—¡Leona!
—¡Escuchad! —Ash se soltó y levantó las dos manos para pedir silencio. Los fallos del campamento podían esperar una hora, decidió—. ¡Muy bien! Estoy aquí, he vuelto y ahora voy a subir a la capilla. Todos los que queráis dar gracias por habernos librado de la oscuridad, ¡seguidme!
No pudo hacerse oír durante sesenta segundos. Al final dejó de intentarlo, le dio una palmada a Euen Huw en la espalda y señaló el camino. Se movieron hacia la puerta principal del campamento con al menos cuatrocientos miembros tras ellos; y Ash respondió preguntas, pidió noticias y felicitó a los hombres que se recuperaban de sus heridas, todo con un mismo aliento y bajo un cielo pasmosamente cálido.
Dado que era una capilla de Mitra
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estaba, como es natural, en un terreno separado del convento. Ash guió la marcha colina arriba hasta el cercano soto, perdida en medio de la gran multitud.
Los árboles repletos de hojas le cerraban paso al sol. Ash exhaló un profundo suspiro, pues hasta ahora no había sido consciente de lo mucho que la habían mareado el calor y la luz. Miró a lo que la esperaba más adelante, camino abajo, al lugar donde la esperaban sus oficiales, en la entrada baja y pesada de mampostería: Floria, Godfrey, Robert y Angelotti, de pie bajo la sombra moteada de color sepia. Asintió con la cabeza, apenas un gesto diminuto y los vio relajarse.
Floria se adaptó a su paso cuando se acercó, Godfrey se colocó al otro lado. Angelotti se inclinó y Robert Anselm y él dieron un paso atrás para dejarla pasar.
Ash les dirigió a los dos hombres una mirada pensativa por encima del hombro.
Los sacerdotes aguardaban en la entrada de la capilla. Entrelazó los brazos con los de Floria y Godfrey. Tras ella, sabiendo que no habría sitio abajo, los hombres de armas y los arqueros se hincaban de rodillas sobre la capa de hojas muertas, hombres mugrientos moteados de puntos del sol que se filtraba entre las hojas verdes, que se quitaban los cascos y los gorros, que hablaban a voz en grito y se reían. Los sacerdotes subalternos de Mitra se apartaban de la entrada y se acercaban a los grupos de hombres armados para que se pudiera celebrar el servicio tanto allí como abajo.
La mercenaria se puso a la altura de Godfrey, entrelazó el brazo con él, cruzó el dintel y bajó los escalones, cambiando así el olor del bosque seco por el frío húmedo de las paredes de tierra del pasaje.
—Bueno, ¿qué has oído en la corte? ¿Luchará el Duque?
—Hay rumores. Pero no información en la que yo confíe. No cabe duda de que no puede hacer caso omiso de un ejército que está a sesenta kilómetros, pero... ¡Pero jamás había visto tanta magnificencia! —balbuceó Godfrey Maximillian—. ¡Debe de tener trescientos libros aquí, en su biblioteca!
—Ah, libros. —Ash mantuvo una mano firme en el brazo de su escribano al llegar al final de la escalera y entró en la capilla de Mitra. La luz del sol bajaba sesgada por los barrotes y bañaba la cueva de piedra en estanques de luces y sombras. Los mosaicos romanos que pisaba representaban a los Orgullosos Caminantes y a los Hacedores de Lluvia de Abril en diminutos cuadrados de colores pastel—. ¿Para qué me van a importar a mí los libros del Duque Carlos, Godfrey?
—No, supongo que no te importarán. No en la situación actual. —El sacerdote inclinó la cabeza con una sonrisa en parte oculta por la barba—. Pero tiene unos Salterios maravillosos. Uno ilustrado por Roger van der Weyden, nada menos. También tiene todas las
Chansons du Geste
, niña... Tristán, Arturo, Jaques de Lailang...
—¡Oh, vaya! ¿En serio?
Godfrey soltó una sonrisa e imitó su tono.
—En serio.
—Pues ese es el problema que tiene la guerra —dijo Ash con tono melancólico cuando se arrodillaron delante del gran altar del Toro.
—¿Eh? ¿De veras crees que Jaques de Lailang es el problema que tiene la guerra? —Murmuró Godfrey confuso—. Pero, Señor, niña, ese hombre lleva treinta años muerto.
—No. —Ash le dio un cariñoso empujón al sacerdote. Desde el altar, el sacerdote del Toro le lanzó una mirada furiosa para que se dominara
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. La mercenaria redujo el tono a un susurro, consciente de que todavía se estaba dejando llevar por la intensidad del recibimiento de la compañía, que mantenía una cháchara constante a sus espaldas—. Quiero decir que lo que le pasó es el problema que tiene la guerra. Ahí lo tienes, el caballero perfecto, tan amable; durante años gana todos los encuentros del circuito de torneos, ha estado en cada uno de los campos de batalla más destacados, un auténtico caballero guerrero (de hecho, levantó un pabellón de caballeros y defendió un vado con su lanza contra todos los enemigos
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), ¿y qué le pasa?
Godfrey rebuscó en su memoria.
—Lo mataron en uno de los asedios de Gante, ¿no?
—Sí, un cañonazo.
Se fueron pasando el cuenco de sangre. Ash bebió, inclinó la cabeza para recibir la bendición y dijo la fórmula:
—Doy gracias por mi recuperación y dedico mi vida a continuar la batalla de la Luz contra la Oscuridad. —Mientras el cuenco humeante seguía pasando entre todos los componentes de la compañía que atestaban la capilla y hacían cola en los escalones, Ash murmuró—: A eso me refiero, Godfrey. Tenía todas las virtudes de la guerra caballeresca, ¿y qué le pasa? ¡Unos putos artilleros le vuelan la cabeza!
Godfrey Maximillian bajó el amplio brazo para levantarla de las losas de la capilla. La joven aceptó la necesaria ayuda sin ofenderse.
—Y no es que yo haya pensado jamás que la guerra era algo más que un negocio sucio —añadió con sequedad—. ¿Por qué me evitan Robert y Angelotti, Godfrey?
—¿Ah, sí? Vaya.
Ash apretó los labios. Al concluir la bendición, esperó mientras los niños de las túnicas blancas y verdes cantaban y luego ascendió hacia la luz entre sus líderes de lanza, una masa de hombres ataviados con acero brillante y lino reluciente que entraron en el bosque con ella, espantaron los insectos zumbones, todos y cada uno desesperados por escuchar una sola palabra tranquilizadora de labios de Ash.
—¡Los caballos de diario necesitan ejercicio! —El herrador de la compañía.
—Veinte piezas completas de carne de cerdo, y nueve estropeadas —se quejó Wat Rodway.
—¡Los arqueros de Huw no dejan de montar broncas con mis hombres! —Un indignado sargento rubio de archeros. Carracci, al que reconoció la mujer, inusualmente cargado.
Euen Huw soltó un taco.
—¡Malditos italianos holgazanes que se meten con mis chicos!
Una de las arcabuceras se quejó:
—Y la mitad de mi pólvora se quedó en Basilea...
Ash se detuvo de golpe en el camino.
—Esperad...
Su paje, Bertrand, le dio su gorra de terciopelo. Oyó el bufido de varios caballos y miró lo que tenía delante. Más allá de los troncos marrones de los árboles y de las curvas verdes y arqueadas de los espinos, en la vega, los mozos de cuadra sujetaban los caballos de guerra.
—Más tarde. —Ordenó.
Un grupo de hombres armados aguardaba a la sombra del soto. Su estandarte colgaba inerte e ilegible pero parecía ser (la joven entrecerró los ojos) cuadrados divididos de color rojo y amarillo, con barras blancas, rosetas
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y cruces o dagas. Las chaquetas de librea de los hombres eran blancas y cárdenas
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.
Una mano la cogió por la axila y la sacó del grupo que discutía y la apartó varios metros de la multitud que formaban sus soldados. Robert Anselm, sin mirarla, dijo:
—Nos he conseguido un contrato. Está aquí. Ven a conocer a tu nuevo jefe.
—¿Nuevo jefe? —Ash se paró de golpe.
No pesaba lo suficiente para detener a Anselm pero el inglés grandullón le soltó el brazo y de repente cayó de rodillas ante ella.
Un segundo hombre se arrodilló sobre las hojas secas: Henri Brant. Antonio Angelotti cayó con un golpe seco a su lado. Ash bajó los ojos y miró a su senescal, a su segundo al mando y a su artillero. Se puso las manos en las caderas y dijo:
—Disculpen, ¿mi nuevo qué? ¿Desde cuándo?
Anselm y Angelotti intercambiaron una mirada.
—¿Hace dos días? —aventuró Robert Anselm.
—Nuevo patrón —comentó Henri Brant—. Tenía problemas para conseguir crédito en Dijon. Los precios están subiendo ahora que hay un ejército en la frontera. ¡Y no puedo aprovisionar a ciento sesenta caballos y una compañía entera con lo que queda de Federico!
¿Y cuánto nos vimos obligados a abandonar en Basilea? Mierda.
Ash examinó el rostro ancho de Henri. Todavía prefería mostrar el lado derecho, notó, aún arrodillado.
—Levántate, idiota. ¿Quieres decir que ningún mercader de comida quería darte crédito a menos que la compañía tuviera un contrato formal con alguien?
Henri asintió mientras se ponía en pie.
Que es el momento justo para que se sepa que nuestro último contrato fue con los visigodos... Sea quien sea
, pensó Ash,
no perdió el tiempo a la hora de hacer su jugada
.
Ash dio unos golpecitos con la punta de la bota en el suelo cubierto de hojas del soto.
—Robert.
Los dos hombres que tenía arrodillados ante ella no podían haber sido más diferentes: Anselm, todavía con el jubón de lana azul, el rostro sin afeitar; Angelotti con la masa de cabello dorado cayéndole por debajo de los hombros y la camisa recogida en el cuello impecable y del mejor hilo. Lo que tenían en común eran unas expresiones idénticas de aprensión furtiva.
—Dijiste «vete a dirigir la compañía» y la he dirigido. —Robert se encogió de hombros sin levantarse—. ¡Necesitamos dinero! Y es un buen contrato...
—Con un hombre que conocemos. —Angelotti, cosa extraña en él, se trabucaba con las palabras—. Que Roberto conoce, conocía, conocía a su padre, es decir...
—¡Oh, Cristo, no me digas que es uno de tus putañeros
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! —Ash lo miró, furiosa—. ¡Ese es un país al que no pienso volver! No hay nada salvo bárbaros y lluvia. Roberto, te voy a clavar las orejas a la picota por esto.
—Está aquí. Será mejor que lo conozcas. —Robert Anselm se levantó y desenredó la vaina de un matorral de espinos. Angelotti lo imitó.
—Es uno de tus putos Lancaster, ¿a que sí? ¡Oh, por el dulce Cristo! Y encima quieres que vaya a luchar contra el rey Eduardo por su trono. Me parece que no. —Ash se detuvo, frunció el ceño y de repente se dio cuenta,
eso me pondría a mil leguas y un buen trozo de mar al norte de la Faris y su ejército
.
Quizá se pueda hacer algo. Si voy a Inglaterra, lo peor que puede pasar es que muera en el campo de batalla. Quién sabe lo que podría pasar en Cartago si descubrieran alguna vez que oigo... ¡no!
Murmuró:
—Bueno, ¿quién es el de blanco y cárdeno? —Y empezó a escudriñar entre sus recuerdos la heráldica de los señores de Lancaster desposeídos que habían salido de la Inglaterra de los York.
Robert Anselm tosió.
—John de Vere. El Conde de Oxford.
Ash cogió con aire distraído la espada cuando Bertrand se la trajo y dejó que el muchacho se la abrochara alrededor de la cintura. Motas de luz brillaban sobre su gastada vaina de cuero rojo. El jubón que llevaba, de color verde y plata, si bien era obvio que era una prenda cara, era igual de obvio que no se había lavado ni cepillado en casi una semana. Y no llevaba armadura, ni siquiera una cota de malla.
—El puto Conde del puto Oxford y yo parece que gano diez chelines al año. Gracias, Robert. Muchas gracias. —Le dio el meneo a las caderas que le acomodó el cinturón de la espada a la cintura. Lo miró con mucha atención—. Tú luchaste en su casa, ¿no?
—En la de su padre. Con su hermano mayor también. Luego con él, en el 71. —Robert se encogió de hombros, incómodo—. Nos conseguí lo que pude. Necesita una escolta por aquí, según dice.
Ash buscó a Godfrey con la mirada y vio al sacerdote charlando con un hombre de armas con una chaqueta de librea morada con una roseta blanca. Desde luego no podía acercarse a su escribano en ese momento para preguntarle por qué iba a estar un señor de Lancaster en la corte de Carlos de Borgoña, qué podría querer de un considerable contingente de mercenarios armados y, terminó mentalmente,
¡qué piensa de las fuerzas visigodas que están a unos sesenta kilómetros de aquí!
—Su padre, tu antiguo jefe, ¿murió en combate?
—No. A su padre y Sir Aubrey, que es su hermano, los ejecutaron.
—Oh, yupiii —dijo Ash con aspereza—. Ahora me contrata la nobleza despojada de sus privilegios, porque lo han despojado de sus privilegios, ¿supongo?
Antonio Angelotti la interrumpió en voz baja:
—
Madonna
, aquí está.
Ash cuadró los hombros casi inconscientemente. Los molestos insectos seguían zumbando, motas doradas por el sol que se filtraba entre los árboles. Bufó un caballo. Los hombres del estandarte de de Vere tintineaban al acercarse, con las sobrevestas atadas sobre una cota de malla ligera. Había unos cuantos rostros quemados bajo los yelmos. Ash supuso que la escolta consistía en su mayor parte en aquellos que habían disgustado hacía poco a un sargento. Al hombre que ocupaba el centro del grupo no lo podía ver con claridad pero aun así se quitó el gorro y se hincó sobre una rodilla cuando la escolta se apartó y le dejó paso. Los oficiales de la mercenaria se arrodillaron con ella.
—Mi señor Conde —dijo.
Era consciente de que casi toda su compañía se había detenido fuera de la capilla de Mitra y la miraba. Por fortuna estaba demasiado lejos para oír la mayor parte de lo que estaban diciendo. La tierra estaba dura bajo la rodilla. Un pinchazo de dolor le atravesó la cabeza. Al oír una voz fresca que decía en inglés «mi señora capitán», levantó la vista.
Podría haber tenido cualquier edad entre los treinta y los cincuenta y cinco años: un inglés rubio con los ojos de un color azul desvaído y el rostro de alguien que se pasa mucho tiempo al aire libre, vestía botas altas de montar terminadas en punta ante el faldón de un jubón desvaído de lino. Dio un paso hacia delante y extendió una mano. Ella la cogió. Tenía las muñecas huesudas. Cualquier duda sobre su fuerza quedó despejada cuando la levantó sin ningún esfuerzo.
Ash se limpió las manos de polvo y miró al hombre con expresión astuta. El jubón seguía la moda italiana, no era tan bárbaro como había temido; y si daba la sensación de que llevaba todo el día cazando en el campo con él, había empezado su vida como una prenda bastante cara. Llevaba daga pero no espada. La mercenaria consiguió no soltar, «¡inglés chiflado!».