Ash, La historia secreta (42 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

Y la otra parte asombrada de su mente no dejaba de repetir:
oye mi voz
.

—No me jodas —dijo Ash en voz alta—. No puede hacerme prisionera. ¡Tengo un puto contrato con esa mujer, por el Cristo Verde! No pienso ir a Cartago. Podrían...

Su mente se negó a considerarlo siquiera. Era una sensación nueva: intentó obligar a sus pensamientos a que consideraran la posibilidad de que la llevaran fuera, al norte de África, pero se escapaban. Una y otra vez. Como si intentara pastorear anguilas, pensó Ash con una rápida sonrisa y le castañetearon los dientes.

Quizá el león nunca llegó a aparecer. No. No... nuestro escribano hizo el milagro: el león vino
.

Pero quizá a mí no me pasó nada allí
.

Quizá solo conté esa historia de la capilla con tanta frecuencia que la recuerdo como si hubiera pasado de verdad
.

El cuerpo de Ash se estremeció, tenía las manos y los pies fríos, hasta que se acurrucó y se metió las manos bajo las axilas.

La Faris. La criaron para oír su máquina táctica
.

Es la misma voz
.

Y yo soy... ¿qué? Hermana. Prima. Algo. Gemela
.

Solo algo que desecharon mientras la criaban a ella
.

Y lo único que yo hago es... escuchar a escondidas
.

¿Es eso todo lo que he hecho siempre? Una mocosa bastarda, que se queda a la puerta y escucha la máquina de guerra táctica de otra persona y saca a escondidas respuestas para guerras pequeñas y brutales que el Imperio Visigodo ni siquiera percibe
...

La Faris es lo que ellos querían. E incluso ella es una esclava
.

Después de eso se quedó allí sentada, sin comida ni bebida y contempló la llama de la vela que rompía una línea de negrura hasta que de repente se rompía y serpenteaba, lanzando un humo de color sepia hacia el yeso bajo del techo para luego fundirse con las sombras. Su corazón fue contando los minutos, las horas.

Colocó los brazos sobre las rodillas y enterró la cara en los brazos. Sentía una humedad caliente en la cara. La conmoción se produce después de sufrir una herida en el campo de batalla, a veces mucho tiempo después; y aquí, en esta estrecha habitación, la empieza a sentir ahora: Fernando del Guiz no va a venir.

Se sonó la nariz con la manga. Las oportunidades de conseguir que la sacaran de la prisión a cambio de un rescate, por pena o por medio de la violencia, no se iban a presentar en estos momentos.

Era el matrimonio del Emperador y él se había librado a la primera oportunidad que se le presentó. No, no es eso...

A Ash le duele el pecho. Aquel hueco que no la deja respirar quiere convertirse en lágrimas, pero no se lo va a permitir: levanta la cara y parpadea bajo la luz de la vela.

...
no está aquí ahora porque no fue ninguna coincidencia que estuviera en el ayuntamiento antes de que me capturaran. Estaba allí para confirmar dónde estaba yo. Por ellos. Por ella
.

Bueno, lo tuviste; te lo tiraste; conseguiste lo que querías; ahora ya sabes que es una comadreja, una mierda. ¿Qué problema hay?

Quería algo más que tirármelo
.

Olvídate de él
.

La vela de cera se fundió y se convirtió en un cabo.

Esto no es ningún romance de Arturo o Peredur. No estoy a punto de escalar los muros, luchar contra hombres con armadura con las manos desnudas y alejarme cabalgando hacia el amanecer. Lo que les ocurre a los prisioneros de guerra sin valor es el dolor primero, cuerpos rotos después y por último una tumba sin marcar indigna de un cristiano. Estoy en su ciudad. Ahora les pertenece a ellos
.

Un rumor caliente de inquietad le revolvió las entrañas. Reposó los brazos en las rodillas y la frente en los brazos.

Quizá esperen que me rescate mi compañía. Pronto. Un ataque, hombres de armas, no con caballos de guerra por estas calles, así que probablemente a pie
.

Será mejor que acierte con esto
.

El ruido más alto y agudo que había oído jamás hizo añicos la casa.

Su cuerpo quedó inmóvil en cuanto oyó el ruido. Se le movieron los intestinos. Se dio cuenta en ese mismo instante que yacía sobre unas planchas de roble destrozadas y a la vez supo lo que era aquel ruido. Cañonazos.

¡Eso es nuestro!

Le dio un vuelco el corazón al oírlo. Le corrieron las lágrimas por la cara asombrada. Les podría haber besado los pies de pura gratitud. Se alzó otro rugido. El crujido y el golpe seco de la segunda explosión resonaron por las vigas desnudas del techo.

Durante largo tiempo oyó los latidos de su corazón. Había vuelto a los riscos alpinos, donde el agua cae con tanto estruendo que un hombre no se oye hablar, hasta que de la oscuridad y el polvo salieron las llamas de las antorchas y los pasos de los hombres, hombres que entraron pasando por encima de los restos de listones y yeso y los harapos ensangrentados de los soldados.

