Ash, La historia secreta (27 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Anselm hizo un gesto brusco con el pulgar para señalar la pendiente que tenía delante, y un cadáver.

—No somos los primeros en pasar por aquí. Parece que tu marido tuvo la misma idea.

Había algo en aquel cuerpo caído que le hizo comprobar su caballo. Ash se inclinó para asomarse entre los cascos cambiantes. Un hombre muerto, tirado de espaldas sobre la horcadura baja de un pino, con la columna rota. Tenía la cara aplastada, no había forma de saber de qué color había tenido el cabello o la piel bajo los coágulos rojos y negros. Las ropas habían sido blancas. Túnica y pantalones, bajo la cota de malla. Reconoció la librea.

—Ese es Asturio Lebrija. —Ash, extrañamente conmovida, cambió de postura y tranquilizó al roano. Voló la espuma cuando el caballo levantó la cabeza y la sacudió.

—Quizá el joven del Guiz no lo consiguió. —El severo placer de Anselm era patente en su voz—. Podría haber patrullas visigodas por todo este lugar. No querrán que se filtre la noticia de la invasión.

El roano de la mercenaria se agitó al oír el crujir del fuego. Ash tiró de las riendas y dejó que los últimos hombres de la lanza de van Mander pasaran a su lado. Las monturas de los hombres se esforzaban por subir, los cascos resbalaban sobre la gruesa capa de agujas que cubría el suelo inclinado del bosque. El aire hedía a brea y resina.

Lo he conseguido, los he sacado de ahí, ¡no puedo dejarlo escapar ahora!

Nos pueden atrapar antes de que lleguemos a las montañas. Podemos encontrar los pasos cerrados, incluso en verano. O puede cambiar ese puto viento y nos freímos vivos
.

—¡Vete al frente, ocúpate de que no se atasquen! Que sigan subiendo y adentrándose en las colinas. Quiero quedar por encima de esa línea de árboles, rápido.

Robert Anselm se había ido casi antes de que terminara de hablar.

Ash miró entonces hacia abajo, entre las finas copas de los pinos que había en la pendiente, por debajo de ella. Era extraño pero desde allí carecía de dramatismo: espirales de humo negro que flotaban y manchaban el cielo y alguna chispa ocasional de color rojo. Este incendio abrasará las colinas. Es imparable y ella lo sabe. Habrá campesinos que tienen olivares, viñedos, familias enfermas o débiles, que la maldecirán. Cazadores, carboneros, cabreros...

Le dolía cada músculo. La brigantina y las botas hedían a sangre del caballo muerto. Forzó la vista para intentar ver si, en la costa, había más gólems moviéndose con su paso incesante, mecánico.

A lo lejos, los estandartes de las águilas de metal centelleaban al sol. El humo de Génova ocultaba todo lo demás.

Pasó a su lado un jinete, un arquero montado con sangre corriéndole por la muñeca de la cota de malla forrada. Nadie más tras él. Había salido el último hombre.

—¡Jan-Jacob! —Ash dirigió el roano hacia el arquero y le cogió las riendas cuando este se inclinó hacia delante. Se dobló para evitar las ramas de pino dentadas y siguió subiendo al final de la columna, llevando al caballo y al hombre casi inconsciente.

Tras ella empezaba la invasión norteafricana de Europa.

Capítulo 4

SIETE DÍAS MÁS tarde, Ash se encontraba ligeramente adelantada al grupo que formaban sus líderes de lanza, el maestro artillero, el cirujano y el sacerdote, sobre terreno abierto, justo delante de uno de los palcos de torneos de Colonia. La rodeaba la guardia de la casa del Emperador.

Los estandartes imperiales crujían al viento.

Olía el aroma de la madera cruda clavada que formaba un palco, bajo el dosel amarillo y negro de Federico. El aroma de resina de pino la hizo estremecerse por un momento. El sonido de acero sobre acero resonó tras las barreras del torneo. Combates ficticios, suficiente para mutilar a un hombre, pero ficticios de todos modos.

Los ojos de la mercenaria examinaron el palco imperial y recorrieron las filas de rostros. Todos los nobles de la corte germánica y sus invitados. No había ningún embajador de Milán ni Saboya. Ni de ningún otro reino al sur de los Alpes. Unos cuantos hombres de la Liga de Constanza. Unos franceses, algunos borgoñones...

Ni rastro de Fernando del Guiz.

La voz de Floria del Guiz, apenas lo bastante audible para llegar hasta Ash, murmuró.

—Los asientos de la parte de atrás. A la izquierda. Mi madrastra. Constanza.

Los ojos de Ash cambiaron. Entre los gorros puntiagudos y los velos de las damas, vislumbró a Constanza del Guiz. Pero no a su hijo. La anciana se sentaba sola.

