La visigoda dijo con suavidad.
—Aún podría ser una coincidencia. No deberíamos dejar que un parecido...
—¡Oh, no me jodas, mujer! ¡Somos gemelas!
Ash se miró en unos ojos que estaban a la misma altura del suelo que los suyos, el mismo color oscuro, buscaba en sus rasgos la familiaridad: la curva del labio, la forma de la nariz, la forma de la barbilla, una mujer extranjera de cabello claro con el bronceado y las extrañas cicatrices de las campañas militares y una voz que, si bien no llegaba a ser la suya, podría (suponía ahora) ser su propia voz tal y como la oían los demás.
—Preferiría no haberlo sabido —dijo Ash con la voz espesa—. Si es cierto, no soy una persona, soy un animal. Un caballo de raza. Un caballo de raza fracasado. Me pueden comprar y vender (cualquiera) y yo no puedo decir ni una palabra. Por ley. Y tú también eres un animal de granja. ¿Es que no te importa?
—No es nuevo para mí.
Eso la cortó en seco. Ash cerró la mano sobre el hombro blindado de la mujer, lo apretó una vez y lo soltó. Se quedó de pie, balanceándose pero erguida. Los altos setos del
hortus conclusus
dejaban fuera a Basilea, la compañía, el ejército, el mundo sumido en la oscuridad; y Ash se estremeció, a pesar de la armadura y de que estaba forrada por dentro.
—No me importa por quién lucho —dijo—. Firmé un contrato contigo y supongo que esto no es suficiente para romperlo, suponiendo que toda la gente que tengo aquí esté ilesa, y no solo Thomas. Sabes que soy buena, aunque no tenga tu «Gólem de Piedra».
La mentira le salió con tanta facilidad que podría haber sido una actuación, podría haber sido insensibilidad, pero en cualquier caso, Ash tenía la sensación de que no podía engañar a nadie. Siguió adelante con tenacidad.
—Sé que has asolado media docena de ciudades italianas, esenciales por su comercio; sé que los cantones suizos están borrados del mapa como fuerza militar y que has asustado tanto a Federico y las Alemanias que se han rendido. También sé que el sultán de Constantinopla no espera en estos momentos ningún problema, ya que tu ejército va dirigido contra la Cristiandad, contra los reinos que hay al norte de aquí.
Dejó que su mirada reposara en el rostro de la general, e intentó detectar cualquier emoción. Un rostro impasible le devolvía la mirada, el claroscuro de las sombras cambiaba con la luz de las teas de los gólems.
—Dirigido contra Borgoña, según Daniel de Quesada, pero supongo que eso también quiere decir Francia. ¿Y luego los
rosbifs
? Vas a cubrir demasiado terreno, incluso con la cantidad de gente que tienes. Yo sé lo que hago, llevo haciéndolo mucho tiempo; déjame seguir con ello, ¿de acuerdo? Y luego, en el futuro, cuando ya no esté bajo contrato, le diré a tu Lord-
Amir
Leofrico exactamente lo que pienso de su cría de bastardos.
...
y es probable que esto funcionara con cualquier otra persona
, concluyó Ash en la privacidad de su propia mente.
¿Se me parece mucho? ¿Va a saber cuándo estoy mintiendo? Por lo que sé, esto le sonaría a farol a cualquiera, por no hablar ya de a una hermana que no sabía que tenía
.
No te jode. Una hermana
.
La general visigoda se inclinó y recogió la Cabeza Parlante del trozo de césped que mellaba, la sacudió, se encogió de hombros y la volvió a colocar en la mesa de caballete al lado de la celada de Ash.
—Me gustaría mantenerla como subcomandante aquí.
Ash abrió la boca para responder y registró entonces el «mantenerla». «La», no «te». Eso, la dicción precisa y los ojos ausentes de la mujer, le reveló de algo que le produjo una repentina punzada en las entrañas:
No está hablando conmigo
.
La inundó el miedo.
Dio dos pasos hacia atrás, resbaló sobre la hierba helada y trastabilló por el terraplén cubierto de césped. Apenas capaz de mantener el equilibrio, se cayó y chocó de espaldas con fuerza contra el borde de mármol de la fuente. Oyó el crujido del espaldar. Un sabor cobrizo le bañó la boca. Se ruborizó, se puso roja como el fuego, tan avergonzada como si la hubieran descubierto manteniendo relaciones sexuales en público; sintió durante un segundo que no era real hasta ese momento y al siguiente pensó,
¡jamás esperé ver a nadie más haciendo esto!
Los gólems la miraban desde la parte superior del terraplén. El más cercano a Ash tenía una telaraña que le unía el brazo al seto, una hebra blanca escarchada que salvaba el espacio existente entre las hojas de la alheña podada y el mecanismo de latón brillante del codo de la figura. Se quedó mirando la cara ovalada y sin rasgos, la forma de huevo de la cabeza delineada por las teas goteantes.
