Ash, La historia secreta (18 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Nada.

No fue consciente de que estiraba los hombros y que su rostro adquiría algo parecido a la expresión que adoptaba cuando estaba en el campamento de la compañía.

—Tú a mí no me hablas así.

—Ahora eres mi esposa. Te hablo como me plazca. Si no te gusta, puedo pegarte. Eres mi esposa y ¡serás dócil!

Ash no pudo evitar soltar una sonora carcajada.

—¿Lo seré?

Fernando del Guiz recorrió con el dedo, embutido en el elegante guante de cuero, el cuello femenino, desde la barbilla al cuello de hilo de la camisola. A continuación hizo alarde de oler el guante.

—Huelo pis. Es cierto. Huelo pis.

—Del Guiz —le advirtió el Emperador.

Fernando les dio la espalda y se alejó, cruzó el suelo de losas y se acercó a Federico de Habsburgo y a una llorosa Constanza del Guiz, (las damas de la corte entraban ahora en la nave, una vez terminada la ceremonia). Ninguno de los cuales hizo algo más que echarle una mirada de lado a la novia, que se había quedado sola.

—No. —Ash le puso una mano a Robert Anselm en el brazo. Lanzó una rápida mirada que incluyó también a Godfrey—. No. Está bien.

—¿«Está bien»? ¡No vas a dejar que te haga eso! —Anselm había contraído los hombros casi hasta las protuberantes orejas y el cuerpo entero ansiaba cruzar la nave y derribar a Fernando del Guiz de un puñetazo.

—Sé lo que estoy haciendo. Acabo de verlo. —Ash incrementó la presión de los dedos sobre el brazo masculino. Se oían murmullos entre su compañía, en la parte posterior de la nave.

—Sería una novia muy infeliz —dijo Ash en voz baja—. Pero podría ser una viuda bastante alegre.

Los dos hombres se sobresaltaron. Resultaba hasta cómico. Ash siguió mirándolos. Robert Anselm le dio una sacudida a la cabeza, algo muy breve, satisfecho. Fue Godfrey Maximillian el que esbozó una fría sonrisa.

—Las viudas heredan los negocios de sus maridos —dijo Ash.

—Sí... —asintió Robert Anselm—. Pero será mejor no mencionárselo a Florian. Ese hombre es su hermano.

—Entonces no se lo digas a ell... él. —Ash esquivó los ojos de Godfrey—. No será la primera «caída de un caballo» que se produce entre la nobleza alemana.

Ash hizo una pausa bajo las gigantescas bóvedas de la catedral, pues por un momento había olvidado a sus compañeros, lo que acababa de decir y buscaba a Fernando un poco más allá, dándole la espalda, con el peso apoyado en una cadera, inmenso al lado de su madre. El cuerpo femenino despertó al verlo, al contemplar la postura de aquel joven alto.

Esto no va a ser nada fácil. Lo mires como lo mires, esto no va a ser fácil
. —Damas. Caballeros. —Ash volvió la vista atrás para asegurarse de que Ludmilla, Blanche, Isobel y Eleanor le estaban sosteniendo la cola para que pudiese caminar y posó los dedos cubiertos de anillos en el brazo de Godfrey—. No vamos a lloriquear por las esquinas. Vayamos a darle las gracias a la gente por venir a mi boda.

Se le encogieron las entrañas. Sabía la imagen que daba: una joven novia, con el velo retirado y el pelo de un color rubio plateado convertido en una nube gloriosa. No sabía que las cicatrices destacaban con un tono rojo plateado sobre sus pálidas mejillas. Se dirigió primero a sus líderes de lanza, donde se sentiría cómoda: los hombres decían una palabra aquí, un pequeño chiste allá, intercambiaban un apretón de manos.

Algunos la miraban con pena.

Ella no podía evitarlo, seguía atravesando la multitud con la mirada en busca de Fernando del Guiz. Ahora lo vio iluminado como un ángel bajo los haces de la ventana ojival mientras hablaba con Joscelyn van Mander.

