Ash, La historia secreta (31 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Godfrey Maximillian dejó por un momento de pasearse y levantó los ojos de las páginas del libro.

—Los hombres que Euen encontró formaban parte de una procesión que iba de Berna al santuario de la abadía de san Walburga. Mírales la espalda. Esas laceraciones son de látigos con puntas de hierro. Creen que la flagelación nos devolverá el sol.

El parecido que había entre Robert Anselm y Godfrey Maximillian, el hombre calvo y el barbudo, era quizá nada más que la anchura del pecho, la resonancia de la voz. Fuera producto o no de una actividad sexual reciente, después de un largo periodo de celibato, Ash se encontró de pronto siendo consciente de la diferencia, de la virilidad. No estaba acostumbrada a pensar así; era algo relacionado con el aspecto físico más que con los prejuicios.

—Volveré a ver a Quesada —informó a Anselm, y se volvió hacia Godfrey cuando el otro bajó las escaleras—. Si no es un eclipse, ¿entonces algún tipo de brujería, un milagro negro...?

Godfrey hizo una pausa al lado de la mesa de caballete, como si los garabatos astrológicos de Angelotti pudieran conmover de algún modo sus lecturas bíblicas.

—No ha caído ninguna estrella, la luna no está tan roja como la sangre. El sol no se ha oscurecido a causa del humo del Abismo. La tercera parte del sol debería estar afectada, no es eso lo que está pasando. No ha habido Jinetes, no se ha roto ningún Sello. No son los últimos días que preceden al oscurecimiento del sol
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.

—No, no son las dificultades que habría antes del Juicio Final —insistió Ash—, sino un castigo, un juicio, ¿o un milagro del mal?

—¿Juicio por qué? Los príncipes de la Cristiandad son malvados, pero no más malvados que la generación anterior. La gente común es venal, débil, fácilmente influenciable y con frecuencia se arrepiente; no es ningún cambio con respecto a cómo han sido siempre las cosas. Esto es la angustia de las naciones
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, ¡pero nunca hemos vivido en la Edad de Oro! —Las gruesas yemas de los dedos del hombre se extraviaban sobre las mayúsculas dibujadas, sobre los santos pintados en pequeños santuarios iluminados—. No lo sé.

—¡Entonces reza para encontrar la respuesta, joder!

—Sí. —Cerró el libro sobre un dedo. Tenía los ojos del color del ámbar, llenos de la luz de la habitación iluminada por faroles y hogueras—. ¿De qué puedo servirte sin la ayuda de Dios? Todo lo que hago es sacar acertijos de los Evangelios y creo que me equivoco con más frecuencia de lo que acierto.

—Estás ordenado y eso es suficiente para mí. Ya lo sabes. —Ash habló con crudeza, sabía con toda exactitud por qué se había ido el sacerdote después de la instrucción—. Reza para que alcancemos la gracia.

—Sí.

Alguien pidió el santo y seña a gritos y luego unos pasos resonaron en las escaleras.

Ash se dio la vuelta y se sentó en el taburete que había detrás de la mesa de caballete. Eso la colocó con el estandarte del león Azur a su espalda, con el mástil apoyado en la pared. La celada y los guanteletes descansaban sobre la mesa, junto con el cinturón de la espada, la vaina y la espada. Su sacerdote rezaba en la esquina, ante el altar del Cristo Verde. Su maestro artillero calculaba el gasto de pólvora. Más que suficiente para crear un efecto, calculó y no levantó la vista durante sus buenos treinta latidos después de oír que entraban en la habitación Floria del Guiz y Daniel de Quesada.

De Quesada habló primero, bastante racional:

—Consideraré este asedio como un ataque contra los ejércitos del Rey-Califa.

Ash le dejó escuchar el eco de su voz en silencio. Los muros de yeso y los listones ahogaban los gritos y los cañonazos, infrecuentes y pequeños. Por fin lo miró.

Sugirió con suavidad:

—Decidle a los representantes del Califa que Femando del Guiz es mi marido, que se le ha despojado de sus derechos, que actúo en mi propio nombre para recuperar lo que es ahora propiedad mía dado que a él se la ha quitado el emperador Federico.

El rostro de Daniel de Quesada estaba cubierto de costras allí donde se curaban las heridas producidas al arrancarle el pelo de la barba. Tenía los ojos apagados. Le salían las palabras con esfuerzo.

—Así que asediáis el castillo de vuestro esposo, con él dentro, y él es ahora súbdito feudal del rey-Califa Teodorico... ¿pero eso no es un acto de agresión contra nosotros?

—¿Por qué debería serlo? Estas son mis tierras. —Ash se inclinó hacia delante con las manos unidas—. Soy una mercenaria. El mundo se ha vuelto loco. Quiero a mi compañía dentro de los muros de piedra. Entonces pensaré quién va a contratarme.

De Quesada todavía tenía un nerviosismo febril, a pesar de los opiáceos de Floria y de la mano en el hombro que lo contenía. Lucía con torpeza el jubón, las calzas y el sombrero enrollado de carabina que le habían dado; se notaba que no estaba acostumbrado a moverse con ese tipo de ropa.

