recta. Ni el espeso cabello dorado, que le habían cortado ahora a la altura de los hombros. Ash contempló la inclinación avergonzada de sus amplios hombros y el cuerpo ágil (crecido ya hasta casi alcanzar el de un hombre), que cambiaba el peso de pie sin parar.

Eso es. Eso es...

Se dio cuenta de que se moría por levantar la mano y alborotarle el cabello y despojarlo de su peinado. Percibió el aroma masculino bajo el perfume dulce de la algalia. Entonces era una niña. Ahora... Por voluntad propia, las puntas de sus dedos le dijeron lo que sería desatar el jubón plisado de terciopelo que no necesitaba ningún forro en los amplios hombros, bajárselo hasta la cintura estrecha y desabrochar los ojales de sus calzas... Dejó que su mirada bajara por la línea triangular del cuerpo masculino, hasta los muslos fuertes de jinete embutidos en las mejores calzas tejidas.

Dulce Jesús que murió para salvarnos. Codicio tanto su cuerpo ahora como cuando tenía doce años
.

—¡Mi señora Ash!

Estaba claro que alguien le había hecho una pregunta.

—¿Sí? —Asintió Ash distraída.

Cayó la luz sobre ella. Fernando del Guiz: levantándole el fino velo de hilo. El joven tenía los ojos verdes, de un color verde pétreo, oscuros como el mar.

—Estáis casados —pronunció el Obispo de Colonia.

Habló Fernando del Guiz. Ash olió el vino cálido en su aliento. Dijo con una voz perfectamente clara que rompió el silencio:

—Preferiría haberme casado con mi caballo.

Robert Anselm, por lo bajo, murmuró.

—El caballo no te aceptaría.

Alguien sofocó un grito, alguien se rió; hubo una carcajada encantada, obscena, en la parte posterior de la catedral. Ash creyó reconocer a Joscelyn van Mander.

Sin saber si debía reír, llorar o pegarle a algo, Ash se quedó mirando el rostro del joven con el que se acababa de casar. Buscaba una insinuación (solo una insinuación) de la sonrisa cómplice, llena de buen humor, que le había ofrecido en Neuss.

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