Ash, La historia secreta (52 page)

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Authors: Mary Gentle

Tags: #Fantasía

—Oh, mierda —dijo—. Oh, mierda, tengo una audiencia con Carlos de Borgoña, oh, mierda, oh, mierda...

—¿No te parece que te estás tomando esto quizá demasiado en serio?

—Lo que ven... es lo que soy. Y prefiero preocuparme por esto que... —Ash abrió una cajita con espejo que tenía en la mano y ladeó el diminuto reflejo redondo para intentar verse la cara. Bertrand le tiró del pelo con el peine. Ella lanzó un juramento, le tiró una botella al chiquillo, se soltó el cabello plateado sobre la parte herida de la cabeza y se quedó mirando sus ojos, tan oscuros, del color de los estanques en los bosques salvajes. El más leve tono dorado le coloreaba las mejillas, fruto del sol, haciendo que las cicatrices resaltaran aún más pálidas. Aparte de las cicatrices, y de la delgadez que le había producido la enfermedad, un rostro perfecto le devolvía la mirada.

No te preocupes por la armadura porque no va a ser eso en lo que se fijen
.

Floria se quitó de en medio cuando pasaron dos hombres y contempló a Ash mientras daba órdenes a los líderes de lanza y los despedía con toda eficiencia. Su sonrisa adquirió un tono sardónico.

—¿Vas a la corte con el pelo suelto? Eres una mujer casada.

Ash le dio al cirujano una respuesta que había estado practicando mentalmente en su lecho de enferma.

—Mi matrimonio fue un engaño. Juro ante Dios que ahora estoy exactamente en el mismo estado que antes de contraer matrimonio.

Floria emitió un largo y basto sonido:

—¡No jefe! Eso no lo intentes aquí. Hasta a Carlos de Borgoña le va a dar la risa.

—¿Merece la pena intentarlo?

—No. Confía en mí. No.

Ash se quedó quieta mientras Bertrand le abrochaba el cinturón de la espada alrededor de la cintura. Las placas de metal cubiertas de terciopelo de la brigantina crujían cuando respiraba.

Desde las sombras de color sepia que arrojaba la lona, la mujer alta dijo:

—¿Y qué le vas a decir a nuestro noble Conde sobre tu encuentro con la general visigoda? ¿Más de lo que me has contado a mí? Por Cristo, mujer, ¿es que iba a yo a traicionar una confidencia? Estamos todos...

—¿Estamos? —la interrumpió Ash.

—... yo, Godfrey, Robert... ¿Cuánto tiempo pretendes que esperemos? —Floria limpió la parte superior de una de las cuatro copas de plata de Ash con un pulgar mugriento y levantó los ojos brillantes—. ¿Qué te pasó? ¿Qué te dijo? ¿Sabes?, tu silencio es ensordecedor.

—Sí —dijo Ash sin más, sin responder a la esforzada ligereza de la mujer—. Lo estoy meditando bien. No vale la pena dejar el polvo a medias. Podría afectar al futuro de la compañía, al mío, y convocaré una reunión de oficiales cuando lo tenga yo claro, y no hasta entonces. Mientras tanto, tenemos que enfrentarnos al Gran Duque de Occidente y a un conde inglés chiflado.

Dos órdenes redujeron el pabellón exterior al orden y desengancharon los paneles laterales de la lona. El dosel seguía dando sombra; los lados abiertos dejaban entrar ácaros irritantes, mariposas blancas y libélulas, esos dardos de un color verde metálico que bajaban en picado sobre ellos; también dejaban que la brisa del río repleto de juncos soplara sobre el rostro de Ash.

Sometió a un breve examen la mesa, vestida con un mantel amarillo lamentable. La vajilla de plata relucía lo suficiente para dejar reflejos en la retina. Elegantes hombres de armas de una de las lanzas de van Mander empezaban a formar la guardia alrededor de la zona central del campamento. Tres de las mujeres del campamento tocaban flautas dulces, un aire italiano. Henri y Blanche habían juntado las cabezas y hablaban acaloradamente.

