Ash, La historia secreta (23 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

ASH SE LEVANTÓ con el pulgar el visor de la celada en las primeras horas de una mañana mojada de rocío. El sol no había salido más de un dedo sobre el horizonte. Aún quedaba cierto frescor en el aire. A su alrededor, los hombres caminaban y cabalgaban, las carretas crujían; una ráfaga de viento le trajo el sonido de un pastor en una colina lejana, que cantaba como seguro que no lo haría si el país no estuviera en paz.

Robert Anselm cabalgó hasta ella, pasó las carretas y los jinetes desde la parte posterior de la columna con la celada abierta alojada en el hueco del brazo. El sol del sur le había enrojecido el despoblado cuero cabelludo. Uno de los hombres que caminaban con un archa al hombro silbó como un mirlo y se lanzó a entonar las primeras notas de
Ricitos, Ricitos, ¿querrás ser mía?
cuando Anselm pasó trotando a su lado sin oírlo, pero solo en apariencia. Ash sintió que una sonrisa le tiraba de los labios, la primera en más de quince días.

—¿Todo bien?

—Encontré a cuatro de esos gilipollas borrachos como cubas en la carreta del senescal esta mañana. ¡Ni siquiera salieron para dormirla en cualquier otro sitio del campamento! —Anselm guiñó los ojos bajo el sol de la mañana, cabalgaba a su lado, rodilla con rodilla—. Tengo a los alcaides disciplinándolos ahora.

—¿Y los robos?

—Quejas otra vez. Tres lanzas diferentes: Euen Huw, Thomas Rochester, Geraint ab Morgan antes de dejar Colonia...

—Si Geraint tenía más quejas sobre esto antes de dejar Colonia, ¿por qué no hizo él algo?

Ash miró con viveza a su segundo al mando.

—¿Cómo está resultando Geraint Morgan?

Aquel hombre grande se encogió de hombros.

—Geraint tampoco es muy aficionado a la disciplina.

—¿Lo sabíamos cuando lo cogimos? —Ash frunció el ceño bajo la bruma cada vez más espesa del amanecer—. Euen Huw respondió por él...

—Sé que lo descolgaron de la casa del Rey Enrique después de Tewkesbury. Borracho a cargo de una unidad de arqueros... en el campo de batalla. Volvió al negocio familiar de la lana, fue incapaz de adaptarse, terminó de soldado a sueldo.

—¡No lo contratamos sólo porque perteneciera a los Lancaster, Roberto! Tiene que hacer su parte, como todos los demás.

—Geraint no es ningún Lancaster. Luchó con el Conde de Salisbury en Ludlow... para los York, en el cincuenta y nueve. —Añadió Anselm, al parecer no se fiaba mucho del complejo conocimiento que pudiera tener su capitán de las luchas dinásticas de los
rosbif
.

—¡Por el Cristo Verde, empezó joven!

—No es el único...

—Ya, ya. —Ash cambió el peso y volvió a llevar su caballo hacia el rucio picado por las pulgas de Roberto—. Geraint es un hijo de puta violento, lascivo, borracho...

—Es arquero —dijo Anselm, como si eso fuera suficiente explicación.

—... y lo peor de todo, es muy amigo de Euen Huw —continuó Ash. El brillo de sus ojos murió—. Es un fiera en el campo de batalla, pero o se centra o se larga. Mierda. Bueno, al menos lo he dejado al mando junto con Angelotti... Venga, Roberto. ¿Qué pasa con ese ladrón?

Robert Anselm guiñó los ojos, miró al cielo, cada vez más oscuro, y luego volvió a mirarla a ella.

—Lo tengo, capitán. Es Luke Saddler.

Ash recordó mentalmente su rostro: un niño que aún no había cumplido los catorce años; se le veía sobre todo por el campamento con la cara encendida por la cerveza, la nariz sucia y evitado por los otros pajes; Philibert había tenido historias que contar sobre brazos retorcidos y manos que tocaban braguetas.

