Ash, La historia secreta (24 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Ash azotó al Bruto entre las orejas y lo espoleó, salió al trote levantando terrones de polvo húmedo y agradeciendo el aire fresco en la cara.

Frenó por un momento al lado de las carretas que albergaban a los embajadores visigodos. Los altos bordes de las ruedas saltaban en las rodadas de la elevada carretera mandando las carretas de un lado para otro. Daniel de Quesada y Asturio Lebrija yacían atados de pies y manos con cuerda de cáñamo y rodaban con cada sacudida.

—¿Ha ordenado esto mi marido?

Un jinete que cabalgaba con la ballesta cruzada en la silla escupió. Ni siquiera miró a Ash.

—Sí.

—Suéltalos.

—No puedo —dijo el hombre al tiempo que Ash ya hacía una mueca mental y pensaba,
¿cuál es la primera regla, chiquilla? Jamás des una orden si no sabes si van a obedecer
.

—Suéltalos cuando Lord Fernando te lo mande —dijo Ash mientras golpeaba otra vez al Bruto con la mano enguantada al ver que el castrado intentaba acercarse cautelosamente a la montura del ballestero con una luz maliciosa en los ojos—. Cosa que hará... a ti te hace falta un buen galope para quitarte el mal humor, Bruto. ¡Arre!

El último comentario de Ash iba dirigido a su caballo. Lo espoleó y del trote pasó al medio galope y de ahí al galope; entretejió una ruta estruendosa entre las filas de las carretas que se movían e hizo caso omiso de las toses y los tacos de aquellos que cubría de polvo. La bruma empezó a levantarse mientras galopaba. Una docena de gallardetes de lanza surgieron sobre las carretas.

El bayo brillante de Fernando se había adelantado a todo el grupo. Levantaba la cabeza y mordía el bocado mientras las riendas formaban un lazo peligrosamente bajo. Ash se dio cuenta de que le había dado su yelmo a su escudero, Otto, y ese tal Matthias (ni caballero ni escudero) llevaba su lanza. La piel del gallardete de cola de zorro relucía apagada, bajo la humedad de la bruma, y se inclinaba sobre el mástil por encima de su cabeza.

El corazón de la mercenaria se agitó en cuanto lo vio.
El chico de oro
, pensó. La viva imagen de un caballero: fuerte y reluciente. Cabalgaba con facilidad y la cabeza descubierta. La armadura gótica mostraba un acabado suntuoso y delicado: hombreras y quijotes acanalados, cada bisagra orlada con una pieza decorativa de metal perforado. La condensación resplandecía en la curva de la coraza y en su cabello dorado y enredado, y en el latón pulido de la flor de lis que bordeaba los puños de los guanteletes.

Yo nunca fui así de irreflexiva
, pensó con una punzada de envidia.
Lo ha tenido desde que nació. Ni siquiera tiene que pensar en ello
.

—Mi señor. —Se puso a su altura. Su marido volvió la cabeza. Tenía las mejillas cubiertas de un vello dorado. Hizo caso omiso de ella y medio se volvió en la silla para hablar con Matthias; la larga espada de monta que se balanceaba en su cadera golpeó el flanco del bayo. El caballo pateó, ofendido, y el grupo entero de jóvenes se puso en movimiento con un giro, gritaron de buenas formas y luego recuperaron la formación.

El grupo de escuderos que cabalgaba alrededor de Fernando no parecía muy dispuesto a dejarla entrar. Aflojó un poco las riendas, lo que le permitió a Bruto sacar la cabeza como una serpiente y soltarle un bocado a uno en las ancas.

—¡Joder! —El joven caballero le dio unos tirones a las riendas cuando su caballo se retiró un poco. Montura y jinete se alejaron tambaleándose y corcoveando en círculos.

Ash se deslizó con pulcritud al lado de Fernando del Guiz.

—Entró un mensajero. Ha habido problemas en Marsella.

