—León... —El ruego de su voz se le ahogaba en la garganta, apenas algo más que un susurro—. Por San Gawaine... por la Capilla...
Nada.
—Shh, nena. —Una voz suave, de hombre o de mujer, no sabía de quién—. Shh, shh.
Todavía con un susurro congelado, gruñó, desdeñosa:
—¿Eres una puta máquina? ¡Respóndeme! Gólem...
—No se propone un problema adecuado. No existe solución disponible.
La voz de su alma secreta carece de énfasis, como siempre. No hay nada del depredador en ella, ¿nada del santo?
El dolor invadía cada célula de su cuerpo; susurró desesperada:
—¡Oh, mierda...!
Otra voz, la de Robert Anselm, dijo:
—Dale más de eso. No se morirá. ¡Por el amor de Cristo, hombre, joder!
Brusca y rápida, Floria le soltó:
—¿Sabes hacer esto? ¡Entonces hazlo tú!
—No; no pretendía...
—Entonces, cierra el pico. ¡No voy a perderla ahora!
DEBIÓ DE QUEDARSE dormida, pero no se dio cuenta salvo al mirar atrás.
La luz previa al amanecer dibujó ante sus ojos un cuadrado gris en la ventana. Ash gruñó. Tenía las palmas de las manos empapadas en sudor frío. La ropa de la cama olía a rancio. Cuando movió el hombro, sintió algo de lana en la mejilla y se dio cuenta de que todavía estaba vestida. Alguien le había desabrochado los ojales y le había aflojado la ropa. Puñaladas de dolor le atravesaban el cráneo cada vez que respiraba, con cada mínimo movimiento de su cuerpo.
—Debo de estar mejorando, me duele.
—¿Qué? —Se levantó una sombra y se inclinó sobre ella. El frío amanecer iluminó a Floria del Guiz—. ¿Has dicho algo?
—He dicho que debo de estar mejorando, empieza a doler. —Ash se dio cuenta de que sonaba como si no le quedara aliento. Floria le llevó el ya conocido cuenco a los labios. Bebió y derramó la mitad en las sábanas amarillas.
Un extraño sonido se convirtió, o eso le pareció a la enferma, en alguien que arañaba la puerta de su habitación. Antes de que Floria pudiera levantarse de su lado, la puerta se abrió y entró alguien con un farol de hierro perforado. Ash giró la cabeza para apartarla de aquella luz que la apuñalaba. Contuvo el aliento cuando el movimiento le sacudió la cabeza. Poco a poco entornó los ojos y se asomó a la puerta.
—Ah, eres tú —murmuró Ash al reconocer al recién llegado—. No sé de qué se quejaba la
soeur
, este puto convento está lleno de hombres.
—Yo soy sacerdote, niña —protestó con suavidad Godfrey Maximillian.
—Dios Santo, ¿tan mal estoy?
—Ya no. —La mano de Floria le apretó el hombro. Ash se contuvo para no gritar. El cirujano añadió—. Ayer hiciste mucho. Hoy, eso no va a pasar. Esta es la parte larga y aburrida. La parte que no te gusta. La parte en la que el jefe intenta levantarse antes de lo debido, ¿te acuerdas?
—Sí, me acuerdo. —Ash esbozó una amplia sonrisa por un momento, compartió así la sonrisa de aquella mujer alta de cabellos dorados—. Pero me aburro.
El cirujano miró a Ash con los ojos entrecerrados. Tenía una expresión en la cara que Ash sospechaba que significaba que ya se habría ganado una colleja a estas alturas si no fuera por su estado de salud.
Puede que no esté muy bien, la verdad
.
—Te he traído una visita —dijo Godfrey. La cirujana lo miró, furiosa, y él levantó una mano de dedos anchos con gesto reprobatorio—. Sé lo que estoy haciendo. Está deseando conocer a Ash pero tiene que salir del convento para continuar su viaje esta mañana. Le he dicho que podía venir a hablar con el capitán unos minutos.
Floria mantuvo una expresión escéptica mientras hablaban con la cama de Ash en medio. La creciente luz sacaba sus rostros de la penumbra: el hombre grande y barbudo y el hombre lacónico que era una mujer. Ash permaneció echada escuchando.
Godfrey Maximillian dijo:
—Sigo siendo yo, Fl... joven. Antes creías que tenía cierta habilidad en mi arte.
—El sacerdocio no es un arte —refunfuñó el cirujano—, es un fraude practicado para engañar a los crédulos. De acuerdo. Haz entrar a tu visita, Godfrey.
Ash no intentó siquiera incorporarse en la cama. Floria puso el farol abierto en el suelo, donde su luz no resultaría tan dura. Un mirlo se dejó oír desde el vacío que había más allá de la ventana. Otro lo llamó, un tordo, un pinzón; y en el espacio de tiempo de tres o cuatro latidos, el ruido de los cánticos de los pájaros resonó en el amanecer. A Ash empezó a latirle la cabeza.