La voz de la Faris protestó:
—Pero yo preferiría utilizarla a ella y su compañía ahora, no más tarde.
No está hablando conmigo. Está hablando con sus voces
.
Ash soltó de golpe.
—¡Tenemos un contrato! Estamos luchando por ti. ¡Ese fue el acuerdo!
La general se cruzó de brazos, con la cabeza ahora levantada mientras contemplaba las constelaciones del sur que cubrían el cielo de Basilea.
—Si me lo ordenas, entonces lo haré.
—¡No me creo que oigas voces! Eres una puta pagana. ¡Solo estas fingiendo! —Ash intentó volver a trepar por el escarpado terraplén; las suelas de las botas de montar le patinaban sobre la hierba fría y resbaló, se precipitó entre el estrépito del metal y se frenó con las manos; luego, a cuatro patas, levantó la vista y miró a la visigoda.
—¡Pretendes engañarme! ¡Esto no es real!
Sus protestas eran una catarata verbal. Tartamudeó entre un torrente de palabras ininteligibles y en lo más privado de su mente, pensó
¡no debo escuchar! Haga lo que haga, no debo hablar con mi voz, no debo escuchar, por si acaso es la misma
...
... por sí acaso ella se entera si escucho
.
Entre mantener la continua protesta y la determinación de cerrar por completo su mente, ni oyó ni sintió nada mientras la visigoda seguía hablándole al aire vacío.
—Sí. La enviaré al sur en la próxima galera.
—¡De eso nada! —Ash se puso en pie rápida y cuidadosamente.
La general visigoda dejó de contemplar el cielo nocturno y la miró.
—Mi padre, Leofrico, quiere verte —dijo—. Llegarás a Cartago en menos de una semana. Si no te entretiene demasiado, te tendré aquí de vuelta antes de que el sol se traslade a Leo
[66]
. Estaremos un poco más al norte pero aún puedo utilizar tu compañía. Mandaré a tus hombres de vuelta al campamento.
—
¡Baise mon cul!
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—le soltó Ash.
Fue por puro reflejo. De la misma forma que había interpretado el papel de la mascotita del campamento a los nueve años, también sabía interpretar el papel del capitán mercenario farolero a los diecinueve. La cabeza le daba vueltas.
—¡Eso no estaba en el contrato! Si tengo que sacar a mi gente del campo de batalla ahora, te va a costar un pico... Todavía tengo que darles de comer. Y si quieres que baje hasta el puto norte de África en medio de tu guerra... —Ash intentó encogerse de hombros—. Eso tampoco estaba en el contrato.
Y en cuanto me quites los ojos de encima, yo me largo de aquí
.
La visigoda recogió la celada de Ash de la mesa y le pasó la palma desnuda por la curva del metal, desde la cimera hasta la cola pasando por la cresta. Ash se estremeció con un gesto automático al anticipar el óxido en el acero espejado. La mujer golpeó el metal con los nudillos y aire pensativo, luego bajó la cimera hasta que se cerró con un chasquido.
—Les voy a dar unos cuantos de estos a mis hombres. —Una breve chispa de alegría, y sus ojos se encontraron con los de Ash—. No ordené que se asolara Milán hasta haberlo vaciado primero.
—No hay nada mejor que las armaduras milanesas. Salvo las de Augsberg y supongo que tampoco has dejado mucho intacto en las fundiciones del sur de Alemania. —Ash levantó la mano y cogió el yelmo de las manos de la mujer—. Mándame un mensaje al campamento cuando quieras que suba a bordo del barco.
Durante todo un segundo estuvo convencida de que lo había logrado. Que le permitirían salir de allí caminando, salir a caballo de la ciudad, colocarse justo en el medio de ochocientos hombres armados que vestían su librea y decirle a los visigodos que se fueran directamente a la versión arriana de la condenación eterna.
La general visigoda preguntó en voz alta:
—¿Qué hago con alguien que mi padre quiere investigar y en la que no confío que no se escape si la dejo salir de aquí?
Ash no dijo nada en voz alta. En esa parte de sí misma donde la voz era un potencial, actuó. No fue una decisión, fue un reflejo instintivo, algo que hizo a pesar del riesgo de que la descubrieran. Sin moverse, Ash escuchó.
Un susurro, el más suave susurro de los susurros, resonó en su cabeza. La voz más callada y conocida imaginable...
—Despójala de la armadura y las armas. Mantenla bajo continua vigilancia. Escóltala de inmediato al barco más cercano.
