El peine dejó de quitar los nudos que cubrían aquel cabello de metros de longitud. Los dedos de Floria le acariciaron la mejilla, bañada de lágrimas saladas.
—¿Duele? Es natural, con una herida en la cabeza. Podría cortarte todo esto.
—No podrías.
—Vale, vale... ¡no me cortes a mí la cabeza!
El tiempo volvió a saltar.
La voz de Floria le dijo algo en voz baja a alguien que aguardaba en la habitación de la enferma. Ash abrió los ojos y vio otra monja, con el mismo hábito de color verde apagado y el griñón blanco, que se encontró con sus ojos cuando se centraron y que cruzó la habitación para ofrecerle agua en una copa de madera.
—Os conozco —Ash frunció el ceño de repente—. Es difícil de saber sin el pelo pero, os conozco, ¿verdad?
Apartada, al lado de la ventana, Floria lanzó una risita.
La monjita dijo:
—Schmidt. Margarita Schmidt.
Las mejillas de Ash se sonrojaron y dijo con una voz tan débil como incrédula.
—¿Eres monja?
—Ahora sí.
Floria cruzó la habitación, deslizó la mano por los hombros de la mujer cuando pasó a su lado, luego se inclinó para palpar la frente de Ash.
—Dijon, jefe. Estás en el gran convento que hay a las afueras de Dijon. —Y luego, cuando Ash se limitó a mirarla divertida—. El convento para
filles de joie
que se convierten
en filles de penitence
[77]
.
Ash miró a la monjita. La última vez que la había visto había sido en una casa de putas de Basilea.
—Oh.
Las otras dos mujeres sonrieron.
Ash hizo un esfuerzo y consiguió hablar.
—Si cambias de idea antes de hacer los últimos votos, Margarita, serás bienvenida en la compañía. Como, digamos, ayudante del cirujano.
El rostro de Floria, cuando la miró un momento, tenía una expresión que estaba entre la admiración, el cinismo y la incomodidad; pero era sobre todo de sorpresa. Ash le ofreció un encogimiento de hombros y, con la punzada resultante, se llevó una mano a la cabeza.
La mujer de Basilea hizo una reverencia.
—No voy a tomar ninguna decisión hasta que vea cómo es la vida en un convento,
seigneur
... es decir,
demoiselle
. Hasta ahora no es tan distinta de la casa de vida alegre.
Sonó un golpecito en la puerta.
—Largo de aquí —dijo Ash—. Quiero ver a Robert a solas.
Cerró los ojos un momento, con lo que descansó un poco, y dejó que la apertura y cerrado de puertas se produjera sin ella. Por las otras heridas, reconoció la
debilidad
. Sabía más o menos cuánto tardaría en pasar. Demasiado tiempo.
¿Qué soy? La Faris dice que una basura. Igual que un ternero macho que matas al nacer porque es inútil, porque lo que quieres son novillas para seguir teniendo leche
.
Pero oyes una voz
.
¿Y eso es todo? Una simple cabeza parlante, allá por el norte de África, ¿una... una máquina que han fabricado y que escupe a Vegetius y a Tácito y a todos los antiguos que han escrito algo sobre la guerra? ¿Una simple... biblioteca? ¿Nada más que tácticas sacadas de un manuscrito que están allí para quien las quiera?
Ash ahogó una risita por lo bajo. No le apetecía derramar las lágrimas que le escocían tras los párpados.
¡Dulce Cristo, y yo le he confiado mi vida a eso! Y las veces que he leído trozos de
De Re Mílitarí
y he pensado, no, para nada, no deberías llevar a cabo esa táctica en esas circunstancias... ¿qué he estado escuchando?
Sintió la tentación de hablar, de decir algo en voz alta y hacerle esas preguntas a su voz. Se deshizo del impulso y abrió los ojos.
Tenía a Robert Anselm delante.