—Bien. Vamos a terminar con esto de una vez. Quiero hablar con...

Las espadas entrechocaron a lo lejos, en el cercado de zarzos. El frío vive ahora en su vientre. Anticipación.

El viento pasó por encima de Ash, por encima de las colinas verdes, bajó hacia las murallas blancas de Colonia y envolvió los tejados de pizarra azul y los capiteles de sus iglesias. Había caballos en la carretera principal, y a lo lejos se veían unos cuantos campesinos en camisa con las calzas enrolladas, que llevaban amplios sombreros de paja contra el calor y cortaban un pequeño bosquecillo de castaños de diez años para hacer verjas.

¿Qué posibilidades había de que recogieran la cosecha de trigo aquel año?

Ash volvió a mirar a Federico de Habsburgo, Sacro Emperador Romano, que se inclinaba sobre su trono para escuchar a su asesor. Frunció el ceño cuando el consejero concluyó.

—¡Mi señora Ash, deberíais haberlos derrotado! —bramó la voz seca, lo bastante alto para que lo oyeran todos los presentes—. ¡Son solo tropas de siervos de la tierra de las piedras y el crepúsculo!

—Pero...

—Si no podéis derrotar a una fuerza de exploradores de los visigodos, por el amor del Cristo Verde, ¿qué hacéis haciéndoos llamar líder mercenario?

—¡Pero...!

—Había esperado más de vos. ¡Pero ningún hombre sabio confía en una mujer! ¡Vuestro marido responderá por esto!

—Pero... ¡Oh, a la mierda con todo! Queréis decir que creéis que os he dejado en mal lugar. —Ash colocó un brazo revestido de acero sobre el otro y se encontró con la mirada de un color azul desvaído de Federico. Sintió que Robert Anselm se erizaba sin ni siquiera mirarlo. Hasta el rostro intenso y florido de Joscelyn van Mander frunció el ceño, pero podría ser por el dolor de la pierna vendada.

—Disculpadme si no me muestro impresionada. Acabo de pasar revista. Catorce hombres heridos, que están aquí, en el hospicio de la ciudad y dos tan gravemente mutilados que tendré que darles una pensión. Diez hombres muertos. Uno de ellos Ned Aston. —Se detuvo, perdida, sabiendo mientras hablaba que estaba metiendo la pata—. Llevo desde niña en el campo de batalla; esto no es una guerra normal. Ni siquiera es una mala guerra. Esto es...

—¡Excusas! —escupió Federico.

—No. —Ash dio un paso adelante y se dio cuenta de que la guardia domestica de Federico cambiaba de postura—. ¡Los visigodos no luchan así! —Señaló con un gesto a los capitanes de Federico—. Preguntadle a cualquiera que haya hecho una campaña en el sur. Supongo que tenían escuadrones de caballería ya listos, patrullando treinta o sesenta kilómetros de tierra, por toda la costa. Nos dejaron entrar. Dejaron entrar al Cordero. ¡Para poder evitar que se supiera la noticia hasta que ya fuera demasiado tarde para hacer nada! Anticiparon todo lo que hicimos. ¡Demasiado disciplinado para unas tropas de esclavos y campesinos visigodos!

Ash dejó caer la mano izquierda para aferrarse a la vaina de la espada, en busca de consuelo.

—Oí algo al pasar por el monasterio Gotardo. Se supone que tienen un nuevo comandante. Nadie sabe nada. ¡El sur es un caos! Nos ha llevado siete días volver aquí. ¿Han vuelto ya los jinetes del correo? ¿Ha llegado alguna noticia al norte de los Alpes?

El Emperador Federico levantó la copa para que le sirvieran vino e hizo caso omiso de ella.

Se quedó sentado en su silla dorada, entre una nube deslumbrante de hombres con jubones de terciopelo guarnecidos de piel y mujeres con vestidos de brocado; los más alejados contemplaban el torneo con avidez, prestos los que estaban más cerca a sonreír o fruncir el ceño como requiriese el Emperador. Había grandes modelos hechos de
papier-maché
de Águilas negras adornando la parte superior del palco del torneo: la Bestia heráldica del Imperio.

Cubierto por los afanes de los sirvientes imperiales, con un tono de voz que solo ella pudiera oír, Robert Anselm murmuró:

—¿Cómo puede estar celebrando un puto torneo, por el amor de Cristo? ¡Tiene un puto ejército a las puertas de su casa!

—Si no han cruzado los Alpes, cree que está a salvo.

Florian del Guiz volvió tras una breve incursión entre la multitud. Le puso a Ash una mano en el hombro blindado.

—No veo a Fernando por aquí y nadie quiere decirme nada de él. Callan como muertos.

