—Me marcho a Basilea. Veréis por qué en un minuto. Robert, te doy el mando temporal de la compañía. Quiero que hagas un campamento fortificado a unos cuatro kilómetros y medio de la ciudad, por el lado occidental. Puedes levantar mis pabellones de guerra, mesas, alfombras, la vajilla de plata, toda la parafernalia. Por si recibes visitas.
La despejada frente de Anselm se llenó de arrugas.
—Estamos acostumbrados a que nos mandes por ahí mientras tú negocias un contrato. Este ya está firmado.
—Lo sé, lo sé. No voy a cambiar eso.
—No es lo que hemos hecho otras veces.
—Es lo que vamos a hacer ahora.
Ash descruzó los brazos y se levantó. Miró a su alrededor, a sus rostros, en aquella tienda iluminada por las velas y clavó la mirada por un momento en Floria.
Aquí hay mucha historia y parte no la sabe todo el mundo
. Dejó el problema a un lado para más tarde.
—Quiero hablar con la general —Ash dudó un momento. Luego continuó y habló con todos y cada uno.
—Godfrey, quiero que hables con tus contactos de los monasterios. Y Fl... Florian, habla con los médicos visigodos. Angelotti, tú conoces a matemáticos y artilleros en su campamento, vete a emborracharte con ellos. ¡Quiero saberlo todo sobre esta mujer! Quiero saber lo que tiene para acabar con ella rápido, lo que quiere que haga su ejército en la Cristiandad, quién es su familia y si es cierto que oye voces. Quiero saber si sabe lo que le ha pasado al sol.
Fuera, la puesta de la media luna indica la llegada de otro día sin luz.
—Roberto. Mientras esté dentro de los muros de Basilea —dijo Ash—, no me vendría mal toda la amenaza implícita que pueda conseguir, esperando ahí fuera.
Mientras se dirigía a la ciudad de Basilea, Ash no podía pensar en otra cosa,
tiene mi cara. No tengo padre ni madre, no hay nadie en el mundo que se me parezca pero ella tiene mi cara. Tengo que hablar con ella
.
¡Por el dulce Cristo, ojalá hubiera luz!
Bajo aquella oscuridad diurna, entre sus montañas, Basilea resonaba con los cascos de los caballos de guerra y los gritos de los soldados. Los ciudadanos se apartaban de un salto y se refugiaban en el interior de los edificios; o bien no dejaban jamás sus casas y le gritaban desde las ventanas del piso superior cuando ella pasaba a caballo. Puta, perra y traidora eran los insultos más comunes.
—Nadie quiere a los mercenarios —suspiró Ash, burlona. Rickard se echó a reír. Los hombres de armas de la compañía se contonearon.
Había cruces marcando la mayor parte de las puertas. Las iglesias estaban abarrotadas. Ash atravesó procesiones de flagelantes y encontró todos los edificios civiles cerrados salvo la casa de un gremio, que tenía pendones negros en el exterior.
Ascendió como pudo las tortuosas y estrechas escaleras con la armadura y su escolta detrás. Pilares de roble desnudos sobresalían de las paredes blancas enyesadas. La falta de espacio hacía que cualquier arma fuera un obstáculo. Un ruido creciente provenía de las cámaras superiores: voces de hombres que hablaban suizo, flamenco, italiano y el latín del norte de África. El consejo de ocupación de la Faris: quizá pudiera encontrarla en alguna parte.
—Toma. —Se quitó la celada y se la pasó a Rickard. La condensación empañaba el metal brillante.
No era, cuando entró, muy diferente de ninguna otra habitación en cualquier otra ciudad. Ventanas con marcos de piedra y cristales emplomados en forma de diamante que se asomaban a la lluvia que caía sobre las calles empedradas. Casas de cuatro pisos al otro lado del estrecho callejón, fachadas de yeso y vigas reluciendo por la humedad, bajo una lluvia que se estaba convirtiendo en aguanieve, se dio cuenta de repente. Gotas blancas caían en los círculos que dibujaba la luz de los faroles, la luz de otras ventanas y las antorchas de brea iluminaban a los hombres de armas que esperaban abajo.
Los tejados inclinados bloqueaban la visión del cielo negro desde la calle. La temperatura de la habitación era sofocante y hedía por culpa de cien velas de sebo y de junco. Cuando la mercenaria miró la vela de cera marcada, vio que eran más de las doce del mediodía.
—Ash. —Sacó una insignia de librea de cuero—.
Condottiere
de la Faris.
Los guardias visigodos la dejaron pasar. Se sentó en la mesa, con sus hombres detrás, razonablemente segura de que Robert Anselm podían manejar tanto a Joscelyn van Mander como a Paul di Conti; de que tomaría nota de lo que dijesen los líderes de las lanzas más pequeñas; de que, si se llegaba a eso, la compañía lo seguiría en un ataque. Una rápida mirada a su alrededor le mostró que había europeos y visigodos, pero no había señal de su Faris.
Un
amir
(por las ropas) dijo:
—Debemos organizar esta coronación. Les ruego a todos ayuda con el procedimiento.