—No podemos perder —dijo él.

—Yo suelo encontrarme en el lado ganador. —Era lo bastante ambiguo y Ash lo dejó así—. Os proporcionaré una escolta, embajador. Os voy a devolver a vuestra gente.

—¡Creí que estaba prisionero!

—Yo no soy Federico y no soy súbdita de Federico. —Ash hizo un gesto con la cabeza y lo despidió—. Esperad allí un momento. Florian, quiero hablar contigo.

Daniel de Quesada miró a su alrededor, luego cruzó las tablas desiguales del suelo como si cruzara la cubierta incierta de un barco, dudó un momento en la puerta y por fin se fue a colocar en la esquina más alejada de las ventanas.

Ash se puso en pie y vertió un poco de vino en una copa de madera que le ofreció a Floria. Habló un momento en inglés, dado que era el idioma de una isla pequeña, bárbara y desconocida y existía una buena posibilidad de que el diplomático visigodo no lo entendiera.

—¿Está loco de verdad? ¿Qué le puedo preguntar sobre esta oscuridad?

—Como una chota. ¡Yo qué sé! —El cirujano levantó una cadera sobre la mesa de caballete y se sentó con las largas piernas colgando—. Quizá estén acostumbrados a que sus embajadores vuelvan tocados por la mano de Dios si los mandan con mensajes sobre señales y portentos. Seguramente su estado es funcional. No puedo prometerte que siga así si empiezas a hacerle preguntas.

—Pues mala suerte. Necesitamos saberlo. —Le hizo una seña al visigodo. Este volvió a acercarse—. Maese embajador, otra cosa. Quiero saber cuándo volverá a haber luz.

—¿Luz?

—Cuándo va a salir el sol. ¡Cuándo va a cesar la oscuridad!

—El sol... —Daniel de Quesada se estremeció y no volvió la cabeza hacia la ventana—. ¿Hay niebla fuera?

—¿Cómo voy a saberlo? ¡Ahí fuera está tan oscuro como vuestro sombrero! —Ash suspiró. Es
evidente que ya me puedo olvidar de una respuesta razonable de este
—. No, maese embajador. Está oscuro. No hay niebla.

El hombre se rodeó el cuerpo con los brazos. Había algo en la forma de su boca que hizo que Ash se estremeciera: los hombres adultos que están bien de la cabeza no tienen ese aspecto.

—Nos separamos. Casi en la cima... había niebla. Yo trepé. —El
staccato
godo-cartaginés de Quesada apenas resultaba comprensible—. Arriba, arriba, arriba. Una carretera sinuosa, en la nieve. Hielo. Siempre trepando hasta que ya solo pude arrastrarme. Luego vino un gran viento, el cielo estaba de color púrpura sobre mí. Púrpura, y todos los picos blancos, tan arriba... Montañas. Me aferró. Solo hay aire. La roca me hace sangrar las manos...

Ash, que recordaba bien un cielo de un color azul tan oscuro que quemaba y el aire tan fino que hacía daño en el pecho, le dijo a Floria.

—Ahora está hablando del paso de San Gotardo. Donde lo encontraron los monjes.

Floria puso una mano firme en el brazo del hombre.

—Vamos a llevaros otra vez a la enfermería, embajador.

Medio alerta, Daniel de Quesada se encontró con la mirada de Ash.

—La niebla... desapareció. —Separó las manos, como un hombre que abre una cortina.

Ash dijo:

—Estaba despejado hace un mes, cuando cruzamos el paso con Fernando. Había nieve en las rocas a ambos lados pero el camino estaba despejado. Sé dónde deben de haberos encontrado, embajador. He estado allí. Uno puede colocarse allí y contemplar Italia. Justo allí abajo, a más de dos mil metros.

Las carretas crujen, los caballos se esfuerzan contra la pendiente; el aliento de los hombres de armas llena de vapor el aire; y ella está allí parada, el frío le golpea las suelas de las botas y se asoma a un acantilado moteado de verde y blanco que se precipita hacia las colinas. Pero parece absurdo llamarlo acantilado, al lado sur del paso que cruza los Alpes como una silla de montar; las montañas se elevan en una media luna que tiene kilómetros de anchura.

Y hay casi dos kilómetros hasta el fondo.

Roca pura, musgo y hielo y una inmensidad de aire vacío tan grande y profunda que te duele con solo mirarlo.

Terminó en voz baja:

—Si te cayeras, no tocarías el suelo hasta llegar al fondo.

—¡Justo abajo! —repitió Daniel de Quesada. Sus ojos brillaban—. Me encontré mirando... El camino que había debajo, curva tras curva tras curva. Hay un lago al fondo. No es más grande que la uña de mi dedo.

Ash recuerda el miedo interminable y forzado del descenso y que el lago, cuando llegaron hasta él, era bastante grande y se acurrucaba en la base de las colinas: ni siquiera entonces habían salido de la montaña.

—La niebla se despejó y yo estaba mirando abajo.

Toda la habitación estaba en silencio. Después de un minuto, Ash comprendió que aquel hombre no iba a decir nada más. De Quesada miraba las sombras cambiantes con unos ojos que no veían nada.