Giraba el aire negro, iba desapareciendo el polvo. Su habitación terminaba en vigas rotas y caliza ennegrecida.

Habían volado un agujero en la parte posterior de la casa.

Una gran viga se agrietó y cayó, como los árboles que caen en la espesura. El yeso le roció la cara.

Tras la brecha, bajo la luz de las antorchas que iluminaban el espacio abierto, aguardaban dos carretas y dos cañones ligeros desmontados, humeantes aún; y la mercenaria entrecerró los ojos y distinguió entre la brillante llamarada los rizos de Angelotti, el artillero en persona se acercaba a zancadas hacia donde ella yacía, sin sombrero, con una amplia sonrisa, hablando (gritando) hasta que ella lo oyó:

—¡Hemos volado el muro! ¡Vamos!

Con la parte posterior de la casa también había caído el muro de la ciudad; estas casas, todas fortificadas en la parte posterior, formaban la muralla que protegía esta parte de la ciudad.

Más allá esperaban los campos negros y los sudarios de bosques sobre las colinas iluminadas por la luna, y hombres con armadura que exclamaban: «¡Ash! ¡Ash!» tanto como grito de batalla como para que los reconocieran sus compañeros. La mercenaria salió tambaleándose de las ruinas, le zumbaban los oídos y había perdido el sentido del equilibrio.

Rickard le tiró del jubón de la armadura con las riendas de Godluc en la otra mano. Se aferró a la brida del gran castrado gris, con el rostro pegado por un momento contra el flanco cálido y húmedo. Un virote de ballesta se enterró en el viejo ladrillo romano y roció de fragmentos la ruina de la casa; gritaron unos hombres, una oleada de recién llegados con armadura y túnicas blancas que trepaban por encima de las vigas de roble caídas.

Ash metió un pie en el estribo de Godluc, montó con un impulso, los corchetes sueltos y la cota de malla apenas sujetos al jubón ondeaban al aire, demasiado ligeros sin la armadura; y un hombre pequeño y ágil voló hasta ella, la cogió por la cintura y la empujó a pulso por encima del caballo de guerra.

Cayó, no sintió ningún impacto...

Ocurrió algo.

Me he mordido la lengua, estoy cayendo. ¿Dónde está el león?

La imagen que tenía tras los ojos no era la del pendón del león Azur sino de algo plano, dorado y con aliento a carne, un escalofrío le recorrió los dedos, las manos, los pies; se enterró en su cuerpo tumbado en el suelo.

Había unos pies plantados a ambos lados de ella. Pantorrillas encerradas en placas de acero bien formadas. Grebas europeas, no armadura visigoda. Un chispazo de luz le recorrió el rostro, flotó por el aire. Un líquido le salpicó la cara. Un chillido horrorizado la ensordeció: el chillido de un hombre arruinado en un segundo con el barrido de una espada, todo su porvenir destrozado y derramado por los escombros; y un hombre cerca de ella gritó:

—Dios mío, Dios mío, no, no... —y luego—, Cristo, oh Cristo, qué he hecho, qué he hecho, oh Cristo, cómo duele —y grita, y sigue gritando y gritando.

La voz de Floria dijo:

—¡Cristo! —De una forma precisa y lejana. Ash sintió que la alta mujer le palpaba la cabeza, dedos cálidos en su cabello. Tenía medio cráneo insensible—. Sin yelmo, sin armadura...

Y otra voz, masculina, dijo por encima:

—... la atropellaron en el cuerpo a cuerpo...

Ash fue consciente de lo que ocurría en todo momento, aunque por alguna razón no podía recordarlo un segundo después. Galopaban los caballos con armadura; los artilleros hacían estallar sus cargas y luego echaban a correr bajo la luz de la luna. Estaba atada con cuerdas a una carriola (¿cuánto tiempo había pasado mientras ella gritaba y otros gritaban?) y la cama atada a una carreta, una entre muchas, moviéndose por caminos helados, embarrados, con rodadas profundas.

Un trapo que ondeaba suelto sobre los ojos oscurecía la luna. A su alrededor, las carretas se movían y los bueyes inclinaban la testuz: y los chillidos de las mulas de carga se mezclaban con las órdenes gritadas y un chorrito de aceite cálido le entró en los ojos, le bajaba por la frente: Godfrey Maximillian con la estola verde pronunciaba el ritual de la Extremaunción.

Eran demasiadas cosas y dejó que se desvanecieran: los hombres de la compañía armada cabalgando como escoltas, el campamento entero levantado y en movimiento, el estrépito del acero que se acercaba demasiado.

Floria se arrodilló sobre ella y le sujetó la cabeza para inmovilizársela entre unas manos de dedos sucios. Ash vio por un momento la grasa de la piel sin lavar que ennegrecía el puño de lino de la mujer.

—¡Quédate quieta! —dijo la voz ronca en un susurro sobre ella—. ¡No te muevas!