Otro civil visigodo empezó a leer, con cuidado, de un manuscrito europeo iluminado.
—«En cuanto el arzobispo haya puesto la corona en la cabeza del rey, ofrecerá entonces el rey su espada a Dios sobre el altar... el conde más loable que haya presente en la sala la... presentará desnuda ante el rey....»
[59]
.
Eso no es cosa mía
, pensó Ash.
¿Cómo coño consigo hablar con su general?
Se rascó el cuello, bajo el gorjal de malla. Luego se detuvo, no quería atraer la atención hacia el cuero mordisqueado por las ratas y los puntos rojos de las picaduras de las pulgas.
—¿Pero por qué hemos de coronar a nuestro virrey con ceremonias paganas? —Quiso saber uno de los
qa'ids
visigodos—. Ni siquiera sus propios reyes y emperadores han conseguido merecer la lealtad de estas gentes, ¡así que, para qué servirá!
Un poco más allá, al otro lado de la mesa, un hombre con el pelo rubio cortado a la moda militar visigoda levantó la cabeza. Ash se encontró mirando el rostro de Fernando del Guiz.
—Oye, no es nada personal, del Guiz —añadió con tono afable el mismo oficial visigodo—. Después de todo, quizá seas un traidor, pero, coño, ¡eres nuestro traidor!
Un murmullo de humor seco recorrió la mesa de madera, sofocado por el
amir
, que sin embargo miró al joven caballero alemán con expresión burlona.
Fernando del Guiz sonrió. Su expresión era abierta, cómplice del oficial visigodo de alto rango, como si Fernando disfrutara del chiste hecho a su propia costa.
Era la misma sonrisa encantadora que había compartido con ella fuera de la tienda del Emperador en Neuss.
Ash vio que la frente le relucía bajo la luz de las velas; le brillaba de sudor.
Ni un signo de carácter. Ninguno en absoluto.
—¡Joder! —Gritó Ash.
—«Y el rey será...» —Un hombre de cabello blanco con una túnica plisada de lana de color sombrío y una cadena de plata alrededor del cuello levantó la vista del documento escrito que iba siguiendo con el dedo enjoyado—. ¿Disculpad,
Frau
?
—¡Joder! —Ash se levantó de un salto y se inclinó hacia delante con las manos cubiertas con los guanteletes apoyadas en la mesa. Fernando del Guiz: pétreos ojos verdes. Fernando del Guiz, con un camisote y una túnica blanca debajo; la insignia de
qa'id
atada al hombro y la boca ahora blanca alrededor de los labios. El joven se encontró con los ojos de la mercenaria y esta lo sintió, sintió el contacto de sus ojos como una sacudida literal bajo las costillas.
—¡Eres un puto traidor!
Siente la empuñadura de la espada sólida bajo el puño, saca la hoja, afilada como una cuchilla, un centímetro de la vaina antes de pensarlo siquiera, cada músculo entrenado empieza a moverse. La mercenaria siente en su cuerpo la sacudida de anticipación de la punta de la espada atravesando el rostro desnudo, desprotegido, del joven. Le aplasta la mejilla, el ojo, el cerebro. La fuerza bruta resuelve tantas cosas en esta vida en las que no merece la pena pensar... Después de todo, así es como se gana la vida.
En el segundo escaso que tarda en sacar la espada, Agnus Dei (ya visible, sentado con la armadura milanesa y una sobrevesta blanca detrás del
amir
) se encoge de hombros, un gesto que dice con toda claridad «¡mujeres!» y dice en voz alta:
—¡Guárdate tus asuntos privados para otra ocasión,
madonna
!
Ash lanzó una breve mirada por encima del hombro para asegurarse de que sus seis hombres de armas estaban colocados detrás de ella. Rostros impasibles. Listos para respaldarla. Salvo Rickard. El muchacho se mordía la mano desnuda, aterrado ante aquel silencio.
Aquello la afectó.
Fernando del Guiz la contemplaba sin ninguna expresión en el rostro. A salvo tras los muros de la protección pública.
—Eso haré —dijo Ash mientras se sentaba. En aquella habitación de vigas bajas, hombres repentinamente tensos que llevaban espadas en el cinturón se relajaron y la mercenaria añadió—: Y también dejaré mis asuntos con el Cordero para otro momento.
—Quizá a los mercenarios no les haga falta acudir a esta reunión,
condottieri
—sugirió el lord-amir con sequedad.
—Supongo que no. —Ash tensó los brazos contra el borde de la mesa de roble—. Lo cierto es que necesito hablar con vuestra Faris.
—Está en el ayuntamiento de la ciudad.
Estaba claro que solo era para aplacar a un mercenario pendenciero. Pero Ash lo agradeció. Se levantó con un impulso y disimuló una sonrisa al ver que Agnus Dei también tenía que reunir a sus hombres, despedirse y dejar la reunión y la casa.
Le echó un vistazo al Cordero y sus hombres cuando salieron con lentitud al empedrado detrás de ella. Se arrebujó en el manto para que la protegiera del aguanieve.