Aquel hombre grande no llevaba armadura, vestía unas calzas remendadas en la rodilla y una media túnica desabrochada sobre un jubón italiano bien atado: todo en lana azul y todo con el aspecto de quien ha dormido con la ropa puesta, y ha dormido al raso además. Llevaba una vaina de daga vacía en el cinturón, metida por la presilla de la bolsa de cuero.
—Esto... —Robert Anselm levantó la mano de repente y se quitó el gorro de terciopelo. Lo hizo girar entre sus grandes manos. Los pulgares apretaban sin darse cuenta la insignia del león de peltre con cada revolución. Bajó la mirada.
—¿Estamos a salvo? ¿Dónde hemos acampado? —quiso saber Ash—. ¿Cuál es aquí la situación? ¿Quién es el señor local, al mando del Duque?
—Oh. —Robert Anselm se encogió de hombros.
La cabeza de Ash le dio unas punzadas cuando la echó hacia atrás para mirarlo. El hombre se agachó de inmediato delante del taburete de su jefa con los antebrazos sobre las rodillas y la cabeza bajada. Ash se encontró mirando la maraña de pelo canoso que le crecía por los bordes de la coronilla.
Podría decirte que eres un puto idiota, pensó Ash. Podría darte una bofetada. Podría decir, ¿qué cojones crees que estás haciendo, dejando que mi compañía se dirija sola?
A la mercenaria le rugió el estómago. Volvía a tener apetito. Pan, vino y más o menos medio venado muerto, a ser posible... Ash levantó una mano para protegerse los ojos de lo que se estaba convirtiendo en un sol dolorosamente brillante que entraba por la ventana. El aire se hacía más caliente. Debe de ser que la mañana se va convirtiendo en tarde.
—Tú no viste lo que hice en Tewkesbury, ¿verdad? —le dijo.
Anselm levantó la cabeza. Tenía una expresión moteada bajo la suciedad, los ojos rojos y blancos, forzados, desagradables y con un aspecto muy poco saludable. Se frotó la nuca.
—¿Qué?
—¿Tewkesbury?
—No. —Los hombros de Anselm empezaron a relajarse. Bajó una rodilla a tierra para mantener el equilibrio—. No lo vi. Estaba al otro lado de la batalla. Te vi al final, envuelta en el estandarte. Chorreabas.
Chorreaba algo rojo, recordó la mujer mientras volvía a sentir el paño húmedo, la aspereza del pesado bordado, el puro agotamiento de empuñar un jifero. Una hoja afilada como una cuchilla sobre una vara de dos metros. Un hacha que muerde el metal y el cuerpo humano con la misma fuerza que un hacha doméstica muerde la madera.
—Funcionó —dijo con el tono medido—. Sabía que tenía que hacer algo a esa edad para que se fijaran en mí. Era demasiado joven para tomar el mando pero si hubiera esperado y hubiera hecho algo notable a los dieciséis o diecisiete años, ya no hubiera sido notable. Así que cogí y sujeté el estandarte de los Lancaster en la Vega Ensangrentada. —Entonces bajó la mirada y sorprendió a Robert Anselm con una expresión de pura angustia en sus rasgos.
—Con eso conseguí que mataran a dos de mis mejores amigos —dijo Ash—. Richard y Cuervo. Los conocía desde hacía años. Están los dos en esa pendiente, en alguna parte. Enterrados en la fosa que cavó la Rosa Blanca después. Y tú me pisoteaste sin querer. Eso es lo que hacemos. Matamos a gente que conocemos y nos matan. Y no me digas que fue una puta estupidez. ¡Te pueden matar de muchas formas pero ninguna es sensata!
Anselm chilló:
—¡Me estoy haciendo viejo!
La boca de Ash siguió abierta.
Robert gritó:
—¡Eso es lo que esos mierdecillas han empezado a llamarme! «Viejo». Te doblo la edad; ¡me estoy haciendo viejo para esto! ¡Por eso pasó!
—Oh, joder... —Al hombre le temblaban las manos; la mercenaria se las cogió, sintió la piel cálida y pegajosa; le apretó las manos todo lo que pudo, que era mucho menos de lo que esperaba—. No seas absurdo.