UN NAZIR
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y sus guardias la mantuvieron literalmente inmovilizada durante el traslado desde el jardín del castillo, por las calles del pueblo, hasta una larga y alta fila de casas de cuatro plantas que Ash reconoció por los informes de sus exploradores, era el cuartel general de los visigodos en Basilea. Unas manos cubiertas de una cota de malla le sujetaban los brazos.
Por encima del yeso cubierto de cieno y de las vigas de roble de las tejas, la oscuridad empezaba a tragarse las estrellas. Llegaba el amanecer.
Ash no hizo ningún esfuerzo por liberarse. La mayor parte de la unidad del
nazir
estaba compuesta por jóvenes, muchachos no mucho mayores que ella, con el rostro bronceado y los cuerpos tensos, con las piernas largas y las pantorrillas de músculos delgados de tanto tiempo que pasaban a caballo. Se dio la vuelta y los miró a la cara cuando la empujaron al edificio más cercano, a través de una puerta de roble. Si no fuera por las túnicas y la cota de malla visigodas, podrían haber sido hombres de armas de su compañía.
—¡Vale, vale! —Se detuvo en seco en la entrada, sobre las baldosas y formó con la boca una sonrisa dedicada al
nazir
—. Tengo unos cuatro marcos en mi bolsa, con eso, chicos, podéis comprar un poco de vino y luego podéis venir a decirme qué tal les va a mis hombres.
Los dos soldados le soltaron los brazos. Rebuscó la bolsa y se dio cuenta de que todavía le temblaban las manos. El
nazir
, más o menos de su edad, media cabeza más alto y varón, por supuesto, dijo:
—Cabrona de puta mercenaria —con un tono bastante profesional.
Ash se encogió de hombros mentalmente.
Bueno, o eso o «¡es la doble de nuestro jefe!» y luego me tratan como si fuera el demonio del pueblo
...
—Puto coño franco —añadió
[69]
.
Varios guardias de la casa y algunos sirvientes salieron al recibidor con velas. Ash sintió que una mano le tiraba del cinturón cuando la empujaron y supo que le faltaría la bolsa cuando la buscara; y luego en medio de un estrépito de botas y órdenes gritadas en cartaginés, se encontró con que la llevaban entre empellones hacia la parte de atrás de la casa. Pasando por habitaciones llenas de hombres armados, bajaron por pasadizos con el suelo de piedra y la metieron en una habitación diminuta con una puerta con barras de hierro hecha de madera de roble de un centímetro de grosor y una ventana de unos treinta centímetros cuadrados.
Dos pajes de rostro solemne, ataviados con túnicas visigodas, le indicaron que debían ayudarla a quitarse la armadura. Ash no protestó. Dejó que la despojaran y se quedó el jubón y las calzas de la armadura, con la cota de malla cosida en las axilas y la entrepierna; su petición de una media túnica no obtuvo ningún resultado.
La puerta de roble se cerró. El sonido de un enrejado de hierro que encaja en sus huecos reveló que habían puesto las barras en su sitio.
Chorreaba una vela, habían colocado el candelabro en el suelo.
Bajo su luz, la mercenaria examinó la habitación arrastrando los pies desnudos por ella. Las planchas de roble estaban frías. La habitación estaba desnuda, no contenía ni silla, ni mesa ni cama; y el hueco de la ventana tenía barras de hierro gruesas como un pulgar montadas en las paredes.
—¡Mamones! —Si le daba patadas a la puerta se haría daño así que la golpeó con la parte baja de la mano—. ¡Dejadme ver a mis hombres!
Su voz rebotó en los muros.
—¡Dejadme salir de aquí, cabrones!
Dado el grosor de la madera, ni siquiera era posible saber si había un guardia apostado fuera, o si este podría oírla en caso de estar allí. Utilizó la misma voz que habría usado para transmitir órdenes por el frente de batalla.
—¡Mamonazos! ¡Dulce Cristo, puedo pagar un rescate! ¡Solo dejadme mandar un mensaje!
Silencio.
Ash estiró los brazos por encima de la cabeza y luego se frotó los puntos irritados donde se le había abollado el arnés. Echaba tanto de menos la espada y la protección del acero que prácticamente podía sentir la forma del metal entre las manos. Cruzó de espaldas la habitación, se deslizó por el muro y se sentó al lado de la única luz: cera pálida y luz de un tono amarillo pálido.
Le picaban las manos, como si la sangre que corría por ellas fuera tan fría como el agua de los arroyos alpinos. Se frotó las palmas de las manos. Una parte de su mente insistía,
no, no es cierto, esto es una especie de historia rara, no es algo real. Eres la mocosa de un soldado, eso es todo. Es una coincidencia. Tu padre fue seguro un nazir visigodo que luchó contra el Grifo en Oro y tu madre era una puta. Eso es todo: nada fuera de lo normal. Tú solo te pareces a la Faris
.