Cuando Ash miró, el senescal se limpió el rostro rojo y chorreante con la manga de la camisa y asintió; justo entonces, el sol se reflejó a sus espaldas en unos brillantes rizos dorados y la mercenaria se dio cuenta de que era Angelotti, que conducía al grupo del Conde de vuelta a la tienda de mando.

Vio que John de Vere se daba cuenta de que Blanche iba a ser una de las sirvientas, hecho no muy habitual y que la compañera de lanza de Ludmilla, Katherine, aguardaba con su ballesta y una correa de mastines, formando parte de la guardia de la tienda de mando.

Casi como una pregunta, John de Vere comentó:

—Tenéis muchas mujeres en vuestro campamento, señora.

—Por supuesto que sí. La pena por violación es la muerte.

Eso sobresaltó al vizconde, lo notó por la expresión de Beaumont; pero el Conde de Oxford se limitó a asentir con expresión pensativa. Presentó a Floria del Guiz con cierto cuidado (pero el Conde saludó al cirujano como si fuera un hombre) y a Godfrey Maximillian.

—Tengan la bondad de sentarse —dijo con formalidad la mercenaria y, tras dejar que los sirvientes colocaran a cada hombre en la tienda según su rango, le cedió la cabecera de la mesa a John de Vere. La música cesó mientras el rumor sordo de Godfrey bendecía la mesa.

Al sentarse, con la mitad de la cabeza puesta en la distancia que podrían haber cubierto los visigodos en seis días y la otra mitad concentrada en la mejor forma de comportarse en la corte del Duque Carlos con una invasión en puertas, un recuerdo encajó de repente en su lugar.

—Por Dios Santo —estalló Ash cuando Blanche y una docena más pusieron la primera colación sobre la mesa—. Os conozco. He oído hablar de vos. ¡Vos sois ese Lord Oxford!

El conde inglés se estremeció con lo que, después de medio segundo, ella se dio cuenta de que era una carcajada.

—¿«Ese» Oxford?

—¡Os metieron en Hammes!

Floria, al otro lado de la mesa, levantó la vista de un plato de codorniz.

—¿Qué es Hammes?

—Un trullo de alta seguridad —dijo Ash sin más. Luego se puso colorada y empezó a servir a John de Vere personalmente del único tajadero grande de plata que todavía poseían—. Es un castillo a las afueras de Calais. Con fosos y canales y... ¡se supone que es el castillo más difícil de Europa, no hay quién se escape de allí!

El Conde de Oxford estiró el brazo y le dio al vizconde Beaumont una fuerte palmada en el hombro.

—Y eso habría sido si no hubiera sido por este hombre. Y Dickon, George y Tom. Pero os equivocáis en una cosa, señora, yo no me escapé. Me fui.

—¿Os fuisteis?

—Me llevé a mi carcelero principal, Thomas Blount, conmigo, como aliado. Dejamos a su esposa defendiendo el castillo hasta que volvamos con tropas para la casa de Lancaster
[91]
. —John de Vere sonrió—. La señora Blount es una mujer que incluso vos encontraríais formidable. ¡No me cabe duda de que podemos volver a Hammes en cualquier momento de los próximos diez años y encontrarnos con que sigue siendo nuestro!

—Mi señor de Oxenford es famoso. Invadió Inglaterra —le dijo Ash a Floria. Contuvo una carcajada, no había malicia en ella, solo orgullo por las hazañas del otro—. Dos veces. Una vez con los ejércitos de Margarita de Anjou y del rey Enrique. —Un alegre bufido—. Y la otra solo.

—¡Solo! —Floria del Guiz se volvió con expresión incrédula hacia el conde—. Tendréis que disculpar los modales de la jefa, mi señor de Oxford. Se pone así a veces.