—Todos los mercenarios en la calle juntos...
Eso lo haría luchar o reír.
Las arrugas se profundizaron en el rostro bronceado del italiano, bajo el barbote y el penacho empapado.
—¿Qué te paga,
madonna
?
—Más que a ti. Sea lo que sea, apuesto a que es más que a ti.
—Tú tienes más lanzas —dijo él con suavidad al tiempo que se ponía los pesados guanteletes.
Confundida por la rápida evaporación de su enfado, Ash se puso el yelmo y estiró la mano cuando Rickard trajo a Godluc; luego montó rápida y fácilmente. Tampoco es que los cascos herrados de un caballo de guerra fueran más seguros sobre el empedrado que sus propias botas de suela resbaladiza.
El Cordero exclamó:
—¿Te lo ha dicho tu Antonio Angelotti? También han quemado Milán. Hasta los cimientos.
Un olor a caballo mojado impregnaba el aire frío.
—Tú eras de Milán, ¿no, Cordero?
—Los mercenarios no son de ningún sitio, ya lo sabes.
—Algunos lo intentamos. —Eso le recordó Guizburg, a setenta y cinco kilómetros de distancia, (muros de la ciudad destrozados y una torre incólume) y otra sacudida la dejó sin aliento: está arriba, en esa pequeña habitación, ¡y yo desearía que estuviera muerto!
—¿Cuál de los dos fue? —quiso saber—, ¿Quién dejó que se conocieran las «gemelas» sin advertirnos a ninguna de las dos?
El Cordero lanzó una risita dura.
—Si la Faris creyera que fue culpa mía,
madonna
, ¿estaría aquí?
—Pero Fernando también está aquí.
El mercenario italiano le lanzó una mirada que decía «eres una niña» y que no tenía nada que ver con su edad.
Ash dijo, temeraria:
—¿Y si te pagara para que mataras a mi marido?
—¡Soy soldado, no asesino!
—Cordero, siempre he sabido que tenías principios, ¡si al menos pudiera encontrarlos! —La mercenaria hizo un chiste de la situación y se echó a reír, incómoda porque era consciente por la expresión del italiano que este sabía que no era ningún chiste.
—Además, es el hombre de moda con la Faris-General. —Agnus Dei se tocó la sobrevesta blanca y su expresión cambió—. Dios le juzgará,
madonna
. ¿Crees que eres el único enemigo que tiene, después de hacer esto? El juicio de Dios está sobre él.
—Me gustaría llegar primero. —Ash, muy seria, contempló cómo montaban Agnus Dei y sus hombres. Cascos y voces resonaban entre las casas altas y estrechas.
Una putada de calle para luchar
, pensó, y dejó caer la barbilla sobre el gorjal para murmurar en voz alta (como una simple suposición) y por primera vez desde Génova:
—Seis caballeros montados contra siete... todos llevan martillos de guerra, espadas, hachas... en muy mal terreno...
Y se detuvo. Y levantó el brazo para bajar de un tirón la cimera de la celada y ocultar así la cara. Hizo girar a Godluc, las herraduras de hierro sacaban chispas del aguanieve, resbaló y salió de allí al galope, sus hombres de armas la siguieron como pudieron, el grito horrorizado de Cordero se perdió entre el estruendo.
¡No! ¡No he dicho nada! ¡No quiero oírlo...!
Nada racional: un muro de miedo se elevó en su mente. No quería reflexionar sobre las razones.
No es más que el santo que oigo desde que era niña: por qué
...
No quiero oír mi voz
.
Al final dejó que Godluc frenara un poco sobre el peligroso empedrado. Las antorchas ardían mientras Ash guiaba a su séquito por las calles estrechas y oscuras como la boca de un lobo. Un reloj marcó a lo lejos las dos de la tarde.
—Sé dónde recogeremos al cirujano de camino —le dijo a Thomas Rochester. Había renunciado al Floria-Florian, era un nombre que la hacía trabarse al hablar. Rochester asintió y dirigió el modo de cabalgar: él y otro jinete armado delante de ella, dos más en la retaguardia y los dos ballesteros montados con los gorros de fieltro cabalgarían al lado de la mujer. El camino que pisaban cambió bajo sus pies y el empedrado dio paso a rodadas de barro helado.
Ash cabalgaba entre las casas, que tenían diminutas ventanas de cristal emplomado iluminadas por velas baratas de junco. Un punto negro dio una sacudida y salió disparado delante de ella. Godluc movió la cabeza ante aquel vuelo angular. Murciélagos, comprendió: murciélagos que salían volando de las casas-cuevas con la oscuridad del día y que atrapaban insectos, o lo intentaban.
Algo crujió bajo los cascos herrados del caballo de guerra.
Delante de ellos, tirados por el suelo frío, los insectos yacían como escarcha crujiente.
Hormigas con alas, todas muertas de frío; abejas, avispas, moscardas. Había cien mil, los cascos ligeros de Godluc se posaban sobre las alas brillantes y rotas de las mariposas.