Ash, La historia secreta (26 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Ash perdió las riendas del Bruto. El castrado gris corcoveó y dio un salto, con los cuatro cascos lejos del suelo, cayó sobre unas raíces de pino endurecidas por el tiempo (con seis flechas de astas negras sobresaliéndole del cuello y de los cuartos delanteros), la mercenaria sintió que el hueso de la pata trasera del animal se hacía pedazos.

Se hizo a un lado para salir de la silla cuando el animal cayó. Una mirada le permitió ver a hombres subidos a los escarpados laterales del valle, disparando arcos curvados pequeños y maliciosos y el siguiente vuelo en masa de flechas bajó chillando entre los escasos árboles y alcanzó la lanza de retaguardia de Ned Aston y la convirtió en una masa de caballos alborotados, hombres caídos y un caos puro y ensangrentado.

Se golpeó contra el pie de un árbol con un crujido metálico y la fuerza suficiente para comprimir las placas de la brigantina. Un hombre que acababa de desmontar la aupó, (¿Pieter?). Llevaba su estandarte personal en la otra mano.

Su caballo gris gritó. La mercenaria se apartó de un salto de las patas destrozadas, que no dejaban de moverse; se acercó con la espada en la mano,
¿cómo? ¿cuándo?
, y le abrió la gran vena de la garganta.

Todo el valle hervía de caballos alborotados y chillidos. Una yegua baya salió disparada al lado de Aston, rumbo al páramo.

La derribó una flecha.

Todas las salidas bloqueadas.

Se sujetó con el cuerpo pegado al pegajoso tronco resinoso de un pino y la cimera levantada de un golpe y, desesperada, miró a su alrededor. Una docena o más de hombres en el suelo, rodando sobre el polvo; el resto haciendo girar las monturas, en busca de refugio, (pero no hay refugio), se dirigen hacia la base de la cuesta, setenta grados de inclinación, pero no hay forma de subirla. Flechas con cabezas afiladas clavadas en la carne, arrancadas de las grandes cargas atadas a toda prisa en las mulas.

El camino que tenían delante, bloqueado. Un puñado de hombres, van Mander derribado; seis de sus hombres intentan arrastrarlo hacia la orilla del lecho del río seco, como si dos centímetros de tierra pudieran protegerlos de cien cabezas asesinas de flecha afiladas como cuchillas...

La gran Isobel, que cargaba con las riendas de una mula, levantó los brazos y se sentó. Un astil de madera, grueso como el pulgar de un hombre, se le había clavado en la mejilla, le había atravesado la boca y le salía por la parte posterior del cráneo. Vómito y sangre le manchaban el corpiño de lino marrón. La cabeza de metal chorreaba.

Ash bajó la cimera de golpe. Se arriesgó a levantar la mirada hacia el borde del acantilado. La luz se reflejaba en un yelmo. Se movía un brazo. La parte superior de los arcos era un matorral móvil. Un hombre se levantó para disparar y apenas fue capaz de verle la cabeza y los hombros. ¿Cuántos había allí arriba: cincuenta, cien?

Fría y realista, la mercenaria pensó:
niña, no eres tan especial como para no poder morir todavía, hecha pedazos en una estúpida emboscada en unas colinas sin nombre. No podemos dispararles a ellos, no podemos subir por ahí, somos peces en un barril, estamos muertos
.

No, no lo estamos
.

Así de simple: ni siquiera tuvo tiempo de formular una pregunta para la voz de su santo. Agarró del brazo al portador del estandarte. Tenía la idea totalmente formada, sencilla, obvia y sucia.

—Tú, tú y tú; ¡conmigo, ahora!

Corrió lo bastante deprisa como para dejar atrás al portador del estandarte y a dos escuderos, cayó con un golpe seco tras las mulas de equipaje mientras la tormenta de flechas visigodas chillaba sobre su cabeza.

—¡Saca las antorchas! —le gritó a Henri Brant. Su senescal se la quedó mirando, con la boca abierta—. ¡Las putas antorchas, ahora! ¡Llama a Pieter!

Agarró a Pieter Tyrrell cuando Rickard volvió corriendo con él, todos agazapados, apelotonados detrás de las mulas de carga, que chillaban sin parar. El portador de su estandarte agarraba con fuerza el mástil con los guanteletes y agachaba la cabeza para protegerse de las flechas. El aire apestaba a estiércol de mula, a sangre y a la resina de las pendientes boscosas de la cresta.

—Pieter, coge esto... —Revolvió en la mochila en busca de yesca y pedernal, y solo pudo indicar con un gesto de la barbilla los fardos de antorchas con las cabezas empapadas en brea que Henri Brant liberaba con su daga de sus ataduras—. Coge eso y llévate seis hombres. Sube como un diablo por este valle, por delante de nosotros... que parezca que huyes. Trepa la colina. Incendia los árboles de la cima del acantilado. Arrastra las antorchas con cuerdas tras los caballos. En cuanto veas el incendio, corta por el noroeste. Si no nos recoges en el camino del norte, espérame en el Brenner. ¿Entendido?