—Tampoco es que estuviera solo. —protestó Oxford muy serio—. Tenía ochenta hombres conmigo.

Floria del Guiz se arrellanó en la silla y miró al noble inglés con unos ojos iluminados por el vino y una sonrisa infecciosa.

—Ochenta hombres
[92]
. Para invadir Inglaterra. Ya veo...

—Mi señor el Conde tomó el monte Michael de Cornualles —dijo Ash—. Y lo conservó... ¿cuánto tiempo, un año?

—No tanto. De septiembre del 73 a febrero del 74. —El conde miró a sus hermanos, cuyos gritos se iban elevando con la charla informal en la que estaban inmersos—. Se mostraron firmes por mí. Pero no los hombres de armas, una vez que quedó claro que no iba a llegar ningún socorro de Francia
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.

—Y después de eso, Hammes. —Ash se encogió de hombros—. Ese Lord Oxford. Por supuesto.

—La tercera vez, pondré a un hombre mejor que Eduardo en el trono
[94]
. —Se apoyó contra la silla de roble tallado. Con un tono acerado por debajo, John de Vere dijo—: Soy el decimotercer conde de un linaje que se remonta al Duque Guillermo. En ese tiempo inmemorial mis antepasados eran grandes señores y cancilleres del reino de Inglaterra. Pero desde que estoy en el exilio, no más cerca de un rey de la casa de Lancaster de lo que vos estáis de una Papisa Juana, señora, y ya que tenemos esos godos a los que enfrentarnos, entonces... «ese Lord Oxford» tendrá que ser.

Levantó la copa de plata con gravedad para brindar con Ash.

¡Ay dioses! Así que este es el gran conde soldado inglés
... La mente de Ash se disparó mientras le daba un buen trago a aquel vino tinto indiferente.

—Vos también reconciliasteis a Warwick, el Hacedor de Reyes, con la reina Margarita
[95]
. ¡Dios Santo!... Siento decirlo, mi señor, lo cierto es que yo me encontraba luchando en el lado contrario al vuestro en el campo de Barnet en el 71. Nada personal. Solo negocios.

—Sí. Y ahora, señora, a nuestro negocio —dijo de Vere con brusquedad.

—Sí, mi señor —Ash se asomó más allá del dosel que le daba sombra, por detrás del Conde, a las tiendas y pendones que los rodeaban y se combaban bajo el cálido sol de la tarde primera. La armadura la mantenía erguida en la mesa. El peso de la brigantina no le molestaba pero el calor que le daba la hacía palidecer. Empezó a zumbarle la cabeza otra vez.

Entre la tienda de Geraint y el pabellón de Joscelyn van Mander, vio la cuesta de prados verdes y las hojas grises de los árboles que se levantaban más allá del borde del agua. Un reflejo azul lejano le llamó la atención: Robert Anselm, en el campo, despojado de todo salvo de la almilla y las calzas, gritándole a los hombres que practicaban con espadas y alabardas. Los pequeños aguadores daban carreras entre las filas de hombres. El aullido duro del galés Geraint ab Morgan resonaba por encima del golpe seco de las astas que golpeaban los blancos de paja.

¡Que practique con este calor! Seguro que mañana no son tan gandules, coño. Ya es hora de que este sitio empiece a parecerse a un campamento militar... Porque en caso contrario van a dejar de pensar que son una compañía militar. ¿Me pregunto a cuántos he perdido en las casas de putas de Dijon?

La vela marcada del pabellón mostraba que ya casi empezaba la tercera hora de la tarde. Hizo caso omiso del latido de anticipación que sentía en el estómago y levantó una copa de vino aguado, el líquido tibio en su boca.

—¿Hago entrar a mis oficiales, mi señor?

—Sí. Ahora.

Ash se giró para darle la orden a Rickard, que permanecía detrás de la silla de su ama, con la espada de esta y su segunda mejor celada en las manos. Sin que nadie lo esperara, habló Floria del Guiz:

—Al Duque Carlos le encanta una buena guerra. ¡Ahora querrá atacar a todo el ejército visigodo!

