—Quizá ahora vayamos a ser como las tierras que hay bajo la Penitencia —continuó Ash—, pero... Angelotti ha estado en Cartago y en el Crepúsculo Eterno y se las arreglan bastante bien, ¡y no vais a permitir que un puñado de desarrapados venza al león!
No hubo nada parecido a gritos de ánimo, pero emitieron la primera respuesta que les había oído: un murmullo apagado, lleno de «¡joder!» y «¡mierda!» y nadie llegó a pronunciar la palabra deserción.
—Bien —dijo la mercenaria con viveza—. Nos vamos. La compañía va a levantar el campamento. Ya lo hemos desmontado de noche, no es la primera vez; todos sabéis cómo hacerlo. Nos quiero cargados y listos para irnos a las Tercias.
Se levantó una mano, apenas visible bajo la luz fluida y llena de hollín de las antorchas improvisadas. Ash se inclinó hacia delante en la silla para ver mejor. Se dio cuenta de que era su senescal, Henri Brant, con el cuerpo todavía envuelto en telas manchadas de sangre, apoyado en el hombro de su paje, Rickard.
—¿Henri?
—¿Por qué nos trasladamos? ¿Adónde vamos? —Su voz sonaba tan débil que el joven moreno que tenía detrás le gritaba las preguntas a Ash.
—Te lo diré —dijo Ash con tono firme. Se acomodó en la silla y examinó la masa de gente, buscó con intensidad los que se escabullían, los que ya se llevaban sus petates, las caras conocidas que no veía allí—. Todos conocéis a mi marido, Fernando del Guiz. Bueno, pues se ha pasado al enemigo.
—¿Es eso verdad? —aulló uno de los hombres de armas.
Ash recordó a Constanza, rescatada del tumulto que se produjo en el campo del torneo: la angustia absoluta de aquella mujer diminuta; lo poco dispuesta que estaba a confesarle a la esposa campesina de Fernando que la nobleza cortesana sabía con toda exactitud dónde estaba su hijo. Al recordar todo eso, agudizó la voz para que se transmitiera aún mejor por aquel día oscuro:
—Sí, es cierto.
Por encima del sonido continuó:
—Por la razón que sea, parece que Fernando del Guiz le ha jurado lealtad al Califa visigodo.
Los dejó absorber esa información y luego dijo con tono mesurado:
—Sus haciendas están al sur de aquí, en Baviera, en un lugar llamado Guizburg. Me han dicho que Fernando está ocupando el castillo que hay allí. Bien... no son sus haciendas. El Emperador lo ha privado de sus derechos. Pero siguen siendo mis haciendas. Nuestras. Y ahí es a donde vamos. Nos vamos a dirigir al sur, a tomar lo que es nuestro, ¡y luego nos enfrentaremos a esta oscuridad cuando estemos a salvo detrás de los muros de nuestro propio castillo!
Los siguientes diez minutos fueron todo gritos, preguntas, unas cuantas disputas personales que se arrastraron hasta la discusión general y Ash chillando a voz en cuello, con el tono más alto y machacón de su voz; intentando imponer su autoridad como un ariete.
Robert Anselm se inclinó en la silla y le murmuró al oído:
—¡Por Cristo, niña! Si movemos este campamento, los tendremos a todos por todas partes.
—Será un caos —asintió ella con la voz ronca—. Pero o esto o les entra un ataque de pánico, huyen como refugiados y nos quedamos sin compañía. Fernando no está aquí ni allí, les estoy dando algo que hacer. Algo... cualquier cosa. ¡En realidad no importa lo que sea!
El vacío que tiene encima tira de ella, la absorbe. La oscuridad no se desvanece, no da paso al atardecer, al crepúsculo o al amanecer: va pasando hora tras hora tras hora.
—Hacer algo —dijo Ash—, es mejor que no hacer nada. Aunque esto sea el fin del mundo... voy a mantener unida a mi gente.
LAS CAMPANADAS DEL reloj de la torre de Guizburg alcanzaron a Ash por encima del sonido intermitente del cañón. Cuatro campanadas. Cuatro horas después de lo que habría sido el mediodía.
—No es un eclipse —observó Antonio Angelotti sin levantar la cabeza desde el puesto que ocupaba en el extremo de la mesa de caballete—. No hay ningún eclipse previsto. En cualquier caso,
madonna
, un eclipse dura horas como mucho. No ocho días.
Varias hojas de efemérides y sus propios cálculos yacían delante de él. Ash apoyó el codo en la mesa de Angelotti y se puso la barbilla en la mano. Dentro de aquella habitación, las maderas crujían cuando Godfrey Maximillian se paseaba de un lado a otro. La luz de las velas cambiaba. La mercenaria contempló los marcos destrozados de las pequeñas ventanas y deseó experimentar un aire más ligero, el frío húmedo del amanecer, las canciones interminables de los pájaros, y por encima de todo la sensación de frescura, de un nuevo comienzo que produce la salida del sol en el exterior. Nada. Nada salvo oscuridad.
