Ash, La historia secreta (39 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

—Ojalá viniera el Cristo. Las tribulaciones de antes, eso es lo que me asusta. No el Juicio Final.

Ash se percató entonces de los puntos de color naranja que le cubrían los brazales, donde el aguanieve que le había caído en los brazos se había convertido en puntos de óxido durante el tiempo que había pasado en el interior cálido de la sala municipal. Murmuró una obscenidad y frotó el acero con un dedo cubierto con un paño mientras esperaba a los caballos.

—Capitán —dijo un hombre en latín visigodo con un fuerte acento. La mercenaria levantó la vista. Vio en rápida sucesión que era un
'arif
comandante de unos cuarenta años, que tenía veinte hombres con él y que todos ellos traían la espada desenvainada. Dio un paso atrás y sacó su arma mientras le gritaba a Thomas Rochester. Seis o siete cuerpos cubiertos con camisotes la golpearon por detrás y la tiraron de bruces.

La celada y la cimera se golpearon contra el empedrado, aplastándole la frente contra el forro del yelmo. Atontada, cerró la mano izquierda y lanzó el guantelete hacia atrás. El grueso puño de metal chocó contra algo con un golpe sordo. Una voz gritó sobre ella, encima de ella. Dobló el brazo izquierdo. La armadura es un arma. Las grandes placas de mariposa del codal que protege la articulación interna del codo se corren, en la parte posterior, y se convierten en un pincho afilado. Clavó el codo doblado hacia atrás, lo levantó y sintió que el pincho perforaba la cota de malla y llegaba a la carne. Un grito.

La mercenaria pateó, luchó por doblar las piernas, le aterrorizaba la posibilidad de un corte que la inmovilizara en la parte posterior de la rodilla desprotegida. Dos cuerpos cubiertos con una cota de malla se apoyaban con todo su peso en su brazo derecho, en la mano que se aferraba a la empuñadura de la espada. Los hombres gritaban. Dos o tres cuerpos más la golpearon en rápida sucesión, se tiraban contra su espaldar y la mantenían inmóvil, clavada al suelo, ilesa, un cangrejo metido en una concha de acero forrada.

El peso jadeante de aquellos hombres la inmovilizaba por completo.
Así que no se me ha de matar
.

El peso que tenía encima de los hombros blindados le impedía levantar la cabeza. No veía nada salvo unos cuantos centímetros de piedra, paja y abejas muertas de frío. A un metro de distancia, más o menos, se oyó un impacto suave y un grito.

¡Debería haberlos obligado que me dejaran traer una escolta mayor! O haber mandado a Rochester...

Apretó aún más el puño del guantelete de la mano derecha sobre la empuñadura. Sin que nadie percibiera el movimiento de la mano izquierda durante un momento, dobló los dedos para que sobresaliera el borde afilado de la placa del dorso de la mano y de un empujón golpeó el lugar donde supuso que estaría el rostro de un hombre.

No hubo impacto. Nada.

Un talón con escarpe se precipitó contra su mano derecha y le atrapó los dedos y la carne alrededor de la empuñadura de la espada, entre las placas de acero del guantelete, entre todo el peso del hombre y el duro empedrado.

Chilló. Le soltaron la mano y alguien apartó la hoja de una patada.

La punta de una daga se clavó en la cimera abierta y se detuvo temblando a unos milímetros de su ojo.

Capítulo 4

LA LUNA MENGUANTE arrojaba una luz tenue mientras se ponía sobre el castillo de Basilea. A lo lejos, muy por encima de los muros de la ciudad, esa misma luz plateada refulgía sobre la nieve que cubría los Alpes.

Los altos setos del
hortus conclusas
brillaban a causa de la escarcha.
¡Escarcha en verano!
, pensó Ash, todavía horrorizada, y tropezó en aquella oscuridad casi absoluta. El sonido de una fuente tintineaba en medio de la penumbra y oyó los cambios de postura y el estrépito de muchos hombres con armadura.

Me han dejado la armadura, por tanto tienen la intención de tratarme con cierto respeto; solo se han llevado la espada; así pues no necesariamente tienen la intención de matarme
...

—¿Qué cojones es todo esto? —exigió saber Ash. Sus guardias no le respondieron.

El jardín cercado era diminuto, una pequeña parcela de césped rodeada de un octágono de setos. Las flores trepaban por los marcos. Un terraplén de hierba recortada bajaba hasta una fuente, el chorro caía en un estanque de mármol blanco. El aroma de las hierbas llenaba el aire. Ash identificó romero y Alivio de la Herida; por debajo de esos olores estaba el hedor a rosas marchitas. Muertas de frío, pudriéndose en el tallo, supuso, y siguió caminando por el jardín entre los guardias de su
'arif
.