—Eso está a muchas leguas de aquí. —Fernando cabalgaba utilizando las dos manos para sujetar un odre de vino e inclinarlo con los brazos totalmente extendidos. Los primeros chorros le cayeron en la boca; tosió; el vino del color de la paja se vertió por la parte frontal de su coraza acanalada.

—¡Tú ganas, Matthias! —Fernando soltó el cuero medio lleno de vino. Cayó al suelo con un golpe seco y estalló. Arrojó un puñado de monedas. Otto y otro paje se acercaron al caballo para desabrochar correas, cortar ojales, y quitarle las hombreras, la coraza y el espaldar. Todavía con las defensas de los brazos puestas, Fernando rebanó los lazos del jubón armado y los ojales de la cintura con la daga y se arrancó el jubón húmedo— ¡Otto! Hace demasiado calor para llevar arnés
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. Que levanten mi pabellón. Me voy a cambiar.

La prenda desechada cayó también al suelo. Fernando del Guiz cabalgaba ya solo con la camisa, la seda blanca se abultaba sobre la cintura, donde se le había salido de las calzas. Las calzas se le deslizaron hasta los quijotes, la tela de la bragueta se tensaba sobre la entrepierna. Cuando desmontara, se le caerían; se las quitaría y seguiría caminando, sin preocuparse por nada, solo con la camisa puesta. Ash cambió de postura en la silla.

Quería extender la mano, llegar hasta la silla de él y luego meterle la mano entre las piernas.

El heraldo dio un giro y lanzó una larga llamada.

Ash dio una sacudida y dijo:

—¿Nos paramos?

La sonrisa de Fernando abarcó a los líderes de lanza de la mercenaria que viajaban con él así como a sus escuderos, pajes y jóvenes amigos nobles.

—Yo me paro. Las carretas se paran. Vos podéis hacer lo que deseéis, por supuesto, mí señora esposa.

—¿Quieres que le den de comer y beber a los embajadores durante la parada?

—No. —Fernando tiró de las riendas cuando las carretas de plomo se detuvieron.

Ash cabalgaba a horcajadas de Bruto y echó una mirada a su alrededor. La bruma matinal seguía levantándose. Tierra rota, rocas amarillas, maleza seca y marrón tras la larga sequía del verano. Unos cuantos matorrales, no se les podía ni llamar árboles. Terreno elevado a doscientos metros de la amplia carretera. Un paraíso para exploradores, espías y hombres a pie. Quizá incluso unos bandidos a caballo podían escabullirse hasta allí.

Godfrey Maximillian llegó despacio hasta ella con su palafrén.

—¿Estamos muy cerca de Génova?

La barba del sacerdote estaba blanca y el polvo húmedo que se asentaba en las arrugas de su cara ofrecía a la mercenaria una premonición del aspecto que tendría el cura a los sesenta años.

—¿Seis kilómetros? ¿Quince? ¿Tres? —Se golpeó con el puño el muslo—. ¡Estoy ciega! Me prohíbe mandar exploradores, me prohíbe contratar guías locales; tiene ese puto itinerario impreso para los peregrinos que van a los puertos a embarcarse a Tierra Santa, ¡y cree que eso es todo lo que necesitamos! Es un caballero perteneciente a la nobleza, ¡a él no va a tenderle nadie una emboscada! ¿Y si los de antes no hubieran sido los hombres del Cordero? ¿Y si hubiera sido algún bandido?

Se detuvo al ver que Godfrey sonreía y sacudió la cabeza.

—Sí, vale, lo reconozco, ¡la diferencia entre Cordero y un bandido es un poco difícil de reconocer! Pero oye, así son los mercenarios italianos.

—Una calumnia sin base alguna, seguro. —Godfrey tosió, bebió de su jarra y se la tendió a la mujer—. ¿Vamos a plantar el campamento dos horas después de salir?

—Mi señor quiere cambiarse de ropa.