—¡Joder con el puto piar de los pájaros! —se quejó.
—
Capitano
—dijo la voz clara de una mujer. Ash reconoció el sonido de alguien que se movía con una armadura puesta: el repiqueteo y el cloqueo de las planchas de metal, el tintineo de la cota de malla.
Ash levantó los ojos y vio a una mujer de unos treinta y cinco años al lado de la cama. La mujer llevaba una armadura blanca de estilo milanés con una espada de empuñadura redonda abrochada alrededor de la cintura y un yelmo italiano con barbote metido debajo del brazo; tenía un aire de autoridad considerable.
—Sentaos. —Ash tragó saliva y se aclaró la garganta.
—Me llamo Onorata Rodiani,
Capitano
[78]
. Vuestro sacerdote ha dicho que no debo cansaros. —La mujer se despojó de los guanteletes para mover el taburete con respaldo al otro lado de la cama. El dedo meñique y el anular de la mano derecha estaban torcidos, los dos rotos y colocados repetidas veces.
La mujer se sentó en el taburete, muy erguida, sacó la cabeza del barbote para poder girar la barbilla y ver si la vaina de la espada estaba arañando la pared de la celda que tenía tras ella. Satisfecha al comprobar que no era así, se volvió a girar y sonrió:
—Nunca pierdo la oportunidad de conocer a otra guerrera.
—¿Rodiani? —Ash guiñó los ojos e intentó olvidar el latido de dolor de la cabeza—. He oído hablar de vos. Sois de Castellone. Antes erais pintora, ¿no?
La mujer se colocó la mano en la cara. A Ash le llevó un segundo darse cuenta de que estaba haciendo una bocina sobre la oreja y comprendió que debería hablar más alto. Aquel lado de la cara de la mujer estaba salpicado de negro por la pólvora que le había impactado. Sorda de un cañonazo.
—¿Pintora? —repitió Ash.
—Antes de hacerme mercenaria. —Los dientes blancos de la mujer resaltaron en la penumbra cuando esbozó una amplia sonrisa—. Maté a mi primer hombre siendo pintora. En Cremona... estaba pintando un mural del Tirano en aquel momento. Un violador inoportuno. Después de eso, decidí que me gustaba más luchar que pintar.
Ash sonrió. Reconocía una historia popular cuando la oía. No es tan fácil. El pelo oscuro y suelto de la mujer sería de un color negro puro bajo la luz del día. Las líneas de su rostro bronceado prometían un rostro rollizo en la vejez.
Si llega
, pensó Ash y sacó las manos de entre las sábanas.
—¿Puedo ver eso?
—Sí. —Onorata Rodiani le pasó el barbote.
Ash cogió el peso, pero el tirón que le dio a los músculos disparó el dolor por su cabeza y colocó el yelmo en el travesaño que tenía al lado. Hurgó en la correa, remaches y forro con un dedo inquisitivo y luego recorrió con la yema del dedo la abertura en forma de T.
—¿Os gustan los barbotes? ¡Yo no veo nada con estos trastos! Veo que también os habéis decantado por los remaches con forma de rosa.
El pulgar izquierdo de la mujer acarició la empuñadura de disco de su espada.
—Me gustan los remaches de latón en un yelmo. Se pulen y quedan brillantes.
Ash le devolvió el barbote rodando por la cama.
—¿Y los brazales milaneses? Yo siempre he utilizado defensas alemanas para los brazos.
—¿Os gusta la armadura gótica?
—Puedo sacarle más movimiento a sus brazales. En cuanto al resto, todo acanaladuras y rebordes... no. Solo es una armadura de ringorrango.
Se oyó un bufido en la puerta, donde se encontraban Floria y Godfrey hablando en voz baja. Ash los miró furiosa.
—Bueno. ¿Queréis ver mi espada? —le ofreció Onorata Rodiani—. Ojalá pudiera enseñaros también mi caballo de guerra, pero tengo que irme esta mañana a la guerra que se va a librar en Francia. Tomad.
La mujer se levantó y desenvainó. El sonido del acero afilado deslizándose por la fina lana que forra una vaina hizo que Ash se incorporara sobre los codos. Luchó por apoyar la espalda en el travesaño, por fin se sentó y estiró la mano para coger la empuñadura. Hizo caso omiso del dolor que le llenó los ojos de lágrimas.
¿Francia?
, pensó Ash.
Sí. Los visigodos tienen más hombres y suministros de los que he visto jamás; no se van a detener donde están. Después de Suiza y las Alemanias... Francia no es mala suposición
.
La Faris está preparada para una cruzada de gran alcance
.
—¿Y cuántas lanzas tenéis? —Ash hizo girar la espada de empuñadura redonda en la mano. La hoja, de nueve centímetros, ancha en la empuñadura y ahusándose hasta convertirse en la punta de una aguja, se deslizaba por el aire como el aceite por el agua. Una hoja viva: la sensación de tenerla en la mano merecía cada punzada que sentía en el cuero cabelludo—. ¡Cristo, qué maravilla!