—Lo conozco. El paje de Aston. ¿Qué se lleva?

—Monederos, dagas, la silla de montar de alguien, por los clavos de Cristo —comentó Anselm—. Intentó venderla. Entra y sale de la tienda del furriel todo el tiempo, dice Brant, pero sobre todo los equipos personales de los chavales.

—Esta vez recórtale las orejas, Robert.

Anselm no parecía muy contento.

Ash dijo:

—Tú, yo, Aston, los alcaides... no podemos evitar que robe, así que...

Señaló con un gesto brusco del pulgar a los hombres que cabalgaban y caminaban; hombres duros vestidos con cuero y lino polvoriento, sudando bajo las primeras horas de la mañana italiana, gritándose comentarios unos a otros sobre todo aquello que pasaban, gritos que no se preocupaban por regañinas.

—Tenemos que actuar. O lo harán ellos por nosotros. Y probablemente le darán por el culo encima: es un crío muy guapo.

Frustrada, recordó la expresión hosca, taimada, de Luke Saddler cuando lo había metido en la tienda de mando, para ver si podría conmoverlo todo el peso del enojo del comandante; aquel día olía a vino de borgoña y se reía sin motivo.

Aguijoneada por una inadecuada sensación de haberle fallado al muchacho, le soltó a Anselm:

—¿Y, de todas formas, por qué me lo dices a mí? Luke Saddler no es problema mío. Ahora no. Es problema de mi marido.

—¡Como si eso te importara dos tetas!

Ash bajó la vista con bastante intención y miró la parte frontal de su brigantina. Al final no le daba mucho menos calor que una coraza. Robert Anselm esbozó una amplia sonrisa.

—Como si fueras a dejar que del Guiz se preocupara por esta turba —añadió—. Niña, te estás volviendo chiflada, corriendo por todas partes y recogiéndolo todo a su paso.

Ash clavó la vista al frente, a través de la bruma marina matinal que empezaba a espesarse sobre el camino, apenas distinguía las figuras de Joscelyn van Mander y Paul di Conti, que cabalgaban con Fernando. Suspiró de forma inconsciente. La mañana olía a tomillo dulce, cuando las ruedas de las carretas lo aplastaban en los bordes de aquel amplio camino de mercaderes.

Su marido, Fernando del Guiz, cabalgaba riendo entre los jóvenes y los sirvientes de su séquito, por delante de los carros. Un heraldo cabalgaba con él y un jinete que llevaba el estandarte con las armas de los del Guiz. El estandarte de la compañía del león Azur cabalgaba unos metros por detrás, entre las dos filas de carros, cubriéndose del polvo que levantaba su marido.

—¡Dulce Cristo, la vuelta a Colonia va a ser muy puta!

Cambió de postura, una costumbre inconsciente en ella, para adaptarse a los movimientos de su montura, un caballo de diario que mucho tiempo atrás había apodado «el Bruto». Olió el mar cerca; y el animal, que también lo hizo, empezó a moverse con nerviosismo.
¿Génova y la costa ya no están a más de siete u ocho kilómetros? Podríamos llegar mucho antes del mediodía
.

La bruma del mar humedeció y asentó el polvo levantado por las filas de caballos que avanzaban penosamente y por las veinticinco lanzas que cabalgaban en grupos de seis o siete entre ellos.

Ash se irguió en la silla y señaló:

—No reconozco a ese hombre. Allí. Mira.

Robert Anselm se colocó a su lado y miró donde ella miraba, entrecerrando los ojos para concentrarse en el perfil exterior de las carretas, carretas conducidas con los escudos todavía atados a los costados, y arcabuceros y ballesteros dentro, en los depósitos.

—Sí, sí que lo conozco. —Se contradijo la mercenaria antes de que él pudiera contestar—. Es Agnes. Bueno, o uno de sus hombres. No, es el propio Cordero.

