Ash, La historia secreta (40 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

No era una negociación, sino pura curiosidad personal, comprendió Ash. Y como tal, quizá una debilidad que se podía explotar.

—Nos visitó un santo cuando yo era niña. Vino el león. —Ash se tocó la mejilla, algo que no hacía con frecuencia, y sintió la carne dentada bajo las yemas enguantadas—. Me marcó con sus garras, para mostrar así que yo habría de ser una Leona, en el campo de batalla.

—¿Tan joven? Sí, a mí también me entrenaron muy pronto.

Ash repitió, utilizando el término de forma bastante deliberada, su anterior pregunta:

—¿De quién soy yo bastarda?

—De nadie.

—¿Na...?

La general visigoda parecía evaluar lo perpleja que se sentía Ash.
Deberíamos poder leernos muy bien
, pensó Ash. ¿Pero es así? ¿Cómo iba a saberlo? Podría equivocarme.

Dejó que su lengua continuara hablando.

—¿Qué quieres decir con eso? No querrás decir que soy legítima. ¿De qué familia? ¿De qué familia procedes tú?

—De la de nadie.

Los ojos oscuros bailaban, sin ninguna malicia que Ash pudiera detectar y luego la otra mujer dio un profundo suspiro, dejó descansar los brazos blindados en la mesa y se inclinó hacia delante. La luz de las teas de los gólems se deslizaba por su cabello rubio platino y por su rostro sin marcas.

—Tú no eres más legítima que yo —dijo la Faris—. Soy hija de esclavos.

Ash se la quedó mirando fijamente, consciente de una conmoción demasiado intensa para reconocerla; tan intensa que se desvaneció en un encogimiento de hombros mental y un «¿y qué?», la conciencia de que algo, en alguna parte, se había soltado en su mente.

La Faris continuó:

—Fueran quienes fueran mis padres, eran esclavos en Cartago. Los turcos tienen sus jenízaros, niños cristianos que roban y crían y los convierten en guerreros fanáticos por su país. Mi... padre... hacía algo muy parecido. Yo nací de una esclava —repitió en voz baja—, una cautiva: y supongo que tú también. Lo siento si esperabas algo mejor que eso.

La tristeza de su tono parecía sincera.

Ash abandonó cualquier idea de negociación o subterfugio.

—No lo entiendo.

—No, ¿por qué habrías de entenderlo? No creo que al
amir
Leofrico le hiciera mucha gracia saber que te lo estoy contando. Su familia lleva generaciones criando niños para conseguir un Faris. Yo soy su éxito. Tú debes de ser...

—Uno de los descartes —la interrumpió Ash—. ¿No es así?

El corazón le golpeaba en el pecho. Aguantó el aliento a la espera de que la contradijera. La visigoda se inclinó en silencio y con sus propias manos sirvió vino de una botella en dos copas de madera de fresno. Le ofreció una y Ash la cogió. El negro espejo de líquido se agitaba con el temblor de sus manos. Nadie la contradijo.

—¿Un proyecto de cría de Faris? —repitió Ash. Y luego, con brusquedad—: ¡Dijiste que tenías padre!

—El
amir
Leofrico. No. Me he acostumbrado a... no es mi verdadero padre, claro está. No se rebajaría a inseminar esclavas.

—Me da igual si se dedica a tirarse burros —dijo Ash con brutalidad—. Por eso querías verme, ¿verdad? ¿Por eso viniste hasta Guizburg mientras estás dirigiendo una maldita guerra? ¿Porque soy tu... hermana?

—Hermana, medio-hermana, prima. Algo. ¡Míranos! —La general visigoda se volvió a encoger de hombros. Cuando levantó su copa de madera también a ella le temblaban las manos—. No creo que mi padre... que el Lord-
Amir
Leofrico sepa por qué tenía que verte.

—Leofrico. —Ash se quedó mirando a su gemela sin verla. Parte de su mente revolvía entre los recuerdos heráldicos—. ¿Es uno de los
amirs
de la corte del Rey Califa? ¿Un hombre poderoso?

La Faris sonrió:

—La Casa Leofrico ha sido, desde tiempos inmemoriales, íntima compañera de los reyes Califas. Les dimos los mensajeros gólems. Y ahora,
un faris
.

—Que le pasa a los... dijiste que había otros. Un proyecto. ¿Qué les pasa a las otras personas que son como nosotras? ¿Cuántas...?

—Cientos, a lo largo de los años. Supongo. Nunca lo he preguntado.

—Nunca lo has preguntado. —Incrédula, Ash se terminó la copa, ni siquiera notó si el vino era bueno o malo—. Esto no es nuevo para ti, ¿verdad?

—No. Supongo que suena bastante raro, si no has crecido con ello.

—¿Qué les pasa a los otros? A los que no son tú, ¿qué les pasa a esos?

—Si no pueden hablar con la máquina
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, se les suele matar. Incluso si pueden hablar con la máquina, normalmente se vuelven locos. No tienes ni idea de lo afortunada que me siento por no haberme vuelto loca en mi infancia.