—Otra vez. Tendrías que haberlo tirado de la barcaza al Rin antes de llegar a los Cantones, por no hablar ya de cruzar los Alpes.

—Eso no es muy cristiano por tu parte, Godfrey.

—¡Mateo diez, treinta y cuatro
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!

—No creo que eso sea exactamente lo que pretendía decir Nuestro Señor... —Ash se llevó la jarra de cerámica a los labios. La tenue cerveza le escoció en la boca. Era tibia, un tanto desagradable y aun así (al estar húmeda) se agradecía muchísimo—. Godfrey, no puedo presionar, ahora no. No es el momento de empezar a pedirle a mi gente que escoja entre él y yo. Sería un caos. Tenemos que funcionar por lo menos hasta que volvamos de este encargo de idiotas.

El sacerdote asintió con lentitud.

Ash dijo:

—Voy a cabalgar hasta la cima de la próxima elevación mientras está ocupado. Estamos paseando en medio de una bruma en más de un sentido. Voy a echar un vistazo. Godfrey, vete a mostrarles un poco de caridad cristiana a Asturio Lebrija y su amigo. No creo que mi señor esposo les haya dado de comer esta mañana.

El palafrén de Godfrey volvió a bajar penosamente por la columna.

Jan-Jacob Clovet y Pieter Tyrrell alcanzaron a Ash cuando el Bruto subía nervioso y sin muchas ganas la colina; dos jóvenes flamencos rubios y casi idénticos, con rostros sin afeitar, manchas de sebo en las mangas debajo de las brigantinas y ballestas en las sillas. Olían a vino pasado y semen; supuso que los habían sacado de una carreta de putas antes del amanecer; seguro, si los conocía bien, que de la carreta de la misma mujer.

—Jefe —dijo Jan-Jacob—, haced algo con ese hijo de puta.

—Ocurrirá cuando llegue el momento. Si actúas sin mis órdenes te clavo los huevos a una plancha de madera.

En circunstancias normales, habrían esbozado una amplia sonrisa. Pero ahora Jan-Jacob insistió.

—¿Cuándo?

Pieter añadió.

—Dicen que no vais a matarlo. Dicen que estáis encoñada. Dicen «¿qué se puede esperar de una mujer?».

Y si
pregunto quiénes lo «dicen», solo recibiré evasivas y ninguna respuesta
. Ash suspiró.

—Oídme, tíos... ¿hemos roto alguna vez algún contrato?

—¡No! —respondieron al unísono.

—Bueno, pues no se puede decir lo mismo de todas las compañías de mercenarios. Nos pagan porque no cambiamos de bando cuando hemos firmado un contrato. La ley es lo único que tenemos. Firmé un contrato con Fernando cuando me casé. Hay una razón por la que esto no es fácil.

Espoleó al Bruto para que subiera hacia el horizonte azul que empezaba ya a iluminarse.

—Esperaba que Dios lo hiciera por mí, o algo así —dijo melancólica—. Nobles jóvenes temerarios y bebedores se caen del caballo y se rompen el cuello todos los días; ¿por qué no podía ser él uno de ellos?

—Tarea para la ballesta. —Pieter le dio unos golpecitos al estuche de cuero de la suya.

—¡No!

—¿Folla bien?

—Jan-Jacob, saca la cabeza de la bragueta por una vez... ¡hostia puta!

La brisa se llevó la bruma cuando llegaron a la cima de la cresta. La hacía rodar, empujándola hacia el mar. El sol mediterráneo rebotaba ardiente sobre las colinas de color ocre. Lucía un cielo azul borroso y (a no más de tres o cuatro kilómetros de distancia) la luz se reflejaba en las olas que se acercaban a la orilla. La costa. El mar.

Una flota cubría la bahía, y todo el mar que había más allá.

Nada de barcos mercantes.

Barcos de guerra.