Una figura con un camisote de malla aguardaba sentada a una mesa baja cubierta de papeles, encima del terraplén de hierba. Detrás, tres figuras de piedra sostenían antorchas erguidas en las manos. Un rastro de brea hirviente bajaba por la vara de la tea mientras Ash miraba y llegaba a la mano apretada de latón de una de las figuras, pero el gólem ni se inmutó.

La llama de la tea arrojaba una luz amarilla sobre el pelo suelto y plateado de la joven visigoda.

Ash no pudo evitarlo, las suelas resbalaron por la hierba muy corta y helada y tropezó. Al recuperarse, se detuvo y miró a la Faris.
Ese es mi rostro, ese es el aspecto que tengo
...

¿Así es como me ve de verdad otra gente
?

Creí que era más alta
.

—Eres mi patrona, por el amor de Dios —protestó Ash en voz alta, furiosa—. Esto era del todo innecesario. Habría venido a ti. ¡Todo lo que tenías que hacer era pedirlo! ¿Para qué hacer esto?

La mujer levantó la vista.

—Porque puedo.

Ash asintió, pensativa. Se acercó más. Los pies se le hundían en el césped frío y elástico, hasta que la mano del
'arif
en el brazal detuvo su progreso a unos dos metros de la mesa de la Faris. La mano izquierda cayó de forma automática para sujetar la vaina de la espada y se cerró sobre el vacío. Ash plantó las botas con firmeza y recuperó el equilibrio; lista en un instante para moverse y para hacerlo tan rápido como permite la armadura.

—Mira, general, estás al cargo de toda una fuerza de invasión. ¡Lo cierto es que no creo que necesite que me demuestres todo tu poder e influencia!

La boca de la mujer se elevó un poco en una comisura. Le dedicó a Ash lo que sin lugar a dudas era una amplia sonrisa:

—Creo que sí necesitas que te dejen las cosas claras, si te pareces a mí en algo...

Se detuvo, de repente, y se irguió en el taburete de tres patas mientras dejaba que los papeles volvieran a caer en la pequeña mesa de caballete. Los pisó con una Cabeza Parlante para protegerlos de la brisa nocturna. Sus ojos oscuros examinaron el rostro de Ash.

—Me parezco mucho a ti —dijo Ash en voz baja y sin necesidad—. De acuerdo, así que querías demostrar algo. Muy bien. Demostrado queda. ¿Dónde están Thomas Rochester y el resto de mis hombres? ¿Hay alguno herido o muerto?

—No esperarías que te lo dijera. No hasta que ya estés lo bastante preocupada como para hablar conmigo abiertamente.

Alzó una ceja, el mismo gesto que ella, pero en el lado contrario, se dio cuenta Ash con un sobresalto. Era ella misma, pero al revés. Se planteó la idea de que la general pudiera ser un demonio o un diablo.

—Están bien, pero son prisioneros —añadió la Faris—. Tengo muy buenos informes de tu compañía.

Entre el alivio de oír que su gente estaba (o podría estar) todavía viva y la conmoción de escuchar esa voz que no terminaba de ser la suya, Ash tuvo que resistirse al mareo que amenazaba con cegarla. Por un momento tembló la luz amarilla de las antorchas.

—Pensé que te divertiría ver esto. —La Faris sostuvo un papel festoneado de sellos rojos de cera—. Es del
parlement
de París, me piden que me vaya a casa porque soy un escándalo.

Ash bufó a pesar de sí misma.

—¿Porque qué?

—Te encantará. Léelo.

Ash se adelantó y estiró la mano. Los hombres del
'arif
se pusieron tensos. Todavía llevaba los guanteletes puestos, y los dedos enguantados solo tocaron el papel; sin embargo, al acercarse tanto a su doble que podía oler su aroma, (un olor a especias y sudor, como todos los militares visigodos que la rodeaban), le tembló la mano. Le falló la vista y se apresuró a bajar los ojos hasta el papel.

—«Puesto que estáis sin bautizar y en estado de pecado y dado que no habéis recibido ninguno de los sacramentos y no podéis reclamar como propio ningún nombre de santo; es por eso que os solicitamos con toda firmeza que regreséis al lugar del que procedéis» —Ash leyó en voz alta—, «dado que no querríamos que nuestras reinas y nobles viudas tuvieran una relación impía con una simple concubina, ni que a nuestras limpias doncellas, sinceras esposas y tenaces viudas las corrompiera la presencia de alguien que no puede ser más que una moza rebelde o una esposa libertina; y por todo ello, no entréis en nuestras tierras con vuestros ejércitos...». ¡Oh, señor mío! ¡«Moza rebelde»!