Van Mander le daba la espalda.

—No le ha llevado mucho tiempo.

Anselm se encogió de hombros.

—Ahora el contrato de van Mander le pertenece a del Guiz.

La mercenaria oyó un susurro a sus espaldas. La pesada tela de la cola, desatendida de repente, le dio un tirón al cuello. Le lanzó una mirada furiosa a la gran Isobel y a Blanche. Las dos mercenarias no la miraron; habían juntado las cabezas y susurraban con los ojos clavados en un hombre que estaba un poco más lejos; Ash pensó que las expresiones de sus rostros estaban entre el asombro y el miedo. Lo reconoció, era el sureño que había estado en Neuss.

La pequeña Eleanor le susurró una explicación a Blanche.

—¡Viene de las tierras que están bajo la Penitencia!

Ash cayó un poco tarde en la cuenta de por qué llevaba aquella tela de muselina oscura alrededor del cuello, lista para usar. Dijo con la voz tensa.

—Oh, por el Cristo Verde, tampoco es que haya demonios en África, vamos a seguir, ¿de acuerdo?

Ash siguió atravesando la nave, saludando a los nobles menores de las ciudades libres ataviados con sus mejores galas y a sus esposas, con sus inmensos tocados astados y sus velos.
Este no es mi sitio
, pensó Ash mientras se dirigía a todos con amabilidad, sin decir nada en concreto; hablaba con los embajadores de Saboya y Milán y contemplaba el susto que se llevaban al ver que una
hic mulier
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podía llevar vestidos, sabía hablar en su idioma y lo cierto es que no tenía cuernos y rabo de demonio.

¿Qué hago? ¿Qué hago?

Otra voz habló tras ella, con cierto acento.

—Señora.

Ash sonrió para despedirse del embajador milanés (un hombre aburrido y además le tenía miedo a una mujer que había matado a otros en el campo de batalla) y se volvió.

El hombre que había hablado era el sureño, con el pelo claro y el rostro bronceado por el duro sol. Llevaba una túnica blanca corta, junto con unos pantalones blancos con unas grebas atadas alrededor y un camisote de malla. El hecho de que fuera vestido para la guerra, aunque sin armas, hizo que se sintiera más cómoda.

Bajo la luz de las ventanas ojivales, las pupilas de los ojos masculinos, de color claro, se habían contraído hasta convertirse en simples alfileres.

—¿Recién llegado de Túnez? —se aventuró, hablando una versión mercenaria, exacta pero poco culta, del idioma del hombre.

—De Cartago. —Asintió él dándole el apelativo godo
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—. Pero ya me he acostumbrado, creo, a la luz.

—Estoy... oh, mierda —se interrumpió Ash de inmediato.

Una figura sólida, con forma de hombre, esperaba detrás del cartaginés. Lo superaba en una cabeza o más, Ash supuso que medía tres metros o tres metros y medio. A primera vista habría dicho que era una estatua hecha de granito rojo, la estatua de un hombre con un ovoide sin rasgos por cabeza.

Las estatuas no se movían.

Se sintió enrojecer; sintió que Robert Anselm y Godfrey Maximillian se apretujaban contra sus hombros y se quedaban mirando por encima del recién llegado. La mercenaria volvió a encontrar su voz.

—¡Jamás había visto uno de esos de cerca!

—¿Nuestro gólem
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? Bueno, sí.

Con una expresión divertida en los ojos pálidos, como si estuviera acostumbrado a esto, el hombre le hizo un gesto a la estatua con un chasquido de los dedos. Al ver la señal del cartaginés, la figura dio un paso y quedó bajo un haz de luz.