Lo primero que se le ocurrió a Ash fue un sardónico «¿estás segura de eso?», y luego comprendió algo más de lo que había dicho la mujer. Totalmente horrorizada, repitió:

—¿Matarlos?

Antes de que la visigoda pudiera responder, sintió el impacto de una única frase.

Y soltó de golpe, sin ninguna intención de hacerlo.

—¿Qué quieres decir con eso de hablar con la máquina? ¿Qué «máquina»? ¿A qué te refieres?

La Faris dobló los dedos alrededor de la copa de madera.

—¿No me digas que no has oído hablar del Gólem de Piedra? — preguntó con un tono irónico que Ash no solo reconoció sino que sospechó que era una parodia deliberada—. ¿Cuando me he tomado tantas molestias para extender el rumor? Quiero que mis enemigos estén demasiado aterrorizados para enfrentarse a mí. Quiero que todo el mundo sepa que tenemos una gran máquina de guerra
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en casa y que hablo con ella siempre que me place. Incluso en plena batalla. Sobre todo en plena batalla.

Eso es
, comprendió Ash.
Por eso estoy aquí
.

No porque me parezca a ella
.

No porque es probable que seamos familia
.

Porque oye voces y quiere saber si yo también las oigo
.

¿Y qué coño hará si se entera de la verdad?

A
pesar de saber que era precipitarse demasiado en sus conclusiones, a pesar de saber que quizá no estuviera justificado, el pánico y la incertidumbre hicieron que el corazón empezara a saltarle en el pecho, hasta el punto de alegrarse de llevar puesto un gorjal: el latido se habría visto con toda claridad en su garganta.

Y por puro reflejo, hizo lo que llevaba haciendo desde que tenía ocho años: cortó la cadena que la unía a sus miedos. Habló con tono casual y desdeñoso:

—Oh, he oído los rumores. Pero no son más que rumores. Tienes una especie de Cabeza Parlante en Cartago, ¿es una cabeza? —se interrumpió para preguntar.

—¿Has visto nuestros caminantes de arcilla? Es su abuelo y progenitor: el Gólem de Piedra. Pero —añadió la mujer—, la derrota que le infligimos a los italianos y a los suizos no es un simple «rumor».

—¡Los italianos! Sé por qué arrasasteis Milán, fue solo para interrumpir el comercio de armaduras. Lo sé todo sobre eso: en otro tiempo fui aprendiz de un armero milanés. —Dado que ese hecho no había conseguido distraer a la mujer ni a ella misma, Ash siguió a toda prisa—: Admito lo de los suizos pero, ¿por qué no ibas a ser buena? Después de todo, ¡yo soy buena!

Se detuvo y podría haberse mordido la lengua con la fuerza suficiente para hacerse sangre.

—Sí. Eres buena —dijo la Faris con naturalidad—. Tengo entendido que tú también oyes «voces».

—Pues eso no es un rumor. Es una mentira descarada. —Ash se las arregló para lanzar una tosca carcajada— ¿Quién crees que soy, la Pucelle
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? ¡Y ahora me dirás que soy virgen!

—¿Nada de voces? ¿Solo una mentira útil? —sugirió con suavidad la general visigoda.

—Bueno, no es que vaya a negarlo, ¿verdad? Cuanto más Celestial parezca, mejor para mí. —Ash consiguió, de forma bastante más convincente, parecer a la vez pagada de sí misma y avergonzada de que la hubieran sorprendido contando mentiras en público.

La mujer se tocó la sien.

—Aun así, yo sí estoy en contacto con nuestro computador táctico. Lo oigo. Aquí.

Ash se la quedó mirando. Debía de parecer, se dio cuenta por un momento, que no se creía ni una palabra de lo que le decía la mujer y que pensaba que debía de estar loca. Lo cierto es que apenas era consciente de la presencia de la mujer.

El aire frío que entró en el jardín protegido le refrescó el rostro sudoroso. Fuera bufó un caballo y expulsó su aliento al cielo nocturno. El sonido de la charla de los soldados visigodos era apenas audible. Ash se aferró a lo que podía ver y oír como si fuera su propia cordura. El pensamiento se formó en su mente, inevitable.
Si me concibieron como a ella y ella oye la voz de una máquina táctica, entonces es de ahí de donde viene mi voz
.

¡No!

Se limpió el labio superior húmedo, el aliento empañó las placas metálicas del guantelete. Aturdida, al principio tuvo la sensación de que iba a vomitar y luego fue como si se separara de sí misma de una forma extraña. Vio que la copa de vino se le caía de los dedos y rebotaba, derramando líquido por toda la mesa de caballete y empapando los papeles tan pulcramente colocados.

La Faris soltó un taco, se levantó de un salto, llamó a alguien y derribó la mesa. Cuatro o cinco muchachos, pajes o siervos visigodos, entraron corriendo en el jardín, rescataron los documentos, limpiaron la mesa, y empaparon el vino que manchaba el camisote de la general. Ash se quedó sentada y miró todo aquello con expresión ausente.

Siervos criados para ser soldados. ¿Es eso lo que dice? ¿Y yo no soy más que una mocosa a la que por alguna razón no mataron? Oh, mi dulce Jesús, y yo que siempre pensé que los esclavos y los cautivos eran despreciables
...