—¿Fuego? Cristo, jefe, ¿un incendio forestal?

—Sí. ¡Vete!

La yesca y el acero chispearon. El pedernal blando de la caja se encendió, rojo y negro.

—¡Hecho! —Pieter Tyrrell se giró de golpe y se agachó para chillar media docena de nombres.

Ash se escabulló por la colina. Un virote de ballesta visigoda provocó una explosión de astillas en el tronco de un pino, a un metro de ella y de su estandarte. Lanzó al aire un brazo, estremecida. Las astillas retumbaron en su coraza y en los brazales. Las suelas de las botas de montar resbalaron en la pendiente cubierta de agujas de pino. Se estrelló al lado de Robert Anselm, detrás de un pino medio caído.

—¡Qué estén listos para atacar cuando yo lo diga!

—¡Esa pendiente es una putada! ¡Nos harán pedazos!

Ash miró a su alrededor y contempló a los hombres de armas sudorosos, que lanzaban tacos y vestían sobre todo brigantinas y botas de montar largas encima de las armadura y que llevaban lanzas que de repente parecían torpes bajo las ramas bajas y desnudas de los pinos secos. Volvieron los rostros hacia ella. La joven entrecerró los ojos y se quedó mirando las pendientes del río seco, parecían las de una garganta. No se podía subir a caballo aquella pendiente, ni corriendo tampoco: demasiado escarpada. Con un arma en una mano y la otra para ayudarte a subir. Y tan pocos árboles para refugiarse, tan expuestos, agotados antes de llegar a los hombres que estaban allí arriba refugiados...

—Vais a entrar cubiertos por arcos y arcabuces. ¡Esos cabrones estarán demasiado ocupados para veros venir! —Era una mentira y lo sabía—. ¡Robert, espera mi señal!

Ash envainó la espada. La vaina traqueteaba contra sus piernas cuando volvió a lanzarse al terreno vacío. Alguien chilló en la cima del valle. Nubes de polvo subieron de la tierra, metió el pie en una flecha enterrada hasta media asta y entró tropezando tras la segunda fila de mulas de carga que no dejaban de relinchar, quería llegar a los arqueros.

Sonreía tanto que le dolía.

—¡Muy bien! —Ash se detuvo de un resbalón al lado de Euen Huw, el capitán de hecho de los arqueros—. Ollas de aceite y trapos. Probad con flechas de fuego.

Henri Brant, todavía con ella por inesperado que fuera, chilló.

—¡Aquí no tenemos flechas de fuego apropiadas! ¡No nos esperábamos un asedio, así que no traje ninguna!

La mercenaria clavó el brazo alrededor del hombro del senescal.

—¡No importa! Haz lo que puedas. Con suerte, no lo necesitaremos. Euen, ¿cómo vamos de munición?

—Los arcabuces andan escasos. Pero suficientes virotes y flechas. ¡Jefe, no podemos quedarnos aquí, nos están haciendo pedazos!

Un hombre con la librea del león Azur chilló y corrió pendiente abajo, agitando los brazos, hacia el fondo del valle. Las botas le resbalaron en el curso seco del río. Una docena de flechas se le clavaron en las piernas. Cayó al suelo, rodó, recibió un virote en la cara y se quedó allí tirado, pateando y chillando.

—¡Seguid disparando! Tan fuerte y rápido como podáis. ¡Joded vivos a esos cabrones! —Agarró a Euen por el brazo—. Aguantad cinco minutos más. ¡Estad preparados para volver a montar y largaos cuando yo dé la señal!

Ash se llevó la mano libre a la daga de misericordia, más o menos con la intención de dejarse caer al curso seco del río para llegar hasta el hombre moribundo. Una figura con una armadura forrada y una capucha de lana pasó disparada a su lado. Ash, que ya volvía con los hombres de armas mientras su grupo se agazapaba de árbol en árbol, pensó de repente,
¿y la capucha para qué?
, y luego se dio cuenta de que conocía aquella carrera de pasos largos y desgarbados: ¡
Joder, ese es Florian
!

Echó un vistazo por encima del hombro y vio al cirujano con el brazo del hombre sobre su hombro. El hombre, la mujer, arrastró al soldado a pulso hasta llegar a unas ramas de pino muertas y caídas. Las flechas piaron y se hundieron en la madera.

¡Vamos, Pieter! Dos minutos más y voy a tener que atacar, ¡nos están masacrando aquí abajo!

El aire acre le irritó la garganta.

El horizonte que tenía encima estalló en llamas.

Ash tosió. Se limpió los ojos llorosos y levantó los ojos hacia la cima del acantilado. Un minuto después apareció un jirón de humo negro. El aire rielaba lo suficiente para hacer que fuera imposible ver a nadie allí arriba, en la cima del acantilado. Y al minuto siguiente, un fuego rojo surgió de las ramas, de los matorrales, de las ramas sueltas de los pinos viejos y secos. Un rugido impregnado de resina hizo estallar el aire.

Por un instante la mercenaria tuvo una visión de un hombre con el arco curvado levantado, cien flechas negras silbando entre los árboles, una magnífica nube de humo y el aire demasiado caliente...