Velas blancas y gallardetes negros. Ash pensó en apenas un segundo ¡ahí abajo hay media flota de guerra!, y ¡gallardetes visigodos!

El viento le trajo el sabor de la sal a los labios. Se quedó mirando por un momento largo, horrorizada, inmóvil. Las proas afiladas como cuchillos de las trirremes negras cortaban la superficie plateada y plana del mar. Más de diez, menos de treinta. Entre ellas, enormes quinquerremes, cincuenta o sesenta naves. Y más cerca de la costa, grandes transportes de tropas de poco calado que desaparecían de su vista tras las murallas de Génova, las ruedas que los conducían dejaban caer salpicaduras marinas del color del arco iris. Débilmente, a través de la distancia que los separaba, la mercenaria oyó los golpes secos de su progreso
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.

Y luego observó el humo negro que se elevaba de los tejados de pizarra de la ciudad portuaria amurallada y vio hombres moviéndose entre los muros de yeso pintado y las sinuosas calles de Génova.

Ash susurró:

—Descarga de transportes de tropas, número desconocido, ataque de flota, no hay navíos aliados; tengo una fuerza de doscientos hombres.

—Retírate o ríndete.

Siguió mirando con la boca abierta la costa que se veía bajo las colinas, sin apenas prestar atención a la voz que resonaba en su cabeza.

—¡El Cordero se ha metido justo entre ellos! —Horrorizado, Jan-Jacob señaló el estandarte con el Agnus Dei blanco, unos dos kilómetros por delante. Ash hizo un rápido cálculo mental de los grupos de hombres que tenía el mercenario corriendo.

Pieter ya había espoleado el caballo y había girado en redondo, apenas era capaz de controlar a su yegua.

—¡Daré la alarma!

—¡Espera! —Ash levantó una mano con la palma hacia fuera—. Bien. Jan-Jacob, que formen los arqueros montados. Dile a Anselm que quiero a los caballeros levantados y armados, ¡con él como capitán! Pieter, dile a Henri Brant que hay que abandonar todas las carretas, a todos los que vayan dentro se les van a entregar armas y se les va a ordenar que cojan un caballo. Haced caso omiso de todo lo que os diga cualquiera que lleve la librea de del Guiz... ¡voy a hablar con Fernando!

Bajó galopando la colina hasta el estandarte del león Azur que estaba en el centro de las carretas. Entre la miríada de hombres distinguió a Rickard, le chilló al muchacho que trajera a Godfrey y a los embajadores extranjeros y siguió galopando hacia el pabellón de rayas verdes y doradas que se estaba levantando entre una confusión de vigas, cuerdas y ganchos. Fernando estaba sentado en su caballo, bañado por el sol y charlando animadamente con sus compañeros.

—¡Fernando!

—¿Qué? —Se volvió en la silla. Una expresión arrogante se hizo cargo de su boca, un descontento extraño para lo que ella estaba empezando a pensar que no era más que una naturaleza descuidada.
Saco la crueldad que lleva dentro
, pensó la joven, y se tiró de la silla, se quedó de pie aposta y le cogió las riendas, de tal modo que tuvo que levantar la cabeza para hablar con él.

—¿Qué pasa? —Se tiró de las calzas, que se le caían y ya se le arrugaban alrededor de las nalgas—. ¿No ves que estoy esperando para vestirme?

—Necesito tu ayuda. —Ash dio un profundo suspiro—. Nos han engañado. A todos. Los visigodos. Su flota. No navega rumbo al Cairo, contra los turcos. Está aquí.

—¿Aquí? —Bajó la vista y la miró asombrado.

—Conté al menos veinte trirremes... ¡y sesenta putos quinquerremes bien grandes! Y transportes de tropas.

El rostro del joven adquirió una expresión abierta, inocente, divertida.

—¿Visigodos?

—¡Su flota! ¡Sus armas! ¡Su ejército! ¡Han recorrido ya una legua por esa carretera!

Fernando se quedó con la boca abierta.

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