Los colores de la vidriera se deslizaron por el cuerpo y los miembros de granito rojo tallado. En cada articulación (en el cuello, los hombros, los codos, las rodillas y los tobillos) relucía el latón; el metal se ensamblaba con pulcritud en la piedra. Los dedos de piedra estaban articulados con tanto cuidado como los lamés de los guanteletes alemanes. Emitía un olor leve a algo acre (¿lodo del río?) y su paso por las diminutas losas del suelo de la catedral despertaba un eco pesado que dejaba la impresión de un peso inmenso.

—¿Me permitís tocarlo?

—Si así lo deseáis, señora.

Ash estiró la mano y posó las yemas de los dedos en el pecho de granito rojo. La piedra estaba fría. Deslizó la mano por el pecho y sintió los músculos pectorales esculpidos. La cabeza se ladeó hacia abajo y la miró.

En el ovoide sin rasgos se abrieron dos agujeros almendrados, allí donde un hombre habría tenido los ojos. El cuerpo de la mujer se estremeció al anticipar el blanco de los ojos, una pupila, un centro.

Los ojos que había detrás de los párpados de piedra estaban llenos de arena roja. La mercenaria contempló el movimiento deslizante de los granos.

—Bebida. —Le ordenó el hombre de Cartago.

Los brazos pivotaron y se levantaron sin ruido. La estatua móvil le ofreció una copa dorada y engastada al hombre al que servía. El cartaginés bebió y se la devolvió.

—Oh, sí, señora, ¡se nos permite traer a nuestros gólems sirvientes con nosotros! Si bien hubo algún debate sobre sí se les debía permitir la entrada en su «iglesia». —Rodeó delicadamente la palabra con ciertos matices de sarcasmo.

—Parece un demonio. —Ash se quedó mirando el gólem. Se imaginó el peso de aquel brazo articulado si fuera a subir y luego bajar, si fuera a golpear algo. A la mercenaria le brillaron los ojos.

—No es nada. ¡Pero vos sois la novia! —El hombre le cogió la mano libre y la besó. Tenía los labios secos. Le chispeaban los ojos. En su idioma, dijo—: Asturio, señora; Asturio Lebrija, embajador de la Ciudadela ante la corte del Emperador, por breve tiempo que sea. ¡Estos alemanes! ¿Cuánto tiempo podré soportarlo? Vos sois una mujer de vuestras manos, señora. Una guerrera. ¿Por qué os casáis con ese muchacho?

Ash dijo, mordaz:

—¿Por qué estáis aquí como embajador?

—Me ha enviado alguien que tenía poder. Ah, ya veo. —La mano bronceada de Asturio Lebrija se rascó el pelo que, según percibió la mercenaria, llevaba corto, a la moda norteafricana de los que acostumbran a llevar yelmo—. Bueno, sois aquí tan bienvenida como yo, creo.

—Como un pedo en un baño comunal.

Lebrija lanzó una carcajada.

—Embajador, creo que tienen miedo de que algún día vuestro pueblo deje de luchar contra los turcos y se convierta en un problema. —Ash notó que Godfrey se hacía a un lado para hablar con los asistentes de Lebrija. Robert Anselm se quedó, amenazador, a su lado, con la mirada clavada en el gólem—. O es porque envidian las puertas hidráulicas y el agua caliente subterránea de vuestro Cartago y todas esas cosas de la Edad de Oro.

—Alcantarillas, acumuladores, trirremes, motores de ábaco... —Los ojos de Asturio bailaban mientras le aseguraba a la joven la existencia de todo aquello—. Oh, somos Roma renacida. ¡He aquí nuestras poderosas legiones!

—Su caballería pesada no está mal... —Ash se acarició la boca y la barbilla pero no pudo ahogar la sonrisa—. Vaya. Menos mal que sois el embajador. Eso no ha sido demasiado diplomático.

—Ya he conocido antes a mujeres de guerra. Preferiría encontraros en la corte que en el campo de batalla.

Ash esbozó una amplia sonrisa.

—Bueno. ¿Esta luz del norte es demasiado brillante para vos, embajador Asturio?

—Desde luego no es el Crepúsculo Eterno, señora, lo admito...