—Joder. —Ash miró en privado a la hermana de su marido. Con la cara lavada, se notaba que el cirujano tenía el montón de pecas de su hermano sobre la nariz, aunque las mejillas de la doctora habían perdido la redondez de la juventud. Ash pensó,
si hay alguien en esta compañía que parezca una mujer disfrazada, es Angelotti... Antonio es demasiado guapo para vivir. No Florian
.

—¿No puedes encontrar a nadie que te diga si mi marido ha vuelto a Colonia? —Ash volvió la vista con una expresión interrogante en los ojos y miró a Godfrey Maximillian.

El sacerdote frunció los labios.

—No encuentro a nadie que hablara con él después de que sus hombres dejaran el hospicio del Paso de San Bernardo.

—¿Qué coño está haciendo? No me lo digas: se tropezó con más adelantados visigodos y decidió que era una gran idea derrotar al ejército invasor él solo...

Anselm gruñó para expresar su acuerdo.

—Precipitado.

—No está muerto. No voy a tener tanta suerte. Al menos vuelvo a estar al mando.


De facto
[43]
—murmuró Godfrey.

Ash cambió el peso de un pie a otro. Era obvio que el hecho de que sirvieran comida y bebida al Emperador era un acto premeditado para mantenerla allí de pie y esperando. Seguramente hasta que Federico ideara algún castigo adecuado por perder una escaramuza.

—¡Estos no son más que juegos!

Antonio Angelotti murmuró:

—Cristo Santo,
madonna
, ¿es que este hombre no sabe lo que está pasando?

—¡Su Majestad Imperial! —Ash esperó a que Federico bajara la vista y la mirara—. Los visigodos enviaron mensajeros. Vi unos caminantes de arcilla que se dirigían al oeste, a Marsella y hacia el sureste, hacia Florencia. Habría enviado una incursión tras ellos pero para entonces ya habíamos caído en su emboscada. ¿De verdad creéis que se detendrán en Génova, Marsella y Saboya?

La brusquedad de la mujer lo picó; Federico parpadeó.

—Es cierto, mi señora del Guiz, que no hemos tenido muchas noticias del otro lado de los Alpes desde que cerraron el Paso Gotardo. Ni siquiera mis banqueros me pueden decir algo. Ni mis obispos. Se pensaría que no disponen de mensajeros pagados... Y vos, ¿cómo podéis volver y no decirme más? —La señaló con un dedo enojado—. ¡Deberíais haberos quedado! ¡Deberíais haber observado durante un mayor periodo de tiempo!

—¡Si lo hubiera hecho, la única forma de hablar conmigo habría sido con una oración!

Unos diez latidos antes de que la arresten y la echen a patadas, calcula ella, pero la cabeza de Ash está llena de imágenes de Pieter Tyrrell en la habitación de una posada de Colonia con treinta luises de oro y la mitad de la mano izquierda arrancada: los dedos meñique, anular y medio han desaparecido. De Philibert, desaparecido desde una noche de nieve en el Gotardo; Ned Aston muerto; e Isobel, sin ni siquiera un cuerpo al que ofrecerle un funeral.

Ash escogió el momento y habló con tiento:

—Su Majestad, he visitado al obispo hoy, aquí, en la ciudad. —Contempló la expresión perpleja en el rostro de Federico—. Preguntadles a vuestros sacerdotes y abogados, Su Majestad. Mi esposo me ha abandonado... sin consumar nuestro matrimonio.

Floria emitió un sonido ahogado.

El Emperador fijó su atención en Floria del Guiz.

—¿Es eso cierto, maese cirujano?

Floria dijo, de inmediato y sin ninguna duda aparente:

—Tan cierto como que soy un hombre de pie ante vos, Su Majestad.

—Así pues, he solicitado que se anule el matrimonio —dijo Ash con toda rapidez—. No os debo ninguna obligación feudal, Vuestra Majestad Imperial. Y el contrato que tenía la compañía con vos expiró cuando las tropas borgoñonas se retiraron de Neuss.

El obispo Stephen se inclinó en su asiento para hablarle al Emperador al oído. Ash vio que el rostro arrugado y seco del Sacro Emperador Romano Federico se endurecía.

—Bien, oíd —dijo Ash con un tono tan casual como se puede tener con ochocientos hombres armados a su disposición—. Hacedme una oferta y se la presentaré a mis hombres. Pero creo que la Compañía del león, ahora mismo, puede conseguir trabajo donde quiera. Y a buen precio.

Anselm, en voz muy baja, gruñó.

—Mieeeerdaa...

Es una chulería muy poco inteligente y lo sabe. Triquiñuelas políticas, muchas horas a caballo y mala comida, y las luchas innecesarias; las muertes innecesarias; nada del último mes se podría compensar contestando como un sirviente sin modales. Pero parte de la tensión la abandona, de todos modos, con la malicia presente en su tono de voz.

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