Joscelyn van Mander metió la cabeza por la puerta de la habitación, entre los guardias.
—¡Capitán, no quieren escuchar a nuestro heraldo y nos siguen disparando! La guarnición ni siquiera admite que vuestro marido está dentro de la torre.
Antonio Angelotti se recostó sobre la silla.
—Han oído el proverbio,
madonna
, «un castillo que habla y una mujer que escucha; al final los dos serán tomados».
—Ondea su librea y un estandarte visigodo... está aquí —comentó Ash—. Envía un heraldo cada hora. ¡Y seguid disparándoles también! Joscelyn, tenemos que entrar ahí dentro y rápido.
Cuando van Mander se fue, añadió:
—Seguimos estando mejor aquí fuera; siempre que sigamos conteniendo a del Guiz, que es un traidor, el Emperador está contento; y tenemos la oportunidad de quedarnos al margen y ver lo bueno que es en realidad el tal ejército visigodo...
Se puso en pie y se acercó a la ventana. Los cañonazos habían expuesto los listones y el yeso de la pared que había al lado del alféizar pero sería fácil de arreglar, pensó al tocar el material crudo y seco.
—Angeli, ¿podrían equivocarse tus cálculos del eclipse?
—No, porque nada de lo que ha pasado coincide con las descripciones. —Angelotti se rascó el cuello enredado de la camisa. Estaba claro que se había olvidado de la piedra de tinta y de la pluma afilada: la tinta salpicaba de forma deliberada la camisa de lino. Se miró molesto los dedos manchados—. No hay penumbra, no desaparece de forma gradual el disco del sol, no están inquietas las bestias del campo. Solo una falta de luz instantánea, helada.
Llevaba unos anteojos de montura de hueso y un único remache afianzados sobre la nariz, para leer. Cuando guiñó los ojos a través de las lentes, bajo la luz de las velas, Ash notó las arrugas que tenía en los ojos, el plisado de la piel entre las cejas.
Este es el aspecto que tendrá ese rostro dentro de diez años
, pensó la joven,
cuando la piel ya no esté tersa y el brillo haya desaparecido de su cabello dorado
.
El muchacho terminó:
—Y según Jan los caballos no estaban inquietos.
Robert Anselm subió estrepitosamente las escaleras y entró en la habitación pisándole los talones a este comentario, se quitó la capucha y dijo:
—El sol se oscureció, se debilitó, una vez cuando estaba en Italia. Debimos de tener unas cuatro horas de aviso en las filas de los caballos.
Ash extendió las manos.
—Si no es un eclipse, ¿entonces qué?
—Los cielos están descompuestos... —Godfrey Maximillian no dejaba de pasearse de un lado a otro. Tenía un libro en las manos, ilustrado en tonos rojos y azules; Ash podría haber comprendido el texto con tiempo suficiente para ir letra por letra; el sacerdote hizo una pausa al lado de una de las velas y pasó página tras página con tal rapidez que la impresionó y a la vez la llenó de desdén por un hombre que no tenía nada mejor que hacer con su tiempo que aprender a leer. Ni siquiera leía en voz alta. Leía rápido y en silencio.
—¿Y? Eduardo, Conde de March, vio tres soles la mañana del campo de la Cruz de Mortimer. Por la Trinidad. —Robert Anselm dudó un momento, como siempre, al mencionar al actual rey inglés, de la casa York y entonces murmuró con tono agresivo—. Todo el mundo sabe que en el sur existe un crepúsculo eterno; tampoco hay que exaltarse tanto. ¡Tenemos una guerra que librar!
Angelotti se quitó los lentes. La montura de hueso blanco le dejó una marca roja en el puente de la nariz.
—Puedo derribar los muros de esta torre en medio día. —En la palabra «día» su voz perdió impulso.
Ash se asomó por el marco de la ventana rota. La ciudad que había fuera era casi invisible en aquella oscuridad. Sintió una especie de esfuerzo en el aire, en el extraño atardecer cálido, que quizá se enfriara, que quería ser tarde. Las vigas marrones y el yeso pálido de la fachada de la casa estaban salpicadas de manchas rojas, reflejos de las enormes hogueras que ardían en la plaza del mercado. Los faroles brillaban en cada ventana ocupada. No levantó los ojos para mirar la corona del cielo, donde no brillaba ningún sol, solo una oscuridad profunda e impenetrable.
Levantó los ojos y miró la torre.