—Lo traeré hasta aquí. —Anselm le dio unos golpecitos con las espuelas a los flancos de su bayo y cruzó al trote las filas de carretas.

Incluso con las gotas de bruma, hacía demasiado calor para llevar barbote. Ash cabalgaba con celada y una brigantina azul cubierta de terciopelo, los ribetes dorados relucían y la espada bastarda con empuñadura de latón atada al costado. Se acomodó en la silla y aminoró el paso mientras esperaba a que Robert Anselm trajera al recién llegado al interior del campamento móvil.

Contempló a Fernando del Guiz, que no había visto nada.

—¡Hola, Marimacho!

—¡Hola, Agnes! —Ash saludó a su compañero, también comandante mercenario—. ¿Hace calor suficiente para ti?

El hombre del pelo enmarañado hizo un gesto que abarcó la armadura completa milanesa con la que cabalgaba, el yelmo de almete que en ese momento llevaba en el borrén de la silla y el martillo de guerra de hierro negro que tenía en el cinturón.

—Tienen disturbios gremiales ahí abajo, en Marsella, por la costa. Y ya conoces Génova, muros fuertes, ciudadanos rebeldes y una docena de facciones luchando siempre por ser el Dux. Me cargué al cabeza de los Farinetti en una escaramuza la semana pasada. ¡En persona!

Ladeó la mano embutida en el guantelete milanés, la llevó atrás todo lo que le permitía la coraza, y a continuación hizo una embestida imaginaria para ilustrar sus palabras. Su rostro magro estaba quemado de luchar en las guerras italianas. El pelo negro desaliñado le caía por debajo de las hombreras. La sobrevesta blanca de la librea lucía la imagen de un cordero, de cuya cabeza radiaban haces dorados de luz y bordado por encima con hilo negro, «Agnus Dei»
[38]
.

—Nosotros hemos estado arriba, en Neuss. Dirigí una carga de caballería contra el Duque Carlos de Borgoña. —Ash se encogió de hombros, como si dijera, no fue nada, en realidad—. Pero el Duque sigue vivo. Así es la guerra.

El Cordero esbozó una amplia sonrisa que mostró los dientes rotos y amarillos entre la barba. Con un marcado italiano del norte, comentó:

—Y ahora estás aquí. ¿Qué es esto... nada de exploradores? ¿Ningún espía? ¡Tíos, no me habéis visto hasta que teníais encima! ¿Dónde coño están vuestros adelantados
[39]
?

—Se me dijo que no necesitábamos ninguno. —Ash empleó un tono irónico—. Esto es el campo, pacífico, lleno de mercaderes y peregrinos, y está bajo la protección del Emperador. ¿No lo sabías?

El Cordero, Ash había olvidado su verdadero nombre, guiñó los ojos y a través de la bruma se fijó en la cabeza de la columna.

—¿Quién es el guapito de cara?

—Mi patrón actual. —Ash no miró a Anselm al hablar.

—Ah. Bien. Es uno de esos patrones. —Agnus Dei se encogió de hombros, que es un proceso bastante complicado cuando llevas armadura. Los ojos negros del hombre se clavaron en ella—. Mala suerte. Yo me voy a embarcar, en Nápoles. Trae a tus hombres conmigo.

—No, no puedo romper un contrato. Además, la mayor parte de mi gente se ha quedado en Colonia, al mando de Angelotti y Geraint ab Morgan.

Un movimiento de los labios del Cordero, pesaroso, una afectación.

—Vaya, bueno. ¿Qué tal el paso del Brenner? Esperé tres días para que los mercaderes que bajaban a Génova pasaran sus carretas.

—Lo encontramos despejado. Salvo que nevó. Estamos en pleno mes de julio, joder, por el amor de Cristo. Perdona, Cordero. Quiero decir que estamos en pleno julio. Odio cruzar los Alpes. Al menos esta vez no nos cayó nada encima. ¿Recuerdas la avalancha del setenta y dos?