La otra mujer dio salida a una carcajada sorprendentemente profunda y grave.
¿Mi risa suena igual?
, se preguntó Ash.

—Es la Araña
[61]
—murmuró Ash mientras lo leía otra vez, encantada—. ¿Genuino?

—Desde luego.

Ash levantó la vista.

—¿Entonces, de quién soy yo bastarda? —preguntó.

La general visigoda chasqueó los dedos y dijo algo en rápido cartaginés. Uno de sus hombres puso otro taburete al lado de la mesa de caballete y todos los hombres armados, cuyas botas habían estado pateando terrones del césped en el jardín cercado, salieron en fila por la verja que había en el seto.

Y sí ahora estamos solas de verdad, yo soy la reina de Cartago
.

Una armadura es un arma y se planteó utilizarla, y con la misma rapidez abandonó la idea. Ash dejó que su mirada se perdiera en la oscuridad, intentando captar los puntos de luz que se reflejarían en las puntas de flecha de acero o en los virotes de ballesta. El aire fresco nocturno le acarició el rostro.

—Este lugar me recuerda a los jardines de la Ciudadela donde crecí —dijo la Faris—. Nuestros jardines están más iluminados que este, claro está. Traemos la luz con espejos.

Ash se lamió los labios para intentar humedecerse la boca seca. Como requerían las damas del castillo, pocas cosas del mundo exterior podían entrar en este jardín. Los setos ahogaban el sonido. Ahora que había llegado la noche de verdad y que la oscuridad era genuina, y que la presencia armada se había retirado por un momento, la mercenaria se encontró (a pesar de los gólems) más cómoda, por insensato que fuese; sintió que se convertía en la persona que está al mando de una compañía, no una joven asustada.

—¿Te bautizaron?

—Oh, sí. Por lo que vosotros llamáis la herejía arriana. —La general levantó una mano invitadora—. Siéntate, Ash.

Uno no suele llamarse a sí mismo
, reflexionó Ash; y oír su propio nombre en lo que casi era su propia voz pero con un acento visigodo le puso el vello de la nuca de punta.

Levantó la mano para desabrocharse la correa y la hebilla de la celada y luego sacarse el yelmo. Sintió el frío aire nocturno contra la cabeza sudorosa y el pelo trenzado. Colocó cuidadosamente la celada con cimera en la mesa y para sentarse en el taburete se levantó las musleras y la faldriquera con la agilidad que da la larga práctica. La coraza y el espaldar mantenían su postura completamente erguida.

—Estas no son formas de conseguir la cooperación de tu empleado —añadió con aire ausente mientras se acomodaba—. ¡No lo son en absoluto, general!

La visigoda sonrió. Era pálida de piel. Tenía una máscara de tez más oscura alrededor de los ojos, del color de la miel por la larga exposición al sol, donde ni el yelmo de acero ni el velo de malla le protegían el rostro. Los mitones de la armadura que le colgaban de las muñecas descubrían las manos: pálidas, con uñas bien cortadas. Si bien es verdad que la cota de malla absorbe el cuerpo humano, se aferra a la ropa forrada que hay debajo y la deja con un aspecto regordete, Ash pensó que aquella mujer tenía una constitución muy parecida a la suya: y por un momento quedó consumida por la pura realidad de una carne viva, cálida, que respiraba y estaba sentada delante de ella, al alcance de su mano, y tan parecida...

—Quiero ver a Thomas Rochester —dijo.

La general visigoda apenas levantó la voz. Se abrió el portillo de la verja. Un hombre levantó un farol el tiempo suficiente para que Ash viera a Thomas Rochester, con las manos atadas a la espalda, la cara ensangrentada pero al parecer lo bastante bien para permanecer en pie sin ayuda; se cerró la verja.

—¿Contenta?

—Yo no lo llamaría contenta, exactamente... ¡Joder! —exclamó Ash—. ¡No esperaba que me cayeras bien!

—No. —La mujer, que no podía ser mucho mayor que ella, apretó los labios. Una sonrisa irresistible le levantaba las comisuras. Sus ojos oscuros relucían—. ¡No! ¡Ni yo tampoco! Ni el otro
jund
, tu amigo. Ni tu marido.

Ash se limitó a gruñir.

—El Cordero no es amigo mío —y dejó el tema de Fernando del Guiz en paz. Un júbilo conocido empezó a burbujear en su sangre: el equilibrio requerido cuando se vuelve a negociar un acuerdo digno con personas siempre más poderosas que una misma (o no contratarían mercenarios); la necesidad de saber lo que se debe decir, y lo que hay que callar.

—¿Cómo es que tienes cicatrices? —preguntó la general visigoda—. ¿Una herida de batalla?

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