La luz de las hogueras iluminaba solo la parte inferior de las paredes escarpadas, las sombras parpadeaban en las piedras y la mampostería. Las ranuras de las ventanas eran ojetes de oscuridad. La torre se elevaba hacia la oscuridad, por encima del pueblo, desde unas pendientes de roca desnudas y escarpadas; y el camino que llevaba a la verja recorría un muro, desde el que los defensores ya habían disparado y lanzado más objetos mortales de los que ella pensaba que tenían. Un edificio con lados como losas como un bloque de piedra.
Ahí es donde está. En una habitación detrás de esos muros
.
Puede hacerse una idea de los arcos redondeados normandos, los suelos de madera atestados de petates de hombres de armas; los caballeros arriba, en el solar de la cuarta planta; Fernando quizá en la gran sala, con sus perros y sus amigos mercaderes y sus armas de fuego...
A no más de un estadio de donde yo estoy ahora. Podría estar mirándome
.
¿Por qué? ¿Por qué has hecho esto? ¿Qué hay de verdad en esto?
Dijo:
—No quiero que el castillo quede tan dañado que no se pueda defender cuando estemos dentro.
Todos los hombres armados que veía en las calles cerca de la torre llevaban chaquetas de librea con la insignia del león de peltre abrochada al hombro; la mayor parte de la gente de la compañía que iba desarmada (mujeres que vendían productos, putas, niños) había adoptado algún tipo de banda de tela azul y se la habían cosido a las ropas. De los ciudadanos del pueblo no veía nada, pero los oía cantando misa en las iglesias. El reloj dio el cuarto, al otro lado de esta plaza del mercado.
Ansiaba la luz, sentía un deseo físico, como si tuviera sed.
—Creí que terminaría con el amanecer —dijo—. Un amanecer. Cualquier amanecer. Quizá aún lo haga.
Angelotti removió las hojas de cálculos, garabateó encima de los signos de Mercurio, Marte, cómputos de balística.
—Esto es nuevo.
Algo leonino en la forma de estirar el brazo le recordó a Ash la fuerza física que poseía, así como su belleza masculina. Los ojales se habían desabrochado en el hombro de la cota de malla blanca forrada. Toda la tela del pecho y los brazos estaba salpicada de agujeros negros diminutos, las chispas del cañón había quemado el lino.
Robert Anselm se apoyó en el hombro del maestro artillero y estudió las hojas de papel garabateadas y los dos empezaron a hablar con todos rápidos y bajos. Anselm golpeó la mesa de caballete con el puño varias veces.
Ash, que contemplaba a Robert, se sintió asaltada por una paradójica sensación de fragilidad: Angelotti y él eran, físicamente hablando, hombres grandes; sus voces resonaban ahora en esta habitación solo porque estaban acostumbrados a conversar en el exterior. Una parte de ella, al enfrentarse a ellos, seguía teniendo catorce años, con su primera coraza decente (el resto del arnés era
frivolité
, de la misma calidad que la munición), y buscaba a Anselm al lado de su hoguera después de Tewkesbury y le decía, bajo la oscuridad iluminada por las llamas, «recluta hombres para mí, ahora voy a presentar mi propia compañía». Lo preguntó en la oscuridad porque no podría soportar un rechazo bajo la fría luz del día. Y luego horas pasadas sin dormir, preguntándose si su gesto cortés de asentimiento había sido porque estaba borracho o de broma, hasta que apareció una hora después del amanecer con cincuenta hombres malolientes, muertos de frío, desnutridos y mal equipados que llevaban arcos y archas y cuyos nombres hizo que Godfrey los escribiera de inmediato en una lista. Y silenció su incertidumbre, sus quejas guasonas y su esperanza tácita con comida de los calderos en los que había hecho trabajar a Wat Rodway desde medianoche. Las hebras de autoridad entre comandante y comandante son telas de araña.
—¿Por qué cojones no se hace la luz...? —Ash se asomó aún más al marco roto y se quedó mirando los muros del castillo que se elevaba sobre la población. Los artilleros y las catapultas de Angelotti no habían hecho más que derribar trozos del yeso que embellecía los muros de cortina, exponiendo así la mampostería gris. La mercenaria tosió al respirar aquel aire que olía a madera quemada y volvió a meterse en la habitación.
—Han vuelto los exploradores —dijo Robert Anselm lacónico—. Colonia está ardiendo. Los incendios están fuera de control. Dicen que hay peste. La corte se ha ido. Tengo treinta informes diferentes sobre Federico de Habsburgo. La lanza de Euen recogió a un par de hombres de Berna. Ninguno de los pasos que llevan al sur de los Alpes está practicable, o bien por culpa de los ejércitos visigodos o bien por el tiempo.