Ash continuó su cortés conversación, cabalgando a su lado, consciente de las miradas furiosas que le echaba Anselm desde el otro lado; el rucio del hombre avanzaba penosamente, cubiertos tanto el caballo como el jinete del polvo blanco de la creta del camino. De vez en cuando, la mirada de la mercenaria se adelantaba un poco, atravesaba el opalescente resplandor de la bruma y absorbía los contornos borrosos de los rayos del sol que la atravesaban. Las sedas y satenes brillantes de Fernando relucían por donde cabalgaba sin yelmo bajo la luz de la mañana. El crujido de las ruedas y los gritos de los hombres y mujeres que se hablaban entre sí despertaban ecos planos en el camino. Alguien tocaba un pífano desafinado.

Después de una pequeña conversación profesional, el Cordero observó:

—Entontes te veré en el campo de batalla,
madonna
. Dios mediante, ¡del mismo lado!

—Dios lo quiera —se rió Ash.

El Cordero se alejó cabalgando hacia el sureste en lo que la mujer supuso que era el rumbo que habían tomado sus tropas.

Robert Anselm comentó:

—No le has dicho que tu «actual patrón» es también tu marido.

—Así es, no se lo he dicho.

Un hombre moreno, bajo, con el pelo rizado, se puso a la altura de Anselm y antes de hablar miró a ambos lados.

—¡Jefe, ya casi debemos de estar en Génova!

Ash asintió a las palabras de Euen Huw.

—Eso supongo.

—Dejadme llevarlo de caza. —El pulgar del gales se deslizó por la empuñadura de madera pulida de su daga de misericordia y la acarició—. Mucha gente tiene accidentes cuando sale de caza. Pasa todo el tiempo.

—Llevamos veinte carretas y doscientos hombres. Escúchanos. Hemos espantado a toda la caza a varios kilómetros a la redonda. No se lo tragaría. Lo siento, Euen.

—Dejadme ensillarle el caballo mañana, cuando volvamos. Un poco de alambre bajo el casco del caballo, bajo el corvejón... ¡oh, jefe, venga!

Su mirada no podía evitar calcular cuando atravesaba la bruma para ver qué líderes de lanza viajaban con ella y cuáles cabalgaban con Fernando del Guiz y sus escuderos. Se había producido un cambio aterrador durante el primer par de días; luego el viaje por el río Rin había presentado problemas suficientes para mantener a todo el mundo ocupado y ahora se había estabilizado.

Tampoco es que se les pueda culpar. Siempre que me preguntan, él deja claro que todas las órdenes ahora pasan por él
.

Pero una compañía dividida no puede luchar. Nos van a trocear como si fuéramos una oveja
.

Un hombre con cara de patata y unas cuantos mechones de pelo blanco sobresaliéndole bajo el borde de la celada apremió un poco a su roano castrado y alcanzó a Ash. Sir Edward Aston dijo:

—Tirad a ese puto mariconzuelo del caballo, muchacha. Si sigue haciéndonos cabalgar sin exploradores, nos vamos a encontrar hasta el cuello. Y no ha hecho las prácticas de lanzas ni una sola noche desde que montamos el campamento.

—Y si sigue pagando de más en cada pueblo que paramos para comprar comida y vino, tendremos problemas. —El senescal de Ash, Henri Brant, un hombre fornido de mediana edad al que le faltaban varios dientes, espoleó su palafrén para ponerse a su lado—. ¿Es que no conoce el valor del dinero? No me voy a atrever a asomar la cara entre los gremios cuando volvamos. ¡En los últimos quince días se ha gastado la mayor parte de lo que yo había apartado para que nos durara hasta el otoño!

—Ned, tienes razón; Henri, lo sé. —Clavó las espuelas y cambió el peso hacia la izquierda. Su castrado gris escabulló la cabeza y mordió al roano de Aston en el hombro.

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