Mientras Floria le entregaba el visigodo a uno de sus ayudantes, Angelotti dijo:

—He oído que los hombres se tapan los ojos al cruzar los pasos alpinos porque temen volverse locos
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. Nunca pensé que conocería a uno,
madonna
.

—Creo que acabas de hacerlo. —Ash contempló la marcha de Quesada con una sonrisa triste—. Bueno, llevármelo en medio de los disturbios con la esperanza de que nos fuera de alguna utilidad no fue una de mis mejores ideas. Tenía la esperanza de que negociara con del Guiz cuando llegáramos aquí.

—Está como una cabra —comentó Floria—. Si quieres mi opinión médica. No es el mejor título para un heraldo.

Ash bufó.

—Me da igual si está chalado. Quiero respuestas. ¡No me gusta esta oscuridad!

—¿Y a quién sí? —inquirió Floria con tono retórico. Luego resopló—. ¿Quieres saber cuántos de tus hombres han desarrollado ataques agudos de vientre del cobarde?

—No. ¿Por qué crees que quiero mantenerlos ocupados con un asedio? Están acostumbrados a abrir túneles para los petardos y al estrépito de los cañones, les da seguridad... Por eso los hombres de armas están recorriendo calle tras calle de este pueblo requisando provisiones... si van a saquear este sitio, que sea al menos un saqueo organizado.

Ese llamamiento a su cinismo hizo que Floria se echara a reír, como Ash sabía que ocurriría. Había tan poca diferencia entre Floria y Florian, incluso en la galantería con la que la mujer se ofreció ahora a servirle vino a la propia Ash.

—No se diferencia tanto de los ataques nocturnos —añadió Ash mientras rechazaba el vino—, que son, bien lo sabe Dios, una putada, pero posibles. Quiero que este castillo se abra con traiciones, no que lo dañemos al tener que irrumpir en él. Y hablando de eso... —La inquietud que acompañaba a su fracaso en el interrogatorio de Quesada la impulsó a ponerse en acción—. Ven conmigo y échale un vistazo a esto. ¡Angelotti!

Dejaron la habitación, el artillero con ellos; Ash echó un vistazo atrás y vio que Godfrey Maximillian, con los amplios hombros inclinados, seguía inmerso en su plegaria. Una vez fuera, (tras entrar en el muro de oscuridad de las calles, negro como la pez), se quedaron en silencio durante unos minutos, esperando que se ajustara su visión nocturna antes de dirigirse tambaleándose hacia las luces de las hogueras.

La herrería del pueblo había sido tomada por los armeros de la compañía, un grupo de hombres de manos perpetuamente negras con el pelo desaliñado, sin sombrero, vestidos con almillas
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, delantales de cuero y sin camisa, sudorosos de la forja y medio sordos a causa del constante zumbido de los martillos. Les dejaron paso con amabilidad a Ash, su cirujano y su escolta de media docena de hombres y perros. Para ellos, ningún comandante era algo más que un medio para un fin, eso lo sabía. Este último proyecto era difícil y bienvenido por eso, bienvenido por inusual.

—¿Un par de tenazas de seis metros de alto? —se aventuró Floria al estudiar los enormes mangos de acero.

—¿Son las hojas adecuadas? —El armero jefe de la compañía, Dickon Stour, solía terminar con una nota interrogativa, incluso cuando no hablaba su inglés materno—. ¿Para soportar la presión y para cortar hierro?

—Y eso son escalas para trepar —dijo Ash. Señaló unas fornidas varas de madera con unos ganchos de acero en un extremo y una red de palos pegada. Engánchalo a un muro, tira de las cuerdas y se desenvuelve una escala de la red—. Voy a mandar gente en secreto, con lana negra sobre la armadura, para que corten las barras grandes de la verja del postigo desde dentro. Yo diría que por la noche, pero con esta oscuridad... —Un encogimiento de hombros y una amplia sonrisa—. Caballeros sigilosos...

—Estás loca. Ellos están locos. ¡Quiero hablar contigo! —Floria frunció el ceño ante el ruido de los yunques y señaló, en silencio, la calle. Ash estrechó manos, dio palmadas en los hombros y abandonó el lugar con su escolta. Angelotti se quedó para hablar de metalurgia.

Ash alcanzó al cirujano unos metros más allá, clavando la mirada en la calle empedrada que subía la colina hasta los matacanes y los maderos del castillo que coronaban las alturas.

Floria caminaba deprisa, unos pasos por delante de los hombres de armas y de los perros.

—¿De verdad vas a intentarlo?

—Ya lo hemos hecho antes. Hace dos años, en... ¿dónde fue? —reflexionó—. ¿En algún lugar del sur de Francia?

—El que está ahí dentro es mi hermano. —La voz de la mujer salió masculina del anochecer y el aliento se hundió en los registros más bajos que nunca se relajaban, sin importarle si la escolta de mando podía oírla o no—. Cierto que no le veo desde que tenía diez años. Cierto que era un mocoso malcriado. Y ahora es un montón de mierda. Pero la sangre es la sangre. Es mi familia.

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