—Veinte lanzas —dijo la mujer y añadió—. ¿A que sí?
—Veo que habéis preferido un afilado con cara cóncava en la hoja.
—¡Sí y mira que tuve que estar encima del espadero para que lo hiciera bien!
—Oh, Dios, nunca os fieis de un armero. —Ash bajó la espada y le miró la hoja para comprobar a ojo su calidad, luego se encontró concentrada en el rostro sonriente de Godfrey Maximillian—. ¿Y a ti qué te pasa?
—Nada. Nada en absoluto...
—¡Bueno, pues tráele entonces un poco de vino a mi invitada! ¿Quieres que piense que aquí no sabemos lo que es la cortesía?
Floria del Guiz entrelazó su brazo con el del sacerdote y murmuró:
—Vamos a por un poco de vino, jefe. Volvemos ahora mismo. Lo prometo.
Ash giró la hoja erguida en la mano. Un rayo de la luz del amanecer se reflejó en el acero arañado, brillante como un espejo. Notó que había una curva clara en un borde de la hoja, cerca de la empuñadura, donde las muescas de la batalla se habían eliminado con un esmerilador. Un hombre podría haberse afeitado con el filo de aquella arma.
—Bonito trabajo en la empuñadura —comentó con tono elogioso—. ¿Qué es, alambre de latón sobre terciopelo?
—Alambre de oro.
En la puerta, al irse, su sacerdote le dijo algo a su cirujano que Ash no entendió del todo. Floria sacudió la cabeza, sonriendo. Ash bajó la espada, se envolvió la sábana de hilo en la mano izquierda y colocó la hoja en el dedo protegido.
—Se equilibra a un centímetro... A mí también me gustan las hojas pesadas. Apuesto a que corta de verdad. —Levantó la cabeza y miró furiosa a Godfrey y Floria—. ¿Qué?
—Te dejamos con eso, niña.
Madonna
Rodiani. —Godfrey se inclinó. Detrás de él, Floria sonreía ampliamente por alguna razón que Ash no entendía pero tenía la oscura impresión de que era mejor no preguntar. Godfrey le dedicó una halagadora sonrisa y dijo—: Ahora me voy de puntillas y Florian se va de puntillas.
Ash oyó que Floria murmuraba algo que sonaba muy parecido a:
—¡Todo el mundo se va de puntillas! Dios mío, estas dos podrían aburrir a Europa...
—Vosotros dos —dijo Ash con dignidad—, estáis interrumpiendo una conversación entre profesionales. ¡Y ahora largo de mi celda, cojones! Y mientras vais a por el vino para las dos, podéis buscarme también algo para desayunar. Joder, cualquiera pensaría que estoy inválida.
Era un auténtico placer olvidar los ejércitos que había en la frontera, olvidar la pesadilla de Basilea, aunque solo fuera por un rato.
—No se puede librar una guerra en tu cabeza cada hora del día; no cuando pretendes ganar al llegar al campo de batalla. —Ash esbozó una amplia sonrisa, dejando todas las decisiones en suspenso de momento.
—
Madonna
Onorata, ¿os quedáis a desayunar? Mientras comemos, quiero preguntaros lo que pensáis sobre algo que hay en Vegetius. Él dice que hay que apuñalar con la punta de la espada, porque medio centímetro de acero en las tripas resulta siempre fatal... pero claro, tu hombre quizá no se caiga hasta que haya tenido tiempo de matarte a ti. Yo uso con frecuencia el borde y corto, que es más lento pero puede cortarle a un hombre la cabeza de plano, y después de eso en general no suele volver a molestarme. ¿Vos qué preferís?
No le tenía miedo a la herida, esa era la verdad.
Una vez que averiguó, a su satisfacción, que seguramente no se iba a morir ese día en concreto (y eso a pesar de haber conocido a hombres que caminaron por ahí durante varios días después de un golpe en la cabeza solo para caerse muertos sin razón aparente, aunque el cirujano de la compañía revolvió en secreto el contenido de sus seseras), tras decidir eso y tras sufrir la experiencia extremadamente desagradable de que limaran las dos muelas rotas, Ash se olvidó por completo de la herida. Se convirtió en una de tantas.
Y eso la dejó sin nada que hacer salvo pensar.
Apoyó los codos en el alféizar de la ventana del convento y se asomó a la confusión de un día de colada en el patio cerrado. El olor a almidón de aro le llenó las fosas nasales y sonrió con tristeza al respirar aquella paz.
A su espalda alguien entró en la celda. No se dio la vuelta, reconoció la forma de andar. Godfrey Maximillian se acercó a la ventana. La mercenaria notó que el sacerdote levantaba la vista con gesto reflexivo, como lo habían hecho Florian, Roberto y la pequeña Margarita, hacia el sol que lucía en el cielo.