Una voz más madura a espaldas de Lebrija los interrumpió con brusquedad:

—Ven aquí ahora mismo, Asturio, cojones. ¡Ayúdame con este puto alemán confabulador!

Ash parpadeó, se dio cuenta de inmediato que aquel hombre hablaba visigodo, que su tono era dulce y agradable y que sus propios mercenarios eran los únicos presentes que lo habían entendido. Les lanzó una mirada furiosa a Isobel, Blanche, Euen Huw y a Paul di Conti, que se encogieron. Cuando se volvió de nuevo hacia él, Asturio Lebrija se inclinó en una vistosa despedida y se reunió con el que debía de ser el primer embajador de la delegación visigoda, que se encontraba al lado del emperador Federico. El gólem lo siguió con un paso suave y pesado.

—Sus catafractos no están mal —le susurró Robert Anselm al oído—. ¡Por no hablar ya de los putos barcos! Y llevan diez años rearmándose.

—Lo sé. Al final va a haber otra guerra entre visigodos y turcos por el control del Mediterráneo, con siervos indisciplinados y caballería ligera liándose a mamporrazos sin resultado visible. Claro que... —(una esperanza repentina)—, podría haber algo para nosotros allí abajo.

—No para «nosotros». —Los rasgos de Anselmo se retorcieron de asco—. Para Fernando del Guiz.

—No por mucho tiempo.

Justo tras eso otra voz despertó los ecos de los enormes espacios abiertos de la catedral, resonando desde la cripta a las bóvedas de cañón.

—¡Fuera!

Federico de Habsburgo... gritando.

La conversación se detuvo de inmediato y se hizo el silencio. Ash se dispuso a abrirse paso entre la multitud. Un pie le pisó la cola y la detuvo de un tirón. Ludmilla murmuró algo mientras recogía la tela de las losas y se lanzaba todo el peso sobre un brazo. Ash le sonrió a la gran Isobel y alcanzó a Anselm, luego se colocó entre él y Godfrey hasta llegar a la parte frontal de la multitud.

Dos hombres tenían a Asturio Lebrija sujeto por los brazos, que le habían retorcido a la espalda, y obligaban al hombrecito de la camisa de malla a arrodillarse. También en el suelo de piedra, el embajador visigodo más anciano tenía el astil de una alabarda sujeto contra la garganta y la rodilla de Segismundo de Tirol en la espalda. El gólem permanecía tan quieto como los santos tallados en las hornacinas.

La voz sibilante de Federico, todavía agitada tras recuperar un control que Ash no le había oído perder antes, resonó entre los gigantescos pilares.

—Daniel de Quesada, puedo oíros decir que su pueblo le ha dado al mío la medicina, la albañilería y las matemáticas; no pienso quedarme aquí, en esta antiquísima catedral y escuchar cómo calumnia a mi pueblo y lo llama bárbaro...

—Lebrija no ha dicho...

Federico de Habsburgo hizo caso omiso del maduro embajador.

—... cómo llama a Luis de Francia «araña», ¡o que me diga a la cara que soy «viejo y codicioso»!

Ash paseó la mirada entre Federico y sus encendidos nobles y los embajadores visigodos. Era mucho más probable que Asturio Lebrija hubiera olvidado por un momento qué idioma estaba hablando y no que el más anciano (con barba y el aspecto de veterano de mil batallas) le hubiera permitido de forma deliberada insultar al Sacro Emperador Romano.

Le murmuró a Godfrey.

—Alguien está intentando provocar jaleo. De forma deliberada. ¿Quién?

El barbudo sacerdote frunció el ceño.

—Creo que Federico. No quiere que le pidan que preste ayuda militar en el norte del África visigoda
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. Pero no querrá que lo oigan negarse a la petición de los embajadores por si se supone que se niega porque no tiene tropas que enviar y es por tanto débil. Es más fácil ganar tiempo así, dada esta excusa, con un supuesto ataque de ira por un «insulto»

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