Las llamas rojas rugieron y borraron la línea de árboles de la cima del acantilado.

En la cima del acantilado, más atrás, se oyó el aterrorizado chillido de los caballos.

A la mercenaria le lloraban los ojos y rezó.
¡Gracias, Cristo, ya no tengo que mandar gente por esa colina!

—¡Muy bien, vamos! —Su voz era dura, alta y aguda. Se transmitía por encima de los quejidos de las mulas, los aullidos de los hombres mutilados y los últimos dos disparos de un arcabuz.

Cogió al portador del estandarte por el brazo y lo empujó, y con él la bandera del león azul, de casi cuatro metros, por el sendero del valle que tenían delante.

—¡Montad! ¡Cabalgad! ¡VAMOS!

El mundo era un caos de hombres a caballo, hombres que corrían a buscar los caballos, el rasgueo de las flechas, un chillido largo y penetrante que le puso el corazón en la garganta, los quejidos crujientes de las mulas y hombres que conoce vociferando órdenes: Robert Anselm con los hombres de armas montados y moviéndose bajo el estandarte del león, Euen Huw maldiciendo a los arqueros en galés y en un italiano bastante fluido; las bestias de carga moviéndose. El padre Godfrey Maximillian tirando de ellas, con un cuerpo tirado encima de la parte frontal de un armazón cargado con bultos de tres metros de alto; Henri Brant, con dos flechas sobresaliéndole de las costillas bajo el brazo derecho.

Un grito interrumpió su concentración. Dos hombres con librea negra salieron de su refugio en el horizonte. Bajaron tropezando por la pendiente, hacia el estandarte. Ash aulló:

—¡Disparad! —Al tiempo que una docena de flechas de yarda con cabeza de metal perforaban las cotas de malla y penetraban en los cuerpos, un hombre bajaba entre volteretas, el otro caía de espaldas en medio de un redoble de trozos de tierra, con una pierna por delante, la otra detrás, bajo el cuerpo, roto y muerto antes de dejar de moverse...

Ash dio un giro brusco, agarró la rienda de un roano que le había lanzado Philibert y se subió a la silla. Una palmada envió la montura de los muchachos por delante, valle arriba. Hincó las espuelas, consciente de que el portador del estandarte corría a buscar su caballo; luego se movió el tren de equipajes, los arqueros montados pasaron disparados a su lado en una tormenta de cascos. Euen dando alaridos y los hombres de armas a galope tendido; veinte o más cabalgaban dos por caballo, con hombres heridos o muertos delante de las sillas. Las mujeres, Godfrey y Floria del Guiz pasaron corriendo, más hombres heridos a lomos de las mulas, cajas abandonadas tiradas por medio valle, de vuelta a los páramos genoveses.

—¿Qué cojones estás haciendo aquí? —le gritó Ash a Florian—. ¡Creí que te habías quedado en Colonia!

El cirujano, con uno de los brazos colocados sobre la espalda de un hombre empapado en sangre que iba a lomos de una mula, le sonrió a Ash con la cara mugrienta.

—¡Alguien tendrá que vigilarte!

El cuerpo principal de hombres de armas, ciento cincuenta hombres que no cesaban de gritar, pasó galopando; Ash tiró de las riendas por un momento para que su abanderado y media docena de caballeros la alcanzaran. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se limpió la cara con los guanteletes de cuero. La cima del acantilado nadaba. El fuego lamía los costados y alcanzaba las copas de los pinos que había colina abajo, más cerca de ella; los pinos que crecían altos para salir del valle, en busca de la luz.

Un hombre se tiró ardiendo por el borde escarpado del acantilado, bajó rodando con los brazos, las piernas y el cuerpo en llamas. Su cadáver se deslizó hasta detenerse a tres metros de ella, y la piel ennegrecida todavía burbujeaba.

Tras ella, un rastro de cajas rotas, caballos pataleando y cuerpos de hombres muertos y heridos yacían extendidos por todo el valle. El calor del fuego la hizo sudar. Se limpió la boca y sacó el guante negro.

—¡VAMOS! —chilló y el roano dibujó un círculo antes de que ella pudiera sujetarlo y espolearlo tras doscientos hombres que subían por el lecho del arroyo seco. El humo apestaba.

Un ciervo salió de su refugio un poco más arriba y saltó directamente entre la línea de los arqueros que pasaban al galope; y más arriba, por encima de las copas de los árboles, el aire chilló, lleno de cernícalos, búhos y águilas ratoneras.

Tosió. Se le aclararon los ojos.

Cien metros: medio kilómetro: el camino subía...

Una brisa leve del norte le refrescó la cara.

Arriba, en el bosque, y también detrás de ella, el fuego rugía.

El valle se hacía más escarpado al final del arroyo y alcanzó a Robert Anselm y Euen Huw, bajo sus respectivos estandartes, que le metían prisa a la columna para subir los acantilados de tierra.

—No os apartéis del lecho del río —aulló por encima del trueno de los cascos, exultante—. No paréis por nada. ¡Si cambia el viento, estamos jodidos!

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