Ash inclinó la cabeza hacia un lado, vomitó y luego chilló y se quedó inmóvil; se quedó lo más quieta posible mientras el dolor le azotaba el cráneo. La poseía una somnolencia nueva y extraña. Vio que Godfrey se arrodillaba en la carreta a su lado, rezaba pero rezaba con los ojos abiertos, mirando su rostro.

El tiempo no es nada más que vómitos y dolor, y la agonía de la carreta meciéndose y sacudiéndose por las rodadas de los caminos.

El tiempo es luz de luna: día negro: una luna oscurecida por las nubes: oscuridad: noche de nuevo
.

Lo que la despertó (¿horas más tarde? ¿días más tarde?) y la sumió en una ensoñación en la que al menos podía ver el mundo fue un murmullo, la exclamación de un hombre a otro, de una mujer a un hombre, a un niño, por toda la fila de la compañía. Oyó gritos. Godfrey Maximillian se agarró a los costados de la carreta y se asomó por la parte frontal, más allá de Rickard, que conducía las bestias.

Por fin distinguió lo que gritaban, era un nombre, un lugar. Borgoña. El más poderoso de los principados, pronunció mentalmente; y a un nivel que no tenía voz, supo que era ella la que lo había querido, la que lo había ordenado y le había confiado a Robert Anselm su intención incluso antes de adentrarse en los muros de Basilea detrás de la comandante visigoda.

Sonaron trompetas.

Un brillo la deslumbró. Así que esto es el paso al purgatorio. Ash rezó.

La luz se precipitó sobre ella, por encima del techo de lona del carro de bueyes, filtrándose por la tela blanca y basta. La luz destacó el grano de la madera, las planchas gruesas de roble del suelo de la carreta. La luz sacó de la oscuridad la mejilla demacrada de Floria del Guiz, agachada sobre la cesta de juncos que contenía sus hierbas, retractores, escalpelos y sierras.

No era el plateado de la luna, que despoja todo de color. Una luz amarilla y dura.

Ash intentó moverse. Gruñó con una boca repleta de saliva. La mano ancha de un hombre se aplastó sobre su pecho y la inmovilizó en la cama baja. La luz destacó la suciedad de las espirales de los dedos masculinos. El rostro de Godfrey no estaba vuelto hacia ella; el sacerdote se asomaba a la parte trasera de la carreta.

Una luz cálida relucía en la piel rosada del hombre, bajo el polvo del camino y en el color bellota de la barba lanuda; y la joven vio, reflejada en los oscuros ojos masculinos, que aquella brillante locura crecía.

De repente, una línea brusca dividió el suelo acolchado con juncos de la carreta y la cama atada a él. Oscuridad sobre su cuerpo... sombra. Fulgor sobre las piernas cubiertas con una manta, una línea de luz que se movía con el balanceo de la carreta... la luz del sol.

Hizo un esfuerzo pero no pudo levantar la cabeza. Movió solo los ojos. A través de la parte posterior abierta de la carreta relucían los colores: azul, verde, blanco, rosa.

Se le llenaron los ojos de agua. A través de las lágrimas, sus ojos se centraron en la distancia, en las colinas verdes, en la corriente de un río y en los muros blancos de una ciudad amurallada. El olor se levantó y la abofeteó, como el golpe de un bastón bajo las costillas: el olor a rosas y miel, y la calidez acre de estiércol de caballo y buey calentado por el sol.

La luz del sol.

La inundaron las náuseas. Vomitó un poco; el líquido hediondo le corrió por la mejilla. El dolor se fracturó alrededor de los huesos del cráneo y le hizo brotar más lágrimas. Dolorida, aterrorizada por lo que podría significar ese dolor, aun así solo podía pensar una cosa:
¡es de día, es de día, es el sol!

Hombres con diez años de servicio rebanando carne en los campos de batalla se bajan de las carretas para besar las rodadas de polvo y enterrar el rostro en la hierba mojada por el rocío. Mujeres que cosen por igual la ropa de los hombres y sus heridas, caen de rodillas a su lado. Los jinetes se tiran de las sillas. Y todos, todos caen sobre la tierra fría, bajo la luz, bajo aquella luz y cantan: «
¡Deo gratias, Deo adiuvante, Deo gratias!
[70]
»

[Correos electrónicos hallados en una copia del texto:]

Mensaje: #47 [Anna Longman / misc.]

Asunto: Ash, descubrimientos arqueológicos

Fecha: 11/11/00 a las 12:03 p.m.

De: Ngrant@

Formato borrado

Otros detalles encriptados con una clave personal no descifrable

Anna:

Anna, me disculpo por haber estado cuatro días sin ponerme en contacto contigo. ¡Aquí casi parecen minutos! Están pasando tantas cosas... han intentado entrar unos equipos de televisión. La Dra. Isobel ha puesto lo que resulta ser un cordón de seguridad alrededor de la zona, con el permiso del gobierno local. Así que quizá hayas visto, o no, algo de esto en la televisión por cable. Si yo fuera Isobel, no estaría tan dispuesta a tener soldados alrededor de una excavación arqueológica; cuando pienso en lo que podrían destruir por falta de cuidado, se me hiela la sangre, y no es una simple forma de hablar.

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