—Entonces lo borrarán del mapa —dijo Ash con tono hosco mientras Rickard se dirigía por lo bajo a uno de los muchos muchachos de las carretas que servían de pajes. Entre los sirvientes, los pajes y dos o tres docenas de hombres armados con perros sujetos por correas que rodeaban este extremo del dosel del pabellón, la mesa formaba una isla de quietud. La mercenaria se apoyó en los brazos, hizo caso omiso de las manchas del mantel y se dio cuenta de que los ojos azules de John de Vere la contemplaban.

—Tenéis razón, mi señor Conde. No hay posibilidad de ganarle una batalla a los visigodos sin que se unan los príncipes de Europa. ¡Ni en broma! Deben de saber lo que ocurrió en Italia y las Alemanias pero supongo que se creen que no puede pasarles a ellos.

Hubo un revuelo entre los guardias del exterior de la tienda y entró Robert Anselm sudando bastante, Angelotti siguiéndole los pasos y Geraint muy cerca de los otros dos. Ash les hizo un gesto para que se acercaran a la mesa. El vizconde Beaumont y el más joven de los hermanos de Vere se inclinaron hacia delante para escuchar.

—Informes de los oficiales —anunció Ash apartando su plato—. Será mejor que prestéis atención a esto, su Gracia. Nos ahorrará tener que repasar las cosas dos veces.

Y te dará una visión lisa y llana de lo que somos... bueno, ¡no vayamos a confundirnos con lo que contratamos!

Geraint, Anselm y Angelotti ocuparon sus sitios en la mesa. El capitán de los arqueros contempló hambriento los restos de comida.

—Hemos rehecho el perímetro. —Robert Anselm dio un barrido por la mesa y rescató un trozo de queso del plato de Ash. Mientras masticaba, apuntó con la voz espesa—. ¿Geraint?

—Así es, jefe. —Geraint ab Morgan le lanzó a los hermanos Oxford una mirada ligeramente suspicaz—. Hemos montado las tiendas de vuestros hombres en el lado del río del campamento, su Gracia.

Ash se limpió la frente húmeda.

—Bien... ¿Y dónde está Joscelyn? Siempre suele andar por ahí para las reuniones del grupo de mando.

—Oh, está allí abajo, jefe. Dándoles la bienvenida en nombre del león.

El capitán gales de los arqueros habló con un tono totalmente inocente y levantó la vista con un gruñido de agradecimiento cuando Bertrand, a un gesto de Ash, trajo unas copas de cuerno llenas de vino aguado. Robert Anselm le lanzó a Ash una mirada llena de intención.

—¿Es eso cierto, por Dios? —murmuró Ash para sí—. ¿Y esa reorganización tuya del campamento implicaba poner todas las lanzas flamencas juntas?

—No, jefe, eso lo hizo van Mander cuando llegamos aquí.

Los pendones de las tiendas que veía le indicaban al ojo experto de Ash que todo el cuarto posterior del campamento estaba compuesto de tiendas flamencas, entre las cuales no se entremezclaba ninguna otra nación. El resto era, como siempre, una promiscua mezcla de tierras.

Asintió pensativa, con la mirada ausente y clavada en un grupo de mujeres que pasaban con faldas de lino y camisolas sucias, riéndose mientras se dirigían hacia la puerta del campamento y (era de suponer) hacia la ciudad de Dijon.

—Déjalo estar por ahora —dijo—. Pero ya que estamos en ello, quiero doble guardia en el perímetro a partir de ahora. No quiero que los hombres de Monforte o los chavales borgoñones entren a mangar nada y no quiero que los nuestros salgan a ponerse como cubas todo el tiempo. Que vayan a la ciudad en grupos, no más de veinte cada vez. A ver si reducimos al mínimo las peleas gratuitas.

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