Y mi voz no es
...

¿No es qué?

¿No es el león? ¿No es un santo?

¿No es un demonio?

¡Cristo, dulce salvador, oh mi dulce, dulce salvador, esto es peor que los demonios!

Ash apretó la mano izquierda y ocultó el puño debajo de la mesa mientras se clavaba las placas de acero en la carne. Luego pudo al fin levantar la vista, centrarse gracias al dolor y murmurar:

—Lo siento. Beber con el estómago vacío. El vino se me ha subido a la cabeza.

No lo sabes. No sabes si lo que ella oye es lo que oyes tú. No sabes si es lo mismo
.

Ash se miró la mano izquierda. El guante del guantelete que le cubría la palma de la mano mostraba manchas rojas que empapaban el cuero.

Lo último que me apetece hacer es seguir hablando con esta mujer. Oh, joder
.

Me pregunto qué pasaría si se lo dijera. Que sí oigo una voz. Una voz que me dice qué tácticas puedo usar en una batalla.

Y si se lo digo, ¿qué pasa luego?

Si yo no sé la respuesta a esa pregunta, ¡desde luego no debería hacérsela a ella!

Le sorprendió, como le había ocurrido con frecuencia en el pasado, lo mucho que aminora el tiempo su marcha cuando la vida queda volcada en la cuneta. Una copa de vino, en un jardín, una noche de julio; es ese tipo de ocasiones que en ese momento pasan rápida y automáticamente y que luego desaparecen del recuerdo de inmediato. Ahora lo registró todo con minuciosidad, desde la pata del taburete de roble que, bajo su peso, se iba hundiendo poco a poco en la hierba repleta de margaritas hasta el deslizamiento de las placas de su armadura cuando estiró un brazo para coger la botella de vino, pasando por la larga intensidad del momento antes de que sus siervos dejaran de limpiar a la general visigoda y esta volviera la cabeza brillante para mirar a Ash otra vez.

—Es cierto —dijo la Faris en tono familiar—. Hablo con la máquina de guerra. Mis hombres la llaman el Gólem de Piedra. No es de piedra y no se mueve como estos... —Un pequeño encogimiento de hombros cuando señaló las figuras de piedra y latón que sujetaban las teas—... Pero le gusta el nombre.

La precaución volvía a asentarse, Ash posó la botella y pensó,
si no sé cual será el resultado de decírselo, entonces no debería decírselo hasta que lo sepa
.

Y desde luego no hasta que haya tenido tiempo de pensarlo, hablarlo con Godfrey, Florian y Roberto
...

¡Mierda, no! Ellos solo piensan que podría ser bastarda; ¿cómo voy a decirles que nací esclava?

Dijo, con los labios rígidos por el engaño:

—¿Y para qué serviría una máquina de guerra como esa? Podría llevarme mi ejemplar de Vegetius
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al campo de batalla y leerlo allí, pero eso no me ayudaría a ganar.

—Pero si lo tuvieras allí contigo, vivo y pudieras pedirle consejo al propio Vegetius, ¿entonces quizá sí?

La visigoda se rascó la parte frontal de la delicada cota de malla con un dedo mientras bajaba la vista.

—Eso va a oxidarse. ¡La humedad de este maldito país!

Las teas de brea siseaban y chisporroteaban al quemarse. Los gólems permanecían quietos, estatuas frías. Las estelas del humo negro con olor a pino subían hacia el cielo nocturno. El arco curvado de la media luna menguante se hundía detrás de los setos del jardín. A Ash le dolían los músculos. Le escocía cada golpe recibido durante el arresto. El vino se le había subido a la cabeza y la hacía tambalearse un poco en el taburete; y pensó,
si no tengo cuidado, la bebida va a hacer efecto, le diré la verdad y entonces, ¿dónde estaré?

—Hermanas —dijo con voz borrosa. El taburete de madera se precipitó hacia delante. Se levantó en lugar de caer de bruces y se paró con una mano blindada extendida, agarrándose al hombro de la visigoda para apoyarse—. ¡Cristo, mujer, podríamos ser gemelas! ¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve.

Ash lanzó una carcajada temblorosa.

—Bueno, ahí lo tienes. Si supiera el año que nací, podría decírtelo. Ahora debo de tener dieciocho años, diecinueve o unos veinte. Quizá somos gemelas. ¿Tú que crees?

—Mi padre hace que críen entre sí todos sus esclavos. Creo que lo más probable es que todos nos parezcamos. —Las cejas oscuras de la Faris se fruncieron. Levantó la mano con los dedos desnudos y acarició a Ash en la mejilla—. Vi a algunos de los otros, de niña, pero se volvieron locos.

—¡Se volvieron locos! —Un rubor se extendió por el rostro de Ash, que sintió su calor. No lo planeó, fue algo totalmente genuino: su rostro se ruborizó—. ¿Qué se supone que he de contarle a la gente? Faris, ¿qué les digo? ¿Que un lord-
amir
loco de ahí abajo, de Cartago, está criando esclavos como si fueran ganado, como animales? ¿Y que yo era uno de ellos?

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