Él se desembarazó de sus manos. Ash se agarró a los lados del taburete. Le flotaba la cabeza.
—Lo siento, ¿de acuerdo? —chilló él—. ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Fue culpa mía!
Solo con el volumen de los gritos masculino ya tuvo que fruncir los labios contra los dientes. Hizo una mueca de dolor; hizo otra mueca cuando la puerta de la celda se abrió de golpe y rebotó contra la pared al tiempo que Floria del Guiz agarraba a Anselm del brazo y le gritaba mientras él la apartaba con violencia...
—¡Ya basta! —Ash se quitó las manos de los oídos. Respiró profundamente y levantó la cabeza.
Margarita Schmidt aguardaba a la puerta, vigilando nerviosa el pasillo. Floria había vuelto a rodear con sus manos de dedos largos los bíceps del grandullón y se esforzaba por sacarlo a rastras de la habitación. Los pies de Robert Anselm estaban plantados con firmeza en el suelo, los hombros estirados y la cabeza baja como un toro; harían falta seis hombres por lo menos para echarlo de aquí, reflexionó Ash.
—Tú, vete a decirle a la
soeur
Maîtresse que no pasa nada. Tú — señaló con el dedo a Floria—, suéltalo; y tú —a Robert Anselm—, cierra la boca de una puta vez y déjame hablar. —Esperó un momento—. Gracias.
—Me voy —dijo Floria, irritada por lo avergonzada que se sentía—. Si la haces recaer, Robert, te capo.
El cirujano dejó la habitación y cerró la puerta a sus espaldas, a las suyas y a las de Margarita Schmidt y varias monjas más que habían acudido atraídas por aquella interrupción de su monotonía.
—Y ahora que has tenido la oportunidad de chillarme por quedar herida —dijo Ash con dulzura—, ¿te sientes mejor? —El grandullón asintió con aire avergonzado. Se miraba con atención los pies.
—¿De verdad que has estado durmiendo en los escalones del convento?
Se hundió un poco más la afeitada cabeza del hombre. Subieron los grandes hombros, un poco, un encogimiento de hombros minúsculo.
—Cumplo cuarenta este año. Tengo dos alternativas —dijo él, dirigiéndose, al parecer, al suelo—. Salir de esto mientras siga vivo o quedarme en el negocio. Quedarme como comandante de una mujer o conseguir mi propia compañía. Por Cristo, mujer, estoy empezando a sentirme viejo. ¡Por favor, no me digas que Colleoni entró en el negocio a los setenta años!
Ash cerró la boca.
—Bueno... eso es exactamente lo que iba a decir. Me estás diciendo que te largas, ¿es eso? ¿Se acabó lo que se daba?
—Sí. —No parecía que lo hubiera provocado hasta conseguir una confesión, solo pura honestidad.
—Ya, bueno, pues te jodes. Te necesito, Robert. Si quieres irte y empezar tu propia compañía, eso es diferente, puedes irte, pero no vas a dejar la mía porque te hayas cagado de miedo. ¿Entendido?
Robert Anselm extendió el brazo para cogerle la mano, insistente.
—Ash...
—Méteme en esa cama o voy a vomitar otra vez. ¡Jesucristo, odio las heridas en la cabeza! Robert, tú no te vas. A veces llego a pensar que no podría dirigir esta puta compañía sin ti. —La mano femenina se aferró a la del mercenario. Se levantó con un esfuerzo del taburete y se quedó de pie, tambaleándose. No le hacía falta acentuarlo.
Robert murmuró con sarcasmo:
—Sí. Eres una pobre y débil mujercita. —Se inclinó, le pasó el otro brazo bajo las rodillas, la levantó a pulso y la llevó hasta la cama, a menos de un metro. Abolló con una rodilla el colchón y la posó.
—No confiarás en mí después de esto. Dirás que sí, pero no será así.
Ash se relajó en la blandura del plumón de ganso. El techo blanco bajó en picado, dibujó un círculo. Tragó un bocado de saliva amarga. Tener el cuerpo echado y acunado le proporcionaba tal alivio que dejó escapar un largo suspiro y cerró los ojos.
—De acuerdo, pues no. No durante un tiempo. Y luego volveré a confiar en ti. Nos conocemos demasiado bien. Como dijo ella, si te vas, te capo. Estamos metidos en un buen marrón, ¡y hay que solucionarlo!
El mercenario la acomodó bien en la cama, no era la primera vez que trataba con heridos. Ash abrió los ojos. Robert Anselm se sentó de lado en el borde de la cama con la cabeza vuelta hacia ella y de repente frunció el ceño.
—¿Ella?
—No. No fue ella la que lo dijo, ¿verdad? No fue la monja. Él. Florian.
—Mmm —dijo Robert Anselm distraído. La forma que tenía de sentarse, con los brazos estirados, las manos apoyadas sosteniendo el peso del cuerpo y ocupando todo el espacio que lo rodeaba, era tan propia de Anselm que a la mercenaria no le quedó más remedio que sonreír.
—Está muy bien parecer tan seguro, ¿verdad? —dijo Ash—. Vuelve y dirige la compañía. Si eso funciona, entonces no han dejado de confiar en ti. En cuanto pueda levantarme sin caerme, volveré y solucionaré lo que vamos a hacer después. Aquí no tendremos mucho tiempo para decidirnos.
El mercenario le ofreció un breve asentimiento de cabeza y se levantó. Cuando su peso dejó el colchón, Ash se sintió de repente huérfana.
Le latía la cabeza de dolor.
—Nos hemos limitado a huir, joder. No tenemos ningún contrato en el ducado. Hazlo mal y mis chavales empezarán mañana a desertar en tropel... Si jodes mi compañía, te corto los huevos. —Soltó la mercenaria con tono débil.
Robert Anselm bajó los ojos y la miró.
—Estará bajo control. Y la próxima vez —cruzó la habitación para llegar a la puerta de la celda—, ¡ponte un puto casco, mujer!
Ash hizo un gesto italiano.
—¡La próxima vez, tráeme uno!
Robert Anselm empezó a cruzar el umbral.
—¿Qué te dijo la Faris?
El miedo le dio un golpe bajo el esternón y le inundó el cuerpo. Ash sonrió, sintió la falsedad del gesto, dejó que su rostro encontrara la expresión de angustia que quisiera y graznó:
—¡Ahora no! Más tarde. Dile al gilipollas de Godfrey que suba, ¡quiero hablar con él!
Lo que había sido un dolor de fondo se disparó, zumbó hasta que empezó a derramar las lágrimas. No se fijó mucho en lo que se dijo o hizo en aquel momento, salvo en que alguien le puso un cuenco en los labios y, al oler el vino y alguna hierba, dio grandes tragos y luego se quedó echada rezando hasta que (y no con la suficiente celeridad) cayó en un sueño narcótico.
Algo le perturbó el sueño menos de una hora después.
El dolor le abrasaba la cabeza. Se quedó inmóvil, echada, tan quieta como podía, maldiciendo a Floria cada vez que el cirujano se acercaba a ella, empapada en un sudor frío. Cuando la luz empezó a desvanecerse, sintió que eso lo provocaba el dolor de cabeza. Una voz masculina le dijo repetidas veces que era solo el atardecer, que anochecía, era de noche, se había puesto la luna; pero ella cambió de postura en el cabezal caliente, los colmillos del dolor le mordían la cabeza, se apretó la boca con el puño y los dientes rompieron la piel de los nudillos. Cuando al fin se rindió y gritó, cuando el dolor se hizo demasiado intenso, el movimiento la hizo salir disparada hacia una región que reconoció: un lugar de una abrasadora sensación física, impotencia absoluta, algo completamente ineludible. Lo tuvo durante un segundo, lo olvidó al siguiente; sabía que era un recuerdo, pero ahora no